EL ABANDONO LENCA [2/3]

EGO2 marzo, 2017

SEGUNDA PARTE DE LA INVESTIGACIÓN «EL SISTEMA QUE ASESINÓ A BERTA CÁCERES»

Investigación y redacción: Ariel Torres Funes

Una bebé y dos madres

«Acá dormía Berta», recuerda María Santos, una dirigente del COPINH y lideresa de La Tejera, una de las aldeas que conforman la comunidad de Río Blanco.

El piso de tierra de la habitación parece una extensión de sus paredes de adobe. Más que un cuarto es un refugio. Apenas cabe una cama y una mesita de noche improvisada con unas tablas carcomidas.

Allí descansaba Berta Cáceres cuando les visitaba, expuesta físicamente ante una eventual ejecución extrajudicial, pero amparada bajo la hospitalidad de la comunidad, esa misma que les lleva a compartir sus escasos alimentos a quienes se acercan a escuchar sus testimonios.

Es la casa de Mercedes Pérez, desde 2011 convertida también en centro comunitario de quienes se oponen a la construcción de la represa «Agua Zarca». Tras el asesinato, la imagen de Berta se multiplicó en ese reducido espacio; fotos y afiches con su rostro, cuelgan de las paredes del comedor, a la par de simbolismos religiosos y algunos retratos familiares.

En el patio, dos mujeres de origen lenca se intercambian en sus pechos a una recién nacida para dar lactancia. Si no se les consulta, es un azar saber cuál de ellas es la madre. Bajo los estragos y la necesidad del hambre, la bebé no parece percatarse que la mueven de un costado al otro. «Es mi niña», responde la más joven, cuando la otra amamanta.

Detrás de la vivienda hay un cerro, donde los pobladores junto al COPINH habilitaron la radio comunitaria de La Tejera, la que, por precaución ante a cualquier atentado, mantienen bajo candado. Vereda abajo, a unos cinco kilómetros, está el proyecto hidroeléctrico, a las orillas del río, donde DESA colocó un rótulo para prohibir el acceso, por considerar el área como dominio privado. En esencia, un anuncio que resume la pregunta esencial para intentar entender la problemática: ¿cuáles son los límites entre lo privado y lo público en Honduras?

El trayecto que conduce al río Gualcarque desde La Esperanza, en el departamento de Intibucá, evidencia su aislamiento o marginamiento de cualquier política pública de desarrollo social. En cada plaza o centro educativo divisados desde la carretera, los logos de la cooperación internacional son más numerosos que los del Estado hondureño.

La comunidad lenca de Río Blanco se conecta con el mapa nacional a través de calles pedregosas y empinadas, que la distancian aún más de los bucólicos circuitos económicos de la región.

Hace algunos años para llegar hasta ahí, se debía caminar o montar sobre una bestia. Caminos llamados de herradura o vecinales, algunos con empinadas cuestas, casi para escaladores de montañas. Esos son los caminos que conservan las huellas de los recorridos de Berta para reunirse con los pobladores. Paisaje duro y, a la vez, cálido, donde el verdor resiste a la plaga del gorgojo, que, como en todo el país, ha tumbado a miles de pinos.

A simple vista es difícil imaginar que en esas calzadas terrosas también circuló la maquinaria pesada que construyó los avances de la represa hidroeléctrica «Agua Zarca», un proyecto con una inversión de 50 millones de dólares. Cuesta figurar que en esos parajes desolados y esquivos trabajó la empresa china Sinohydro, calificada como la catorceava constructora más poderosa de ingeniería a nivel mundial. Pero también sorprendería a cualquiera que, en esta región de aparente indefensión social exista una activa resistencia comunitaria que hoy es objeto de atención por analistas de varias nacionalidades. La pregunta es, ¿cómo un pueblo sometido durante siglos a brutales formas explotación puede continuar luchando por sus derechos?

Quizá la respuesta está contenida en la interrogante: son siglos de supervivencia, desde el vasallaje al que le sometían los mayas en el occidente de la ahora Honduras, pasando por el colonialismo español y de los hacendados criollos, que mantienen vivas hasta la actualidad, prácticas de saqueo y cuasi feudalismo.

Las formas de explotación a las que han estado sometidos siempre han sido encubiertas bajo formalidades jurídicas, como antes la encomienda y ahora las concesiones.

Una pobladora de La Tejera sostiene a su hija. Ellas viven en la «tierra alta» de Intibucá. Desde la conquista española, esta tierra es más «india», a diferencia de la baja, caracterizada por tener más influencia «blanca» o mestiza. Ese reparto territorial no es al azar, puesto que, desde la época de la colonia, las élites sociales arrebataron y acapararon las tierras más fértiles de los valles, empujando a los pobladores indígenas hacia laderas de las montañas, más cercanas al cielo que a la tierra. Una historia acentuada, no revertida con la historia republicana. Fotografía de Dany Barrientos.
Una pobladora de La Tejera sostiene a su hija. Ellas viven en la «tierra alta» de Intibucá. Desde la conquista española, esta tierra es más «india», a diferencia de la baja, caracterizada por tener más influencia «blanca» o mestiza. Ese reparto territorial no es al azar, puesto que, desde la época de la colonia, las élites sociales arrebataron y acapararon las tierras más fértiles de los valles, empujando a los pobladores indígenas hacia laderas de las montañas, más cercanas al cielo que a la tierra. Una historia acentuada, no revertida con la historia republicana.
Fotografía de Dany Barrientos.

Historia de explotación y lucha

La Lenca es una de las ocho etnias que habitan en Honduras. Su población, estimada en más de 150 mil habitantes, se ubica en los departamentos de La Paz, Intibucá, Lempira y, en menor medida en Santa Bárbara, Comayagua, Francisco Morazán y Valle. Todos sus indicadores sociales oscilan entre la pobreza y la extrema pobreza. Un lenca universitario es una rareza.

Desde la conquista española, la tierra alta es más «india», a diferencia de la baja, caracterizada por tener más influencia «blanca» o mestiza.  Ese reparto territorial no es al azar, puesto que, desde la época de la colonia, las élites sociales arrebataron y acapararon las tierras más fértiles de los valles, empujando a los pobladores indígenas hacia laderas de las montañas, más cercanas al cielo que a la tierra. Una historia acentuada, no revertida con la historia republicana.

En gran parte de la zona, como es propio en las regiones montañosas de Honduras, predomina el minifundio, que generó en los lencas una economía de subsistencia, al enfrentar una repartición territorial prácticamente feudal. Otras tierras siguen siendo ejidales, pero para los “poderosos”, «lo que es ejidal, no es de nadie».

Las parcelas son pequeños predios de baja productividad, en su mayoría cultivados de maíz y frijoles. El antropólogo salvadoreño Ramón Rivas, quien definía a muchos grupos de esta etnia, como campesinos con tradición lenca, escribió en su libro «Pueblos Indígenas y Garífunas de Honduras» (una valiosa investigación olvidada en polvorientas hemerotecas del país), que una condición estructural que explica la pobreza y marginalidad de los lencas es que son campesinos que sólo tienen al alcance cultivar en tierras ajenas, hipotecando sus eventuales cosechas, o en sus limitados y agotados minifundios.

Rivas advertía que la lenca es una etnia con cierta tendencia a desaparecer, producto de su emigración, la constante ladinización, la pérdida de su lengua y, con ello, el desaparecimiento de gran parte de sus rasgos culturales. Pero los pobladores de Río Blanco enfatizan en su condición lenca; una identidad que no argumentan únicamente a través de rasgos físicos, sino con la defensa de sus territorios y bienes naturales.

El transcurso del tiempo y los estragos de las duras condiciones de vida, hacen que al antiguo territorio lenca se le debe considerar como espacio de grupos diferenciados, que comparten en distinto grado una misma cultura, conservando parte de los rasgos culturales, sociales y económicos propios de sus antepasados y creando, con los años, un nuevo universo cultural común, fruto del choque y fusión del mundo lenca con el mundo hispano-católico.

A pesar de que no todas las comunidades conservan con la misma pasión sus tradiciones, sí tienen en común un fuerte fundamento en creencias y prácticas religiosas, en rituales concernientes al ciclo de la vida, productivos y de la naturaleza, como en las formas ancestrales de su organización socio-económica.

Para Berta, era fundamental que los lencas, una población que sobrevive con ingresos promedios de 10 dólares mensuales, fortalecieran su identidad cultural para resistir a un complejo sistema de dominación, con más de cinco siglos de opresión, esclavitud y exterminio, que justamente intenta destruir primero su cultura para luego explotar sus riquezas. Berta le llamaba «la cosmovisión lenca», con la que mantienen una relación especial con los ríos, el maíz, el copal y la candela.

Una campesina lenca de la comunidad de La Tejera, Intibucá, descansa en la casa donde ella junto a otros pobladores se reúnen para oponerse al Proyecto Hidroeléctrico de «Agua Zarca» en el río Gualcarque. Este territorio es uno de los más afectados por los proyectos de explotación y extracción en el país, en esa región actualmente hay 17 licencias otorgadas por el Estado para construir represas. Fotografía de Dany Barrientos.
Una campesina lenca de la comunidad de La Tejera, Intibucá, descansa en la casa donde ella junto a otros pobladores se reúnen para oponerse al Proyecto Hidroeléctrico de «Agua Zarca» en el río Gualcarque. Este territorio es uno de los más afectados por los proyectos de explotación y extracción en el país, en esa región actualmente hay 17 licencias otorgadas por el Estado para construir represas. Fotografía de Dany Barrientos.

Las raíces de su identidad social 

La bisabuela de Berta Cáceres era lenca. En la casa de Austra Berta Flores, ahora presuntamente resguardada por policías de La Esperanza, cuelga un viejo retrato de ella, originalmente en blanco y negro pero maquillado con colores muy vivos. Una de esas imágenes aún típicas en la Honduras rural, donde la pintura y la fotografía se entremezclan como si fuera arte «naíf».

«Nuestra familia se mezcló, pero se mantuvo la consciencia indígena, respetando la identidad de nuestra antepasada», enfatiza doña Austra Berta, al explicar con orgullo sus raíces, por ende, las de su hija. Berta no dejó los pasos de su antepasada, sino que los recorrió de nuevo y fortaleció su identidad social año con año.

En la biografía de Berta se advierte una niñez prolongada y una adolescencia corta. A los 17 años se casó con Salvador Zúniga y conoció la experiencia que significa mantener un fusil guerrillero entre sus manos. Pronto, también se convirtió en madre.

Si hay una constante a lo largo de todas las etapas de su vida, es que las vivió de prisa y en constante movimiento. De niña, Berta recorrió el territorio lenca al acompañar y apoyar a su madre, que acudía al llamamiento de las parturientas. En esas labores ambas conocieron en primera persona la realidad campesina porque entraban a la intimidad de sus hogares. Sabían que cada niño nacía con la incertidumbre marcada en su frente.

«En mi vida atendí más de cuatro mil partos. A través de ellos aprendí la responsabilidad que significa resguardar la vida sobre la muerte, cómo se escucha el primer llanto de un bebé, el calor de los brazos de una madre. Desde niña, Berta me acompañó en mis labores como partera. Fuimos madre e hija, pero, sobre todo, amigas que recorrimos pueblos, comunidades y aldeas carentes de clínicas y doctores.  Recuerdo que ella encendía las velas cuando se precisaba iluminar la oscuridad, calentaba el agua y me alcanzaba las jeringas y las pinzas. En cada nacimiento aprendimos a recibir la vida bajo la luz febril de una candela, y en muchos casos, también a sortear la muerte en las situaciones más precarias», recuerda doña Austra Berta.

«Los pueblos indígenas somos fuertes. A pesar de más de 500 años de lucha, existir hoy demuestra la fuerza que tenemos, no sólo a través de la resistencia directa, sino en todas las propuestas de vida, de una producción común, de la soberanía, en el sentido territorial, pero también de sus saberes, de su espiritualidad», comentó Berta. En la fotografía, un campesino de la comunidad de La Tejera descansa en la casa donde se reúnen para defender el río Gualcarque. Fotografía de Dany Barrientos.
«Los pueblos indígenas somos fuertes. A pesar de más de 500 años de lucha, existir hoy demuestra la fuerza que tenemos, no sólo a través de la resistencia directa, sino en todas las propuestas de vida, de una producción común, de la soberanía, en el sentido territorial, pero también de sus saberes, de su espiritualidad», comentó Berta. En la fotografía, un campesino de la comunidad de La Tejera descansa en la casa donde se reúnen para defender el río Gualcarque. Fotografía de Dany Barrientos.

Pese al dolor que le significan los recuerdos, ahondó que «en la marginalidad del nacimiento de un niño o una niña lenca, reconocimos que nuestras regiones enfrentan la crueldad de la discriminación y la segregación. Si segregar significa apartar, separar, excluir y negarle los derechos humanos y las libertades a una persona o a un grupo, por sus particularidades étnicas…  entonces las comunidades lencas sufren de una segregación sistemática que deliberadamente crea condiciones para despojarles de sus derechos fundamentales».

En esa definición se advierte cómo la madre influyó en la formación social de la hija, y cómo la hija terminó formando la conciencia social de la madre.

Esas experiencias amasaron la cosmovisión de Berta, misma que la llevó a considerar que su condición ladina no la excluía de la lucha indígena y, a los indígenas reconocer que su resistencia no se conecta solamente a través de los rasgos físicos, sino también con las ideas y el compromiso. La de Berta fue una solidaridad familiar y que le dio el derecho indiscutido a poder hablar en nosotros al referirse de los lencas.

«Los pueblos indígenas somos fuertes. A pesar de más de 500 años de lucha, existir hoy demuestra la fuerza que tenemos, no sólo a través de la resistencia directa, sino en todas las propuestas de vida, de una producción común, de la soberanía, en el sentido territorial, pero también de sus saberes, de su espiritualidad», explicó en una entrevista.

Berta habló de construir una identidad cultural desde y frente a la exclusión, fundamental para sobrevivir a los actuales adversarios, que ella consideró aún más dañinos que los vividos hace cinco siglos por la etnia Lenca. «La esclavitud que estaba entonces con cadenas, ahora es también cultural. Ante estos desafíos hacemos resistencia, luchamos, nos organizamos, nos articulamos y nos enfrentamos a retos tan tremendos como son la pobreza, la miseria, la exclusión total de un sistema racista existente en todos los ámbitos, en las instituciones estatales», señaló.

Junto a las bases del COPINH, analizó que los mega proyectos de privatización hidroeléctrica, las inversiones turísticas, la explotación minera y las leyes que favorecen y privilegian a la empresa privada frente a los bienes naturales en el territorio lenca, no significarían un modelo real de desarrollo para superar los rezagos sociales y económicos de esa comunidad.

Su voz replicó a nivel internacional, donde era recibida como lenca, «estamos en lucha contra la privatización, el capitalismo “verde”, que se impone. Vemos cómo los Estados y los gobiernos juegan con la miseria, la de los pueblos indígenas», dijo en un foro realizado en Sudamérica, a los que se le invitaba con frecuencia.

Lea aquí la primera parte de la investigación «El sistema que asesinó a Berta Cáceres»

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Desde las vivencias locales, ella aportaba argumentos para abordar una urgencia nacional, pero también internacional, igualmente periférica, que podría contextualizarse en países como Perú o Brasil, solo por citar dos ejemplos. «Las luchas fuertes ahora son por la defensa de los ríos, de los bosques, de los territorios, de la autonomía, contra las transnacionales, pero también tenemos una lucha frontal contra la militarización, la represión, contra todas las formas de opresión, no solo lo que viene de la oligarquía o de las transnacionales, sino también contra la opresión del patriarcado, contra el racismo».

El racismo, la segregación…conceptos tan complejos de explicar si no se es víctima de ellos. Berta los comprendió, prueba de ello, es la declaración de María Santos, hermana de Tomás García, quien fue asesinado por uno de los militares que resguardaban el plantel de DESA en Río Blanco, tras las manifestaciones suscitadas después del 1 de abril de 2013.

María olvida la edad que tenía Tomás al morir, tal vez porque la historicidad de los relatos aldeanos de Honduras no se construye precisamente a través de los datos, sí de los hechos y el dolor. «Los chinos se fueron cuando murió mi hermano, pero DESA se quedó. Exigimos a todos que se cierre el proyecto. Cuando el 20 de febrero de 2016 vino Berta, en San Francisco de Ojuera la amenazaron de que la iban a matar. Pero ellos se equivocaron, pensaron que matándola nos íbamos a quedar con los brazos abajo. No lo hicimos, pero nos hace gran falta», expresó antes de tomar entre sus manos a la bebé de su amiga para lactar. Hace unos años, a María la atacaron un grupo de hombres con machete y piedras. Sobrevivió para relatarlo.

Una bebé; dos madres, toda una metáfora del compartir y del sobrevivir en la comunidad lenca.

EN LA SIGUIENTE ENTREGA, LA CAPTURA DEL ESTADO POR EL MODELO EXTRACTIVISTA, EL CONVENIO 169 Y EL DESTINO DE AGUA ZARCA.

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“La presente publicación ha sido elaborada con la asistencia de la Unión Europea. El contenido de la misma es responsabilidad exclusiva de las organizaciones que conforman la campaña Defensoras de la Madre Tierra, y en ningún caso debe considerarse que re eja los puntos de vista de la Unión Europea”

Investigación y redacción: Ariel Torres Funes Fotografías: Dany Barrientos
Diseño y diagramación: Bricelda Contreras Torres

Esta publicación puede ser utilizada libremente para la incidencia política y campañas así como el ámbito de la educación y de la investigación siempre y cuando se indique la fuente de forma completa.

Noviembre, 2016.

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