“Todo lo renovó Darío”

ALG18 enero, 2020

Reseña de Manuel Sandoval Cruz* del libro Ruben Dario: una modernidad confrontada (Casasola Editores, 2018) de Roberto Carlos Pérez 

“Nadie esta lira taña si no es el mismo Apolo;

nadie esta flauta suene si no es el mismo Pan”.

Antonio Machado, A la muerte de Rubén Darío. 


Desde la muerte de don Rubén Darío (06/02/1916), trescientos años después de la muerte de don Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), han sido muchos quienes se han dedicado a profundizar la obra de “Aquel que ayer no más decía/ el verso azul y la canción profana”. Sin embargo, Darío no solo es celebrado en América y Europa, también tiene detractores, enemigos de su legado que apuestan por la destrucción de una estética que se defiende por sí sola y que, a decir del mismo poeta, confirma aquello de que no es “un poeta para las muchedumbres”. Roberto Carlos toma de Autobiografía lo consiente que fue Darío de esos ataques al decir Allí [en la Biblioteca Nacional] pasé largos meses leyendo […] las principales obras de casi todos los clásicos de nuestra lengua. De allí viene que, cosa que sorprendiera a muchos de los que conscientemente me han atacado, el que yo sea en verdad un buen conocedor de letras castizas, como cualquiera puede verlo en mis primeras producciones publicadas”.

Darío no solo es el poeta que posicionó el nombre de la región por medio de su “rara quinta esencia”, fue capaz de anhelar la unión de América con España como así lo dice en Salutación al Optimista: “formen todos un solo haz de energía ecuménica”, y expresa su orgullo por la grandeza de la “América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, como lo escribe en su oda A Roosevelt. Darío es el poeta de la América de habla hispana, de la América de Martí (1853-1895), de Julián de Casal (1863-1893),  Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) o José Asunción Silva (1865-1896), esos que pudiera creerse que “echaron andar el idioma”.

De las muchas obras que existen sobre Rubén Darío ninguna, a la fecha, ha presentado las características de “Una Modernidad confrontada” (Casasola editores, 2018) cuyo autor, narrador y músico, Roberto Carlos Pérez  Alvarado (Granada, Nicaragua, 1976) restituye desde sus inicios la gran deuda moral y académica que tenemos con aquellos que sirvieron de precursores al Movimiento que Darío lideró sin competencia alguna. El autor acrecienta su acerbo con esta obra  donde va estudiando, difundiendo, inmortalizando y reconociendo a Darío “quien creo nuestra identidad, no solo en sentido literario, sino como país”, como dijo Sergio Ramírez Mercado al recibir el Premio Cervantes 2017.

Una Modernidad confrontada no es sino la obra que devela lo que llamo filosofía del Modernismo literario. Es, a mi modo de ver, algo más allá de la simpleza biográfica, estilística o de un análisis literario como los que acostumbramos a leer sobre la obra de Rubén Darío. Es la obra que hurga en la parte más íntima del Modernismo literario porque comienza contextualizando la corriente literaria en el momento que se van dando los grandes cambios políticos, económicos, sociales y culturales de Europa que se extrapolan, primeramente, a Chile y Argentina, países donde conocerá la luz Azul… (Valparaíso, Chile, 1888) y Prosas Profanas (Buenos Aires, Argentina, 1896).

Pero, ¿Cuál es el significado de la “osadía” de los poetas de América? En principio, como dice el autor, se trata de que los poetas, “políticamente libres del dominio español… se sintieran capaces no sólo de articular ágilmente sus ideas, sino de experimentar con modelos franceses en el uso del lenguaje poético”. Por supuesto, este desafío a los cánones españoles y que se trató de emplear recursos estilísticos ajenos a la lengua española, no solo era una herejía, sino que se exponía  a cualquiera a que su obra pasara por desapercibida o considerada como inexistente. Darío no estuvo exento de ello, según  Pérez Alvarado, Ramiro de Maeztu criticó la obra  del panida como “basura” y “hollín”.

Por su parte, el Modernismo no comienza sino a entrar en competencia con el espaldarazo que le da el crítico español Juan Valera (1824-1905). Al afirmar (Valera) que lo que hacía Darío era  una “rara quinta esencia” que lideraba el nicaragüense, confirmaba que la lengua de Góngora, de Quevedo y de Sor Juana que adormecía en la Península, se redimía desde América. Lo que pudo haber creado un sentido de pertenencia en el mismo poeta que afirma “mi literatura es mía en mí”. Por eso, “la historia y la poesía le dieron la razón a Valera y en algún momento posterior a 1898 empezó el reconocimiento y la merecida gratitud”. De no haber sido por Darío, la lengua estuviese estancada porque la Vanguardia no hubiese sido capaz de redimirla a los niveles en que Darío y el Modernismo literario lograron hacerlo.

Sin embargo, dice el autor, resulta imposible entender el Modernismo sin conocer el lenguaje  del siglo XIX francés. Como sabemos, la corriente literaria es la síntesis del Romanticismo, del Simbolismo y Parnasianismo. El Modernismo no logra sino hacer una simbiosis y esto se considera una traición: experimentar en el español lo que el francés hacía,  y por eso los lagos ya no serán azules, sino azur. Pero en el otoño de Darío, el poeta no se olvida de la “sangre de Hispania fecunda”. Roberto Carlos va confirmar lo que siempre debe creerse sobre un autor: que no pueden ni deben ser exógenos a su entorno. Rubén “profundamente vinculado a Hispania, amenazada por el desastre colonial. Se aferra a su lengua, la primera lengua global de la historia, entonces hablada por cien millones de personas. «Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos; / formen todos un solo haz de energía ecuménica. /Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas». Los últimos años de Darío son  los de la poesía de la angustia individual y colectiva.

Y así, Darío no solo se muestra como el poeta del cisne de gran cuello blanco que lo interroga, de aquel que no sabe a dónde va  o él que anhela a la Reina de Saba ni que solo observa la risa de la divina Eulalia, “maligna y bella”. Es el poeta preocupado por todo, más allá de la preocupación metafísica de los Nocturnos, Lo Fatal o del Coloquio de los Centauros. Darío es hombre de mundo y como tal sabe de ausencias y abandonos, de injusticias como el poeta que muere bajo el frio en El Rey Burgués o de las amenazas de aquel que es “el futuro invasor” (Estados Unidos). Porque en la poesía de Rubén converge todo, se unifica todo y con esa autoridad moral escribe y exclama “en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua”.

Preguntarnos está de más sobre los particulares maestros –seguro que así los llamaba- que influenciaron la obra dariana. El mismo Rubén en las Palabras Liminares de Prosas Profanas va confesar quienes han estado ahí con él, desde siempre, desde los días del armario de León donde encontró los primeros libros que leyó hasta ese paraíso de tomos, autores y volúmenes de la Biblioteca Nacional cuando se trasladó a Managua. Dice: «Este, me dice, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; este es Lope de Vega, este Garcilaso, este Quintana». Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: ¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo!… (Y en mi interior: ¡Verlaine…!)”.

Con lo antes dicho, Roberto Carlos nos va presentar el segundo ensayo de la obra. La influencia de Calderón de la Barca (1600-1681), de los grandes maestros literarios del barroco del Siglo de Oro. Nos asombra el dato que para 1884, tan solo a sus diez y siete años de edad, Rubén publica su ensayo “Calderón de la Barca”. Pero tres años antes, en 1881, según el autor, el joven Darío exalta a Calderón con una décima:

La vuesa grande expresión

me faz decir sois agudo,

et que sois home sesudo vos, Don Pedro Calderón.

Ca agora, en esta cuestión

yo fablaré con empeño:

que non es la vida sueño,

et que os burlaís desde allí

de los que fablan que sí

en este mundo pequeño.

Según nuestro autor, esto demuestra la doble influencia del poeta en su poesía. De tal manera que va citar “el segundo momento, que desmiente la rúbrica de «afrancesado», justo después de Epístolas y poemas (1885), Azul… (1888) y Prosas profanas (1896), libros en los que campean los hallazgos parnasistas y simbolistas, se desvela a raíz de Cantos de vida y esperanza (1905), cuando el poeta retoma sus raíces hispanas”. Anteriormente hemos dicho de  cómo Darío evoca la grandeza de América y con ello anhela el ecumenismo con la España de “los mil cachorros sueltos”. Porque en la obra de Darío es difícil negar esa existencia, esa simbiosis de todo lo que conoce y lee. Esa mezcla que se evidencia en toda su obra, principalmente en algunos poemas como Divagación, donde el poeta expone los anhelos de amores europeos y orientales, es decir, universaliza el amor y su deseo es en esa dirección:

Ámame así, fatal cosmopolita,

universal, inmensa, única, sola

y todas; misteriosa y erudita:

ámame mar y nube, espuma y ola.

La influencia de Calderón de la Barca en Darío, Roberto Carlos la equipara al nivel de la influencia del Quijote o de Las mil y una noches. En el ensayo, dice Pérez Alvarado, “sobrepasa en mucho las exigencias del periodismo literario. En dicho ensayo, altamente estructurado, Darío resalta de Calderón sus originalísimas técnicas estéticas, caídas en el olvido durante la Ilustración española y medianamente recuperadas en el Romanticismo”. Nada que mejor que defender la Literatura haciendo Literatura. Darío lo sabe, sabe que la idea es “no imitar a nadie”  y no trata de copiar a sus maestros, trata de rescatar la herencia de sus maestros. Siguiendo esa corriente solo así será fácil entender los anhelos de Darío de querer una reina de Saba, de ver pasar los dromedarios o la caravana que va hacia Belén. En su madurez, Rubén va exclamar que se asesinan los hombres en el extremo Este. Es como un hechizo Oriental lo que toma de Calderón, que en Divagación va mencionar a la “civilización del Yamagata” y a la “negra, negra como la que canta en su Jerusalén al rey hermoso”.

La mujer toma una relevancia en la obra de nuestro Darío. Roberto Carlos va afirmar que las mujeres son herencia de Calderón y del teatro del Siglo de Oro. La mujer forma parte fundamental del Modernismo, principalmente en Prosas Profanas: Eulalia, Julia, Stella, la princesa de Sonatina que están relacionadas con el erotismo. Por ello va causar indignación el poemario, que más tarde confirmaría el liderazgo de Rubén de la nueva estética hispanoamericana. Nadie que lea Prosas Profanas va olvidar la risa de la divina Eulalia, la boca de fresa de la princesa de Sonatina, los ojos negros de Julia, evadir la ausencia de Stella o a la virgen náyade, “llena de miedo y de pasión”. En «Ite, missa est» -dice Roberto Carlos-  Darío asemeja la unión carnal con la Eucaristía. Todo lo que hay en la mujer, más la violenta pasión del hombre hacia ella, es comparado con una «amorosa misa».

En el ensayo sobre Sonatina, Pérez Alvarado va destacar que Darío asocia la Música con la Literatura como en el mundo clásico. No podemos negarnos a esta aseveración cuando es el poeta que dice “Venus desde el abismo me mira con triste mirar”, o al revelar los tesoros de la divina Eulalia: las flechas de Eros, / el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia” que demuestran el conocimiento del mundo grecolatino que se va ver reflejado en la palabra “musa”, propia del mundo helénico. Todo Sonatina es una auténtica pieza musical que pareció escribirse  en un pentagrama. Sonatina, así como los muchos poemas de Prosas Profanas muestran como Darío se impregno de Occidente. Roberto Carlos va preguntarse “¿Qué hay detrás de una princesa aburrida o, más bien, agobiada por la melancolía que le produce la ausencia de amor?”. Esa intemporalidad del poema que refiere nuestro autor la va responder el mismo Darío, según lo retoma Pérez Alvarado de Historia de mis libros: «‘Sonatina contiene el sueño cordial de toda adolescente, de toda mujer que aguarda el instante amoroso».

La estrofa siguiente nos lo va confirmar:

-«Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-;
en caballo, con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor».

Pero Sonatina no es el único poema donde se va encontrar la musicalidad que solo lo logra un conocedor de la música. Roberto Carlos nos va decir que Darío fue más que un poeta musical. El poema de la “princesa de la boca de fresa” no va ser el único que presente esta característica, pues, nuestro autor va mencionar a Canción de otoño en primavera y el rondó que se encuentra en él. Incluso desde el mismo título del poema que hace referencia a la sonata, Rubén va predisponer al lector que se encontrará con todo un juego de palabra que son poesía y música a la vez.

1905 fue un año difícil para el poeta. Según don Edelberto Torres, Darío estaba «llegando al fin de su principio y al principio de su fin… se torna irascible, descontentadizo, poseído del terror de la muerte, no pudiendo estar solo una hora en la noche ni cerrar los ojos si no es con la alcoba iluminada» (La dramática vida de Rubén Darío, 489). Con esa introducción, Pérez Alvarado nos va mostrar el tema de “Lo Fatal” uno de los poemas más profundos sobre el ser en la obra de Darío.

Ha llegado la hora suprema del poeta. Rubén sabe que el otoño cerca su fin y que Cantos de Vida y Esperanza desata las preocupaciones que en el entorno observa. Anteriormente decíamos que ningún escritor es ajeno a su realidad, por eso Rubén se pregunta por la política, por el destino de la humanidad, por la fragilidad de América y el vacío del ser que él mismo sufre. Según don Edelberto Torres, Darío estaba «llegando al fin de su principio y al principio de su fin… se torna irascible, descontentadizo, poseído del terror de la muerte, no pudiendo estar solo una hora en la noche ni cerrar los ojos si no es con la alcoba iluminada» (La dramática vida de Rubén Darío, 489), y por eso exclama  «el espanto seguro de estar mañana muerto,/y sufrir por la vida y por la sombra y por/lo que no conocemos y apenas sospechamos».

Por ello la literatura de Darío es vigente, por eso su legado no se extingue ni pasa por desapercibido porque siempre habrá quien se recree con la risa de Eulalia, piense en el mármol de Diana, los ojos negros de Julia, en alguna garza morena, sufra la muerte de alguna Stella o se imagina el triste mirar de Venus. Pero si se tiene certeza de algo: Si Don Quijote conocía los pormenores de las leyendas españolas, la literatura grecolatina desde Homero, Persio, Juvenal y Tibulo, la Biblia, la novela caballeresca y la materia artúrica, Rubén Darío conocía a juro la literatura de todas las épocas, y convirtió el español, el único asidero en el que tenía pleno dominio, en la nueva, bella y sin par Dulcinea del Toboso. Quien la insultara, debía rendir cuentas de su falta. Por eso, como Don Quijote, Rubén Darío no debe ni puede morir.

Darío lo unificó todo, fue esa “rara quinta esencia” la que lo consagró como líder y que se adueñó de los bienes culturales de Occidente y los hispanizó por completo. En las páginas darianas hay toda una sabiduría poética que se ve bien reflejada en Divagación, Darío maneja culturas tan dispares, jugando entre sí hasta crear un equilibrio sapiencial. Sin duda alguna fue gracias a esa pasión y maravilloso vicio que es la lectura, Darío fue un trovador del mundo donde  admiró lo bello, sufrió los embates de la vida y a través de sus obras nos mostró el camino: “no imitar a nadie”, la primera ley creadora que resulta imperativa para quienes postergan el oficio de hombres como Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare y Darío.

Don Rubén Darío es vigente hoy, lo será mañana y más allá. Nadie podrá arrebatarnos su herencia e ir contra su estética, de la que reitero, se defiende por cuenta propia. Porque el Modernismo de Darío es la gran herencia intelectual de América para el mundo, especialmente de Hispanoamérica, “que tiene poetas desde los tiempos de Netzahualcóyotl”. Darío y el Modernismo logra lo que ningún político hizo, ni algún otro personaje, solo el nicaragüense con su literatura confirmó que Hispanoamérica había alcanzado su verdadera independencia. No obstante, Rubén quiso a América como amo a España porque nos afirma que estamos en unidos en espíritu, en ansias y en la lengua, la lengua que heredó de Cervantes.

No nos queda más que agradecer esta encomiable labor de nuestro estimado amigo, Roberto Carlos Pérez Alvarado que al asumir esta empresa, aventura una vez a admirar al Darìo que cada día vamos descubriendo, al que un día Borges llamó “Libertador” porque “todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. («Mensaje en honor a Rubén Darío», 13).

Finalmente, imitemos el gesto de Urania que le canta el poeta:

Quiero ofrecerte mis sacros jardines,

corta en ellos lirios, dalias y jazmines

y nimbe tu frente mi luz sideral.


*Manuel Sandoval Cruz (Nicaragua, 1995). Estudiante de Derecho (UPOLI, Nicaragua). Ha publicado más de veinte artículos de opinión sobre la crisis política de Nicaragua en La Prensa, Confidencial, Revista Cultura Libre y Revista Abril (Nicaragua), El Pulso (Honduras), La Nación, La Nueva Prensa y Semanario Universidad (Costa Rica), Havana Times (Cuba) y República Económica (Argentina). Su artículo más publicado fue sobre el exilio forzado del Obispo nicaragüense, Silvio Báez. Ha sido expositor en el Foro Debate La juventud toma la palabra (UAM, Nicaragua) y en el Colegio de Profesionales en Psicología de Costa Rica. Su primera reseña fue sobre el libro de cuentos Alrededor de la media noche y otros relatos de vértigo en la historia (El Pulso, Honduras; Revista Temas Nicaragüenses). Su artículo La fuerza moral de la juventud nicaragüense contra Ortega-Murillo apareció en la vii edición de la revista Ágrafos. Es coautor del artículo La ruptura del orden constitucional en Nicaragua.

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