La justicia democratizada, o la ciudad que se perdió por el ruido.

EGO10 marzo, 2017

Por Fernando Destephen.

Indeterminemos por un momento las causas, los hechos y los sucesos, de un acontecimiento que cambió el rumbo de varias vidas, un instante de esos en los que se atraviesa una situación que podríamos adjetivar como un momento ballena, porque es enorme y de un peso casi, casi incalculable y que parece no tener orden lógico en la cronología de la historia común de un individuo cualquiera, no importando qué tipo de tiempo se use, como es comprensible el uso de la razón debería de ser una obligación desde siempre y para siempre desde la educación primaria, y no acabando nunca en ningún sistema político, de justicia, filosófico o sociológico.

Las pruebas están y no están, el juicio sigue, todo sigue; los canillitas siguen vendiendo periódicos, la defensa sigue diciendo que es inocente, la fiscalía que no, los testigos van y vienen, en la pulpería de la esquina mientras se fuma un cigarro de los rojos, un don de esos con barba blanca y panza abultada comenta:

“El cipote es inocente, si hay videos, los periódicos dicen que la mujer lo mandó a joder…”

Llega otro vecino, el que es conocido por llevar la contraria a todo, aún con argumentos ilógicos y anti psicológicos, y le dice que ese tipo es culpable aludiendo a un estudio de frenología que había escuchado de alguien que lo leyó mientras él compraba una libra de papas para freírlas y ser consumidas en una cena anterior. Esa era su tesis para defenderse de la plática del señor que se acababa el cigarro rojo. Claro, en estas cosas todos tienen una opinión basada en el canal de preferencia, sea, radio, televisión, periódicos o el omnipresente y omnipotente interné, internek, o internet, dependiendo del estado de ánimo y del idiolecto que se maneje, como es normal y ya es una costumbre muy aceptada por la sociología practicada a bajas y medias de manera rudimentaria, la investigación, o la masa deforme de información que se tenía era como buscar una aguja morada en un agujero de gusano con forma de espiral, y como esa famosa y tan aclaratoria frase de: «siempre hay dos versiones de una historia». En este hecho, no habían dos, habían miles, era una Quimera, con la fuerza de Hércules y las cabezas de la Hidra de Lerna, un Prometeo moderno, o un gusano con mutación de múltiples bocas. En síntesis, un monstruo del que nadie se responsabilizaba por su creación pero todos alimentaban a escondidas y con susurros.

Un día cualquiera, de estos que nos regala el destino, llegaría el otro juicio, el definitivo en el que se leería la condena pasados dos años de encierro sin una, de un tipo alargado, pelo alto, como un penacho que no pierde forma, con barba y sin barba, a veces llorando, otras con una risa a medias, siempre en el más absoluto y sepulcral silencio, con voz como de grillo tierno en verano maduro, y su cara en las portadas y notas subsiguientes de los diarios, alegando ellos inocencia, y él, pues él, no se sabía.

Por otro lado, hay una viuda y dos niños sin padre, que aseguran que el tipo antes mencionado sí participó en un crimen, del que se saben los hechos periciales, horas, santos y señas que son bastantes privados, porque solo los que pudieron estar en ese lugar podrían hablar con total propiedad y soltura del cómo de lo acontecido, testimonios azules, verdes, negros, amarillos, pros y contras, si y no, de un lado y de otro. La opinión pública actuando —incapacitadamente— como juez y parte dirimiendo e izando banderas de tantos colores como la paleta Pantone, y al fondo de esto, un señor, de mediana edad, digamos 50 años, panza no muy grande, sin barba y sin cigarro, con una pipa en curva y una abertura bastante grande, el tabaco quemándose lentamente, y el humo haciendo cabriolas suaves y en cámara súper lenta, complementando armónicamente el escenario para que don Jaime, filosofará sobre el caso del muchacho K, la viuda M, y el asesinado E, haciendo una de esas arqueologías digitales, leyendo cuanto documento encontrara, de esos que pueden ser de dominio popular pero no del intelecto colectivo.

Don Jaime, un adulto jubilado, disfrutaba su vida desenmascarando posibles grupos insurgentes en redes sociales, señalando las actitudes que él consideraba incorrectas, un investigador neo moderno, víctima de los millennials, vivía en la parte sur de una ciudad que se dividía en dos partes, los que creían en los medios, y vivían según lo que se decía, el lado norte y los que no tenían TV, no leían periódicos ni tenían radio, digamos el lado sur, un poco desinformados pero felices.

Como todo un adulto mayor, y siendo la excepción a una regla urbanística de ser autóctono del lado tranquilo de la ciudad, podría decirse de un disidente y sobreviviente de la gran guerra de sentido común que dividió una ciudad en dos, gozando de los pocos privilegios de ser jubilado, había desarrollado la facultad de leer, leer y releer, luego con un sistema de diagramas de flujos desarrollaba un mapa conceptual que concluía muchas veces con tres posibles hipótesis de un acontecimiento que le había llamado la atención, se sentaba y observaba correr el diagrama, o árbol de Porfirio que había creado a raíz de las noticias de K. El caso le atraía mucho la atención pero notaba algo extraño que su perspicacia, inteligencia y/o intelecto detectivesco todavía no terminaba de cuajarle bien en la, o las ecuaciones perentorias que podía hacer, ese algo que no le llegaba para conectar el filamento de wolframio que ocupaba para encender el foco con la idea que podría dar solución a todo el caso. Había algo extraño, muy extraño como la efervescencia dudosa en un trago que no es espumante, muchas historias, contradicciones, todos estos apéndices apuntados en una libreta en tinta roja y subrayada le habían causado a don Jaime una neurastenia crónica, ese síndrome de bloqueo que se les contagia a los escritores, tan metido a su trabajo estaba que no se fijó en la hora, ya casi dictaban la sentencia del joven K y él no tenía ni siquiera una hipótesis para condenar de una sola vez, o dejar en libertad -cosa que no podía porque sus talentos para trabajar en el campo de la investigación no estaban certificados por ninguna agencia de seguridad, de infiltración, o de espionaje, y al final su trabajo quedaba guardado en miles de tomos en un enorme archivo que le ocupaba tres cuartas partes de su pequeña casa y la totalidad de lo que podríamos llamar un sótano- según su criterio. Como es algo muy normal, las horas no se detuvieron, no hay forma de hacerlo -aún- al borde de una ataque cataclísmico que le volaría la cabeza por la cantidad del big data que le empachaba los sesos, la desesperación, el sudor, esa ansiedad de morder y quebrarse los dientes apretándolos tan fuerte que se comprimen unos con otros y dejan rastros de esmalte los de arriba con los de abajo, o los incisivos, colmillos, premolares y molares con sus homólogos del otro extremo, eso en una irrupción de frustración, hasta que el encargado del edificio llego y le actualizó:

—Don Jaime, dicen que el cipote es culpable, los del otro lado están ardidos, quieren incendiar la ciudad.

—Pero ellos están adentro —dijo don Jaime, algo preocupado.

—No les importa, quieren justicia aunque el mundo perezca —contestó el encargado de la administración del lugar.

El viejo semi investigador solo arrugó el ceño, se llevó ambas manos a la cara, suspiró hondo como aspirando las soluciones y al mismo tiempo renegando por no haber podido dar una explicación a todo, y dijo: «Que cagadal».

Al amanecer, aún humeaban muy despacio las cenizas de lo que fue la otra parte de una ciudad que una vez existió pero se perdió en el intento de democratizar la justicia.

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