FE DE ERRATAS: LA LECCIÓN DEL JUANA LAÍNEZ

EGO26 marzo, 2018

Por MIGUEL A. CÁLIX MARTÍNEZ

FE DE ERRATA: “¿Laínez o Laines?”. La consulta del corrector de pruebas fue perentoria y llegó rauda: “Tenemos dudas con el Laines…será visto como error… es Laínez”. Desde pequeño había escuchado cómo mi padre llamaba “Cerro Juana Laínez” a la montaña frente a casa y crecí convencido de que no se le podía nombrar de otra manera. Aun así, sabelotodos insistían en los medios que la toponimia acertada era “Juan A. Laínez”, mientras yo me guarecía con el argumentado enfado de mi progenitor y la opinión autorizada del gran Julio Rodríguez Ayestas, uno de mis abuelos y recordado editor de los Anales del Archivo Nacional. Por fortuna, hace un par de años la Fundación Ecológica de Tegucigalpa (FET) promovió una investigación historiográfica que dio al traste con ese cansino error de darle un nombre distinto a nuestra colina capitalina y dejó finalmente dilucidado -para nuestra paz y las referencias en Google Maps- uno de los dilemas bizantinos que más tinta regó en las páginas del periodismo del país. El nombre correcto del cerro es Juana Laínez (con Z al final) y corresponde a una mujer “vecina de la ciudad de Tegucigalpa, esposa del Sr. Sebastián Rodríguez, minero y acarreador de metales”, como bien refiere en su página web la FET. Ahí mismo dice “…uno de los documentos que demuestran este hecho es la presentación del reclamo por deuda de Joseph Araujo realizado en 1677. Por tradición, el cerro adquirió el nombre de su propietaria, donde mantenía un laborío de ganado y siembras y hay documentación que lo respalda”. Un historiador (Inés Navarro) dejó constancia de ello en un escrito suyo sobre Comayagüela y la FET cree que no hay que buscarle más pies al gato con el asunto.

El Juana Laínez es pródigo en lecciones. Durante varias administraciones se le ha querido cambiar nombre al cerro y al monumento en su cumbre. En 1957, con revanchismo, la Asamblea Nacional Constituyente de entonces se propuso levantar un “Monumento a la Revolución” sobre el que se hizo para conmemorar la paz ganada con sacrificios aliados en la segunda guerra mundial. En 1994 se intentó de nuevo llamarle “Monumento a la Nacionalidad”, reiterando un despropósito: cambiarle el nombre a lo que ya tiene uno. Hay temas que deben dejarse en paz y la denominación del monumento lo es: buena falta nos hace lograr una cultura de paz y hay ya un recordatorio de ello en la cima del cerro. Repetir errores solo demuestra que no hemos aprendido de las lecciones que estos nos dejaron.

Así ocurre con las fes de erratas que de un tiempo acá se han convertido en regla y no excepción de nuestros legisladores: fe de erratas es una “lista de las erratas observadas en un libro, inserta en él al final o al comienzo, con la enmienda que de cada una debe hacerse” mientras una errata es una equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito. Creer verdadero el nombre de un cerro o cambiar su monumento, no obvia el yerro en su denominación. Llamarle fe de erratas a lo que no lo es, tampoco.

Errare humanum est. Con esta expresión latina se ha justificado a saciar la falibilidad de nuestras acciones. A diferencia de los papas y los perfeccionistas, la mayoría sabemos que errar es inherente al hacer: fue así como empezamos a hablar, a caminar y, en general, como aprendimos prácticamente todo lo que hoy realizamos, con mayor o menor destreza.

Errando y rectificando, aprendimos a escribir y, aprendiendo de nuestros errores al enfrentar los problemas aritméticos o algebraicos, poco a poco dominamos los misterios de los guarismos que apasionaron a los antiguos griegos y árabes.

No son pocas las frases que hoy nos recuerdan el valor positivo del error, especialmente cuando de su iteración y corrección se aprovechan las lecciones de los “fracasos”. “Si caes siete veces, levántate ocho”, reza el proverbio japonés, siendo esta una poderosa admonición para quienes se sienten frustrados por un bache en el camino. Depende pues de la mirada propia y de otros la valía que le otorguemos a los yerros.

Hoy sabemos que la primera edición de “Don Quixote”, la magna obra de Cervantes, estaba llena de infinidad de chapuzas. Una mezcla de precipitación y nerviosismo de su desconocido autor, ante la posibilidad que las 664 páginas no encontraran otro editor luego de haber logrado privilegio de impresión, hizo que sus primeros mil ejemplares salieran a la calle en papel de mala calidad y plagado de erratas.

Se sabe hoy que el texto original pasó por las manos de dos correctores de textos, que no hicieron un trabajo prolijo, como denota su gran cantidad de errores (Ver www.abc.es/cultura: “El Quijote oculto, ese libro ‘chapucero’ lleno de erratas que se escribió en una cárcel”).

Ninguno de esos fallos de impresión impidió que el libro se convirtiera en lo que hoy es y conocemos, pues existió la oportunidad de enmendarlos luego.

Las erratas nacieron casi a la par de la imprenta, apenas cuarenta años después (1478). Sobre ellas se ha dicho que son verdaderos “duendes”, opinando de sus efectos desde Neruda a Jardiel Poncela, pasando por Saramago y el mismísimo Mark Twain, a quien se atribuye haber dicho que “Hay que tener cuidado con los libros de salud: podemos morir por culpa de una errata”.

Se les han dedicado sonetos y ensayos, destacándose siempre la negligencia implícita en su mera existencia.

Siendo las leyes producto humano es normal que puedan tener errores en su redacción; para ello deben funcionar las comisiones de estilo y, en última instancia, agudos correctores de prueba que resuelvan gazapos. Dependiendo de la fase del proceso de formación, sanción y promulgación de la ley, habrá soluciones para resolver lo que sea requerido: enmiendas, derogaciones, rectificaciones, nuevas aprobaciones y publicaciones.

Lo que no es aceptable es que la figura de la errata se utilice para modificar un texto legal y darle un contenido diferente a lo discutido y aprobado.

Estas no son sino “erratas apócrifas” y constituyen verdaderas felonías. Bien dice nuestro pueblo “no es lo mismo Chana que Juana”…y de eso sabe bien el “Juana Laínez”.


Esta nota fue publicada primero en El Heraldo, se replica en El Pulso con permiso del autor.

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