Crónicas de la ciudad: los anónimos que mueren [II]

EGO30 marzo, 2017

Por Albany Flores


Nahomi y Marcela tienen 11 y 9 años respectivamente. Los días de semana vuelven a casa entre las doce y la una de la tarde, luego que suena la campana de salida y el viejo “guachimán” abre el portón. Todas asisten a la Escuela Honduras del barrio La Pagoda en el centro de Tegucigalpa; los varones, en cambio, asisten a la Escuela Manuel Soto del barrio Morazán, dos cuadras al sur del Estadio Nacional Tiburcio Carías Andino.

El callejón donde viven, una vieja bocacalle sin salida ubicada en uno de los pasajes más peligrosos del barrio Morazán que culmina de pronto en la orilla de la quebrada La Orejona, tiene más de 70 años de existir—según la propia versión de don Miguel Hidalgo, ex-Comandante de la Guerra contra El Salvador y habitante del barrio hace más de 65 años—, desde que en la década de los 30´s la familia Molina lotificaran sus propiedades para venta de solares. Allí, en esa lotificación vecina al Río Chiquito y la Penitenciaría Nacional Marco Aurelio Soto, se establecería el barrio Morazán, por entonces una aldea de casas aledañas habitadas por familias rurales llegadas de distintos puntos del Departamento de Francisco Morazán y municipios sureños.

Ahora son las tres de la tarde. Llegué hace al menos una hora, mientras espero que René, el sastre de la comunidad, termine de reparar unas prendas. Observo el divertido juego de los niños. Son, en verdad, muchos. Diría que entre quince y veinte con edades que oscilan entre los dos y trece años, por lo menos eso creo. René no para de fumar. Pero por un momento deja de apretar el pedal de la máquina de coser y la aguja deja de piquetear tan velozmente. Fuma un cigarro de contrabando marca Modern y oprime continuamente un botón del control remoto que parece no funcionar. En seguida se estresa.

Se le ve cabizbajo. Tiene en la mirada algo de cansancio o tristeza, no logro descifrar de qué se trata. Es un hombre extremadamente franco de uno 60 años, una especie de padre postizo de toda un generación de chicos que le guardan respeto.

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Foto de El Heraldo.

—Control hijuelagranputa —me dice, golpeando el pequeño aparato contra la palma de su mano izquierda, mientras lo dirige sin éxito a la televisión. —Pero ni modo —continúa como para sí mismo—, esta mierda me costó como cuarenta pesos en Las Américas. Vieras qué basura —sigue, en un tono confiado e impotente—, ayer en la tarde mataron a Lima y Cofla.

Reaccioné de inmediato y quise saber cómo, no sólo por ellos, sino por todas las personas que han asesinado en esa misma calle, allí en el pasaje Las Moras (Jaicho le dicen otros) del barrio Morazán.

Suspiró rápidamente, se sentó de nuevo y encendió un nuevo cigarrillo. Además de exmilitar y sastre, es un gran cuenta historias:

—Los mataron como a perros. Iban  a ser casi las síes de la tarde, los cipotes acababan de entrar de jugar pelota allí en la calle. Yo como paso chiva porque sé dónde vivo, le dije a las cipotas que mejor se metieran, que no quería que estuvieran más ahí afuera. Como a los quince minutos salí a la puerta de la cuartería a fumarme un cigarro. No había terminado cuando vi que entró un carro de un solo y que todos los que estaban sentados a la orilla de la casa del “ticher” salieron a toda verga pa´bajo. Era una Montero Negra, llena de manes, que dio la vuelta de un solo como para quedar lista apara la salida. No pude ver más porque no me iba a quedar allí a investigar qué pasaba. Me metí de un solo y le dije a la gente que no saliera. Después me dijeron que cuando el carro se paró al primero que agarraron fue al Confla, que se venía levantando de dormir y no se había dado cuenta del cuadro. Cuando menos se dio cuenta ya tenía dos manes encima, encapuchados y armados hasta los dientes.

«Le descargaron una un nueve y una Mini Usi y lo dejaron embrocado. Como todo fue tan rápido, a la gente no le había caído el veinte de lo que estaba pasando, pero cuando escucharon la descarga corrieron a encerrarse, porque ya saben que cuando se oyen vergazos es que hay muerto. Pobre cipote, de todos los que han matado aquí es de los que más pesar me da, porque ese sí que tuvo una vida de perro, mirá. La mamá se llamaba Jeny, y la era la que vendía la mota y la piedra hace como trece años, porque vos sabés que entonces la coca no era tan famosa y la gente ni la conocía.

No me vas a creer, pero como la vida da más vueltas que un trompo, como a unos 10 metros de donde mataron a Cofla mataron a Jeny hace más de diez años. La maje se metió a vender “onda” con los mareros, y por andar prestándole billete a un marido que tenía, les quedó debiendo unas varas a esos manes, y vos sabés que esos manes no perdonan. Un día venía de traer unas tortillas de donde la mamá de Sasá. Eran como las tres, y de repente escuché los vergazos y me regresé a la tortillería. Después sólo vimos la sangre y el cuerpo que quedó boca arriba con los ojos abiertos. El cipote (Cofla) estaba a allí con ella pero no le hicieron nada, venían expresamente a matarla a ella.

Mirá, ese cipote no era malo, fue la vida que tuvo. Como dos años después le mataron al papá, al Kibu, dicen que también por la misma onda. Pero a ese compa no le anduvieron con muchos mates, un día llegaron unos manes en carro y lo mataron como de treinta balazos.  Como a los trece años el Cofla se metió a robar, asaltando la gente. Así lo agarraron la primera vez con un televisor que se había robado en un mercadito de la Kennedy. Lo mandaron a la correccional pero salió a los meses. Después, como a los dos meses de haber salido, empezó a juntarse con uno piedreros (adictos a crack) de Los Jucos y Las Maraitas, y empezó a andar de asaltante en los buses.

Anduvo como tres años asaltando, hasta que la jura lo agarró por asaltar un restaurante chino con otros dos cipotes. Tenía como quince años y ya tenía un rosario de robos. Cuando lo agarraron, la jura le decomisó una pistola con reporte de robo, y casi lo acusan de varios cagadales. Como no lo podían mandar a Támara, lo mandaron al Carmen. Pero fue peor, el muy maje se escapó, y entonces, cuando lo volvieron a agarrar, lo metieron tres años.

Había salido hace unos días, pero como se salió como de quinto grado no sabía hacer nada. Un día antes del vergueo le dije que le iba a enseñar a costurar para que se hiciera la vida, pero lo cipotes de ahora ya no quieren aprender la sastrería porque les da pena. Ya nadie quiere aprender este oficio. Pero la verdad es que la onda va de mal en peor, porque desde que aparecieron los puestos de ropa usada casi nadie va a las sastrerías. Pero mirá, así acabó el pobre cipote, con apenas 19 años.

A Lima lo mataron de la nada, porque el maje ni siquiera estaba aquí, pero cuando escuchó los tiros corrió a ver qué pasaba, como que fuera Supermán. Ahí nomás apareció otro carro por detrás y se parqueó de lado, cuando quiso reaccionar ya era tarde. No le dieron chance de nada, y en menos de un minuto ya le habían pegado como tres tiros en la cabeza. Cayó casi enfrente de la puerta de la cuartería con la botella de caguama en la mano.

No es que no me da pesar Lima, pero es que ya le había dicho demasiado y no hacía caso. Mirá, allá tenía una mujer con dos hijos en La Lima, pero como dicen que mató a tres majes allá no podía volver porque lo mataban. Eso no me consta, a mí no me creás, pero hasta él me lo dijo una vez. ¿Por qué?, por clavos de la vida decía él. Aquí sólo había venido a vender esa mierda y a meterse piedra, estaba que los pantalones se le caían y se le miraban hasta los huesos de la cara de tanto fumar esa mierda. Pero de todos modos sí me dan pesar, no sólo ellos, sino todos los cipotes que he visto morir aquí.

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Foto de El Heraldo

Mirá, yo no defiendo a estos majes, pero como he visto las condiciones en las que han vivido no me queda más que comprenderlos. Yo soy un hombre viejo y desengañado que ha vivido demasiado. Primero en el ejército, después como conserje en la Universidad, hasta que me dio esa mierda y casi me muero. Soy sastre desde niño porque me enseñó mi papá, pero nunca quise ejercerlo porque también me daba pena, hasta que me vi en la necesidad de hacerlo, y hasta hoy, tango más de 25 años de vivir de esto.

Pero ese es el problema, no es que la gente sea mala y la juventud está perdida como dicen, es la necesidad de comer y de vivir, porque yo te aseguro que la gente que no sabe cómo son las cosas en estos lugares lo primero que dice es que eso les pasa por pícaros, por mediocres que no le buscan a la vida, pero cuando has nacido crecido en un mundo donde sólo hay drogas, delitos y pistolas, y donde todos a tu alrededor hacen los mismo, para vos no hay muchas oportunidades, porque aunque no querás, desde chiquito te enseñan a ser delincuente. La gente no ve nada de eso, sólo ve las noticias de gente muerta y cambian el canal. Pero a pesar de lo que hayan sido, hay gente que sufre».

Salgo de la pequeña habitación que hace las veces de taller de René. Casi ha llegado la noche. Afuera Nahomi, Marcela y los demás juegan con tal alegría que da la impresión que esta es una calle pobre con niños felices. Pienso en todos sus muertos y me pregunto qué será de cada uno de esos pequeños que juegan con la ingenuidad propia de los niños, y me pregunto quién de ellos será el próximo criminal, el próximo muerto.

Por ahora guardo la débil esperanza que no sea así, que sea diferente para ellos, pero el panorama que avizoro me dice lo contrario. En un país con más de 53,000 muertos en la última década, una enormísima parte han sido y siguen siendo jóvenes con terribles condiciones de vida, sin mayor educación y con gran exclusión social.

Honduras es el país de los jóvenes que matan y los jóvenes muertos. Es un país joven que muere y mata.

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