Compartiendo la luz de la memoria: Por el derecho a la palabra en Honduras

EGO25 noviembre, 2017

Por Josefina Dobinger

La última vez que visité a Da-Noya (da significa mamá-abuela en garífuna) en Sangrelaya, Iriona, tenía ella casi 100 años. Me contó  que había comenzado a perder la vista cuando un médico de la ciudad le puso unas gotas en los ojos que le provocaron mucho dolor. Ella murió a la edad de 105 años, y recordarla me regala la posibilidad de volver a sentir sus brazos calurosos y protectores.

Recordar nos permite ejercer la capacidad de ver y nombrar las maneras en que nos estamos viendo como sociedad. Y si se trata de una mirada desde las múltiples realidades de las mujeres, representa ponernos de pie, desde la premisa de que al saber sobre las mujeres tenemos información de la sociedad en su conjunto. Así lo entendió la escritora Leticia de Oyuela, cariñosamente conocida como doña Lety, cuando en el año 2001, en su obra Las sin remedio. Mujeres del siglo XX, escribió sobre el dolor de las mujeres e invitó al pueblo hondureño a volver al corazón, recipiente de fortaleza, como antídoto ante una situación “antisentimental y descorazonada”, en palabras del historiador Marcos Carías.

La intención de este escrito es compartir algunas reflexiones sobre la violencia que se expresa con extrema crueldad sobre los cuerpos de las mujeres, en particular la violencia sociopolítica, entendida como la negación de las necesidades básicas relacionadas con la supervivencia, bienestar, salud y seguridad. En Honduras, como en otros países, la violencia se instala a través de la práctica de relaciones cotidianas que desgarran el tejido social. Se trata de una forma de violencia sistémica y represiva dirigida a borrar las huellas de la prueba inevitable de la vida, nuestros cuerpos-territorios de sentido, resistencia y transformación de la realidad.

Es desde el cuerpo-territorio que tejemos las experiencias transitadas, las vivencias que de manera dinámica configuran nuestra identidad; por tanto, el territorio, además de ser tierra, es un espacio de espiritualidad inmanente, es aire, agua, son los recursos biológicos y humanos, son los minerales en equilibrio y ese equilibrio es sagrado, de acuerdo con Francesca Gargallo.

En el contexto de las próximas elecciones presidenciales en Honduras, violatorias de la constitución nacional por cuanto avalan una reelección ilegal, se vuelve urgente, como advierte Todorov, recordar aquellos acontecimientos vividos por el individuo o por el grupo que son de naturaleza excepcional o trágica. Tal derecho se convierte en un deber: el de acordarse, el de testimoniar. Dicho brevemente, la memoria es el nutriente de nuestra existencia individual y colectiva.

En el país se registran a diario acontecimientos violentos, agresiones directas dirigidas a mujeres, niñas y adolescentes, que abarcan desde ataques físicos, morales y psicológicos, hasta llegar a embestidas de una brutalidad innombrable que culmina en asesinatos –femicidios–. Honduras supera actualmente a todos los países latinoamericanos en número total de crímenes contra mujeres. Más de 25 mujeres, adolescentes y niñas son asesinadas por día, sin contar las desaparecidas y las enterradas en fosas colectivas, que se registran sin nombre (NN), ni las que mueren por violencia sociopolítica, como las que desaparecen por hambre. Ellas no figuran en las estadísticas, como si no existieran. Las personas no desaparecen: se les secuestra, se les tortura y se les asesina, en el marco de una carencia de justicia que conocemos como impunidad.

Sandra Rodríguez, en su artículo Cerco policial no fue obstáculo en la exigencia de justicia por femicidios [Defensores en línea.com, 8 de noviembre 2017], señala que el Congreso Nacional aprobó la eliminación del delito de violencia intrafamiliar, dejándolo como “maltrato familiar” ocasional o habitual. La pregunta que surge ante esta decisión es: ¿qué nos quiere decir el Congreso Nacional, el Estado hondureño, cuando se banaliza el delito de violencia intrafamiliar? Recordemos que la familia, como institución social, es el espacio desde el cual la ideología patriarcal —racista y sexista— oprime a la humanidad y a la naturaleza. Se condena al cuerpo-territorio de las mujeres, que es sagrado, a continuar construyendo, transmitiendo y reproduciendo un sistema de muerte, como históricamente ha acontecido en nuestra Honduras.

Resulta sospechoso que el Estado responda ante los asesinatos de mujeres que “todas” estas muertes se vinculan exclusivamente a crímenes pasionales. Motivos similares se han esgrimido ante el asesinato de mujeres como Berta Cáceres, Margarita Murillo, Clementina Suarez y Riccy Mabel Martínez, entre muchas otras. Independientemente de quién sea el autor o autores materiales de estos crímenes, llevan un trasfondo en el que las valoraciones morales por lo general no se expresan de manera directa. Nuestra sociedad penaliza desde la base de prejuicios sociales, transmitidos de generación en generación, definitorios de lo que es bueno o malo. Así, existe desprecio y rechazo hacia todo aquello que se defina como femenino o relacionado con la mujer, principalmente lo que se refiere al cuerpo-territorio, es decir, a su sexualidad y derechos reproductivos, como también el derecho a la palabra, a la expresión creativa.

Javier Auyero, en su conferencia Violencia, Estado y marginalidad en América Latina (2015), reflexiona sobre las interrelaciones entre violencia, Estado y marginalidad y nos dice que el cinismo legal es resultado de la colusión o corrupción de agentes estatales. Así, la desatención de esta realidad no visible, como la interrelación entre Estado-familia, cuerpo-territorio de las mujeres y naturaleza, oculta la responsabilidad del Estado y niega una obligación institucional y personal por parte de sus funcionarios. Igualmente, al negar los hechos que trastocan la vida cotidiana de la población, el Estado muestra indiferencia y de esa manera incurre en complicidad.

El movimiento de mujeres Todas, al que Sandra Rodríguez se refiere en su artículo, durante la movilización desarrollada el 8 de noviembre, ejerció su derecho a la palabra por encima de la nueva ley que castiga la protesta pública. Esta acción recuerda el desafío a la prohibición de huelga implantada por el régimen dictatorial de Tiburcio Carías Andino, llevado a cabo por la organización de mujeres Sociedad Cultura Femenina en 1944, en la ciudad de Tegucigalpa. La profesora y escritora Visitación Padilla escribió en esa oportunidad: “La mujer hondureña es silenciosa…. pero sabe de cárceles y bofetadas de esbirros porque tampoco es insensible a los desmanes del poder…”.

Desde una lectura psicosocial, la violencia sociopolítica refiere a vivencias y experiencias dolorosas al interior de un entorno de violencia, de acuerdo con Martín Baró. La violencia puede activarse a través de la palabra, así como ante su ausencia. Silenciar la capacidad de muerte en los actuales proyectos históricos del Estado, expansionista económico, neoliberal y extractivista, nos hace cómplices del horror y el exterminio al que se condena a comunidades y pueblos garífunas, indígenas y campesinos.

La recién historiografía de Honduras ha sido construida desde la base de un discurso histórico racista y discriminatorio, sexista, misógino y clasista, que naturaliza las violencias y anula la voz de sectores sociales históricamente marginados, colaborando a su vez con la profunda crisis de sentido respecto a la impunidad histórica inserta en las entrañas de nuestro país.

Según Yolanda Prieto, la memoria es el nutriente de nuestra existencia individual y colectiva, como la revisión histórica ha ido dejando poco a poco muy claro. Sin la memoria, advierte, no hay posibilidad de comprender, de saldar las cuentas del dolor, reorientar los destinos de los pueblos, sobre todo cuando se hace referencia a las mujeres.

En este mes de noviembre, que contempla la efemérides dedicada a los difuntos, cabe recordar las palabras de Bernardita Bolumbura, en cuanto a que el luto es muy “femenino”: desde las culturas antiguas, cuando los hombres mueren en las guerras, las que quedan son las mujeres. Ellas son las sobrevivientes que deben seguir viviendo con la tristeza de la pérdida, llorando su duelo como madres, hijas, hermanas. Son ellas las encargadas de llevar a cabo los rituales fúnebres para encomendar a sus muertos a un mejor paso. Esta reflexión, entonces, es una manera de trabajar un duelo personal, que es a su vez un duelo social. Sentimos un dolor profundo, pero al mismo tiempo, a través del arte y la creatividad, creemos que el mundo, a pesar del horror también es belleza, pero sobre todo, esperanza.

Bogotá, noviembre de 2017.

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