ALREDEDOR DE LA MEDIA NOCHE Y OTROS RELATOS DE VÉRTIGO EN LA HISTORIA

EGO8 diciembre, 2018

Por Manuel Sandoval Cruz.

La labor del narrador es complicada en un mundo donde pareciera que todo está contado. Los historiadores creen y asumen la Historia como una secuencia de hechos, fechas y personajes. A la larga esa línea de tiempo que se traza nos permite reflexionar sobre nuestro pretérito, entender el presente y proyectarnos al futuro. Algún cuántico podría decir que el tiempo no existe, pero esa idea pierde lógica en este libro de cuentos Alrededor de la media noche y otros relatos de vértigo en la historia (2016).

Roberto Carlos Pérez Alvarado (Granada, Nicaragua, 1976) se hace historiador y cuentista a la vez en esta obra que nos muestra el alma rasgada de sus personajes y de su mismo autor. La historia y la literatura se hacen una sola. En sus páginas está la fusión que solo puede ser lograda por un humanista que se construye permanentemente. La lectura y la investigación de su autor demuestran que estamos frente a un humanista nicaragüense como muy pocos en la actualidad.

El cuento en Nicaragua tiene grandes exponente: Lizandro Chávez Alfaro (1929-2006), Fernando Silva (1927-2016), Sergio Ramírez Mercado (1942) y hoy Roberto Carlos Pérez se suma. Para José Emilio Pacheco (1939-2014), en su nota sobre la obra, dice: “Creo que es el mejor libro de cuentos que he leído en mucho tiempo y el mejor libro de cuentos nicaragüense que he visto desde Los monos de San Telmo”. Pacheco tiene razón. Esta obra prima en el cuento nicaragüense.

El libro está compuesto por ocho cuentos. Todos los cuentos son tristes. En ninguno cabe la alegría. Entre tantos habrá uno que otro que solo son el desgarro y que nos hacen interrogarnos a la eterna pregunta ontológica: ¿por qué nuestra existencia? Otros, que nos narran la crueldad de la conquista, la tiranía de los caudillos, la añoranza del terruño y la evocación hacia el pasado triste y melancólico de nuestra historia.

Por eso se insiste en reconocer la labor historiográfica del autor en sus cuentos. En «El Aperreamiento», Roberto Carlos tuvo que hurgar en las páginas de la historia para darse cuenta del maltrato de la población indígena por parte del conquistador español.

En la plaza los hombres reían con estruendo. Todos se reunieron para presenciar el combate, echar suertes y ver a los perros devorar su presa. La turba aplaudía mientras la víctima recordaba. Por cada mordisco, una imagen; por cada aplauso, un recuerdo.

(El aperreamiento, Roberto Carlos, pág. 21-22).

Y así el ciclo de diversión a las masas vuelve a repetirse. El  español traía en sus genes la Roma Imperial que lanzaba a las bestias en el Circo a cristianos o simples esclavos. Fauces feroces que rasgaban las pieles de quienes solo eran símbolo de una resistencia. Por otro lado, habría quienes miraban la tortura y la muerte que exterminaban uno a uno a los de sangre indígena, mientras “los dioses no respondían a la súplica”; una súplica de libertad, de auxilio. En medio del dolor y con la muerte encima, Diriá levanta los brazos frente al poder que lo extermina a través de las fauces que le roban el aliento.

Pero en la obra no dejan de abundar los personajes históricos. Parece que la intención de su autor es contarnos la historia desde otra óptica: la de la literatura, la que renueva y transforma todo. Francisco el guerrillero a quien se describe como “terco y persistente” no tiene otra opción que quedarse en Nicaragua hasta que su padre logre sacarlo. Curiosamente en la misma prisión está el padre de Abigail con la que Francisco, antes de huir en el buque alemán hacia Colombia, sostuvo un amorío que dejó el retoño:

Abigail, postrada en el olvido y maldiciendo por el resto de sus vidas el amor pero nunca la causa liberal, dio a la luz a una niña, hermosa y robusta, de cuyo vientre nació la madre de quien más tarde, para bien o para mal, sería conocido como el general de hombres libres, Augusto César Sandino.

(Francisco el guerrillero, pág. 39).

El mejor cuento de todos es Ruinas –nombre de un vals que compuso José de la Cruz  Mena-, que en forma de epístola escribe (José de la Cruz) para contar sus sueños, sus logros y frustraciones por la lepra. De él diría Edgardo Buitrago: “Y nadie veía al enfermo horriblemente desfigurado por la lepra, sino al artista, al maestro del pentagrama, vencedor del concurso, al gran valsista cuya música solo podía compararse con la de los Strauss”.

Por eso logra golpear hasta lo más íntimo del ser cuando leemos:

Es entonces cuando una ráfaga de placidez me sobrecoge por breves instantes, pues la soledad se vuelve a cristalizar tan pronto palpo las llagas que monstruosamente me han invadido.

(Ruinas, pág. 46).

El dolor del compositor leonés se logra ver. Una profunda depresión lo sucumbe al punto comprender “que solo soy polvo y ceniza”. Es aquí donde encuentro el desgarro emocional de sus personajes que me hace trasladarme a aquella choza, a la larga con el miedo del contagio. Solo puedo llorar cuando José de la Cruz me dice: “El dolor que me embarga es insoportable. Quisiera atribuir esta frase a la instintiva flaqueza humana de exagerar pero las llagas no me permiten verlas, van más allá del estigma y sobrepasan lo que comúnmente se dicen de ellas”. (Ruinas, pág. 47).

Es la agonía la que ronda al hombre a cuyos discípulos les corrige sus composiciones en el lecho donde la llaga fétida deteriora su vida. Solo hace recordar su iniciante trayectoria musical, prometedora hasta que llegaron “las primeras señales”. “Mis llagas rezuman un fétido aroma” que por eso compone Ruinas, “vals que hablará por mí, y que hablará de mi carne putrefacta cortejada por los tábanos”. José de la Cruz siente un contacto directo con Jesús, el hombre de Nazareth que curó a tantos leprosos, a quien llama: “Jesús, mi hermano mayor, me dice que este vals es el vals de mi vida y de mi muerte, y que en él descansan mis ilusiones frustradas”.

Si la muerte y el panorama de la desolación también rondan esta obra, la demencia no puede faltar en estos cuentos. La locura es dolor y tristeza, pero a la vez una fuerza alentadora. Alfonso Cortés aparece y dice de cuando comenzó la locura:

Los primeros sonidos me resultaron escasamente perceptibles. Algunos perros ladraban a la distancia pero sus voces eran interrumpidas por sutiles aunque tenaces chasquidos. Traté de concentrarme en la lectura cuando de pronto sentí un martilleo brutal en el cerebro. El corazón empezó a a galoparme a un ritmo que yo lo desconocía, mientras los chasquidos se hacían cada vez más claros. Cuando los tuve cercas entendí que no eran voces producto del azar sino iracundas voces humanas increpándome. (Alrededor de la media noche, pág. 70).

Al autor de Ventana anhelaba ser sordo porque cada sonido de la naturaleza era una “monótona melodía [que] vibra potentemente en mi cabeza y me aplasta el cerebro justo en el preciso momento en que arrecian las voces”. Hasta la más grande duda sostiene a Alfonso, que dice: “No sé si Dios está ausente, me contempla o me exhala de sus poros como si yo fuera el pestilente olor que mis cinco enemigos llevan impregnados en sus levitas”.

Caciques, guerrilleros, músicos y lo más importante: poetas. Todo eso hay en los cuentos. Por eso en La torre de Dios los poetas se lamentan de la llegada de los nuevos infantes de marina, símbolo de la intervención yankee. Y la torre era el símbolo de la resistencia hecha palabra. “Desde la cúspide del campanario, donde los jóvenes subían a leer sus poemas”, eran vistos como los enemigos para su propia ciudad.

“No se escucharon más sus discursos. Sus palabras se convirtieron en señal de exotismo… Se hundieron en la distancia. La ciudad los fue desplazando…”. La poesía jamás volvió porque no era considerada literatura. Los jóvenes poetas desde la torre veían como la profecía de Darío se cumplía: “Mañana seremos yankees”. (Cantos de Vida y Esperanza, 1905).

Si hay algún cuento que me evoca hacia la infancia es El callejón de los tormentos porque, como cierra el cuento, “puede que los ocasos de Granada aún sigan siendo hermosos, con las golondrinas y las nubes formando indescifrables figuras, pero no dan aviso de que al mundo de los adultos se entra de golpe. (El callejón de los tormentos, pág. 97). Entré de golpe a ese mundo desde que dejé mi casa antes de cumplir trece años.

Y no deja de recordarme los momentos duros de mi infancia. También hubo una Raquel en mi vida a la que visité por casi seis años y nunca tuve valor de decir lo que sentía por ella. A la larga me hizo falta el consejo de mi padre ausente para poder entrarle a esa niña. Porque yo crecí “cuando mis padres ya no se querían”. Y este mundo adulto que no logra ser más que apariencias es el mismo mundo que me enseñó “la conciencia del deseo”.

Puedo jurar que el cuento La casa de la calle Cervantes retrata las dolorosas escenas antes de dejar Nicaragua nuestro autor. Ese mismo temor de sus padres de no verlo salir hacia la guerra como habían visto ir a un hijo antes, es el mismo sentimiento con que mi madre me veía a mí y a mí hermano, su deseo de liberarnos de las celdas del Chipote y enviarnos para Costa Rica. Así como el joven siente y se pregunta de cuándo volverá a tocar su guitarra, así mismo hoy me pregunto de cuándo veré mis libros en sus estantes, cuándo los volveré a limpiar y ordenar.

El dolor político no se ha curado en Nicaragua. Hay tantas heridas que aún no se han cerrado, tantas venas que emanan un torrente sobre la conciencia de muchos poderosos. Hoy en mi exilio, similar al armario, “todo es sombra aquí adentro. Día y noche son una misma cosa. El tiempo pasa lentamente y a ratos parece no trascurrir”. (La casa de la calle Cervantes, pág. 1014).

¿Qué no podré decir de La visita del abuelo? Don Lino, de quien mi abuela me contó cuando le comentaba que tenía contactos con Roberto Carlos y que él era hijo de Graciela “Chela” Alvarado. El último cuento me provoca tanta nostalgia por mi tierra. Así como la familia del autor huye de la Revolución, así hoy me encuentro: huyendo de la tiranía del mismo hombre que en los ochentas llenó de horror el mismo país.

Al escribir estas líneas y leer y recordar las palabras del papá:

“Nos vamos hoy mismo, Maximiliano; tus hermanos corren peligro y tú, dentro de poco, también”. (La visita del abuelo, pág. 121).

Son las mismas palabras de mi tío “nos vamos hoy mismo” aquel veinte y uno de septiembre. La Nicaragua que describe es la Nicaragua de hoy: “Nicaragua se convirtió en un país fantasma. Los jóvenes habían muerto”. Otro panorama como el de ayer. Y las lágrimas no dejan de correr mi rostro cuando leo que el nieto le dice a su abuelo: “Me hablaste de tus años de bracero en una hacienda de Ometepe, donde padeciste frío, hambre, enfermedades y toda suerte de penurias”. (La visita del abuelo, pág. 123).

Hoy he recibido una llamada de mi madre. Todos los días me pregunta cómo va la situación y que si volveré pronto. Como el joven de El callejón de los tormentos, solo le puedo decir:

“A veces pienso en el día en que todo esto termine, aunque desde hace mucho tengo la sensación de que este encierro no acabará nunca…”.

El autor era estudiante universitario, hoy auto exiliado de Nicaragua.

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