Un hombre en el río, a manera de prólogo a El Pescador de Sirenas

ALG5 junio, 2019

Rafael Heliodoro Valle era un niño que bañaba en el Río Grande de Tegucigalpa, cuando su amigo Manuel Flores le advirtió que el poeta Juan Ramón Molina se acercaba a la ribera del río: «Era un hombre de ojos verdes que creía rivalizar en belleza apolínea con Lord Byron», diría Valle.

Hasta hace unos años, hemos leído que el poeta nació en Comayagüela, el 17 de abril de 1875, pero nuevos estudios, como la biografía Juan Ramón Molina, escrita por Humberto Rivera y Morillo, revelan que en ninguno de los Libros de Nacimientos de Tegucigalpa y Comayagüela, correspondientes a los años de 1865-1885, hay registro alguno de su nacimiento. Tampoco aparece en el Registro de Nacimientos, ni en el Libro de Bautismos del Distrito, correspondientes a los años de 1841-1900.

Según Rivera y Morillo, Molina vivió sus primeros años en Aguanterique, La Paz, junto a sus padres, Juana Núñez y Federico Molina. No tiene claro el sitio preciso del nacimiento del poeta, pero sugiere que pudo ser en Comayagua: una versión que aún está por confirmarse.

Pero la confusión sobre su nacimiento no se debe quizá a la semejanza fonética de ambas palabras (Comayagua- Comayagüela), sino a la fantástica versión del poeta sobre su tierra natal: «le gustaba que lo vieran como capitalino», aunque Tegucigalpa no fuera más que una minúscula ciudad provinciana con calles empedradas y lodosas, casas solariegas construidas de madera, piedra y adobe; una pequeña plaza central, una modesta catedral erigida por familias pudientes, un mercado de indios fundado en el siglo XVI, una Iglesia para pardos y un río estrepitoso.

¿Sus motivaciones?, quizá la trama vivencial de un autor empeñado en construir una vida tan poética como su obra. En Comayagüela, Juan Ramón vivió en la Calle Real, conocida en la ciudad como la «Avenida de los poetas», porque también vivieron en ella Rómulo Durón, Luis Andrés Zúñiga, Guillermo Bustillo Reina, Salvador Turcios, Rafael Heliodoro Valle y Alonso Alfredo Brito; todos autores hondureños memorables.

Años más tarde se mudó al barrio El Jazmín, de Tegucigalpa, donde comenzó su pasión por la poesía, el juego —heredado de su padre—y el alcohol.

El pescador de sirenas es una novela de ficción ambientada en la Tegucigalpa de finales del siglo XIX donde vivió Molina, el poeta hondureño que, junto a Rubén Darío, ha sido considerado el más grande poeta del modernismo centroamericano, incluso por gigantes de la literatura latinoamericana como Enrique Gonzáles Martínez o Miguel Ángel Asturias.

En la trama novelesca, un diplomático se entera de la muerte de Molina (a quien conoció de joven y admiró), y decide emprender una investigación sobre los por menores de la muerte del poeta. En el transcurso de su viaje investigativo, descubre los detalles de la “fantástica” y azarosa vida de un poeta excepcional, en un país convulsionado por la política y la guerra.

Como Schindler (Jeroen Krabbé) en la Amada Inmortal de Bernard Rose, el diplomático emprende una serie de entrevistas, encuentros y conversaciones con algunos de los amigos y colegas más cercanos del poeta: Floylán Turcios, Rafael Alvarado Manzano, Arturo Oquelí, Marco Carías Andino, Fausto Dávila y Antonio Callejas, a quien Molina dedicó su famoso relato «Mr. Black», inspirado en sus años infantiles y en su antiguo profesor, Mr. White; un ex marino jamaiquino que lo había torturado con números, coscorrones y rezos, en su antigua escuela del barrio La Ronda.

Cada una de las conversaciones, notas y entrevistas (colocados a manera de capítulos), van recreando minuciosamente la vida del autor de «Pesca de Sirenas»; desde su infancia en las calles de Comayagüela, en la pulpería de su madre, en las aulas escolásticas de Mr. White o en las pozas del Río Grande; hasta su adultez histriónica, sus matrimonios infortunados y fallidos, su actividad periodística, su afición a los burdeles y al juego, su militancia política, su obstinación militar, sus conflictos emocionales, su conducta antisocial y su obra poderosa.

Escrita en un lenguaje colorido que abunda en polisílabos, adjetivos y arcaísmos, la novela alcanza un clímax narrativo de profundos matices modernistas, como se aprecia en la carta que el poeta escribe a su primera esposa, Dolores Inestroza, confesándole su amor; o en la imagen del poeta,  sentado en una piedra del Río Grande, recordando con nostalgia el gran Ceibo del río, sus luciérnagas nocturnas y sus aguas verdeoscuras, para olvidar un poco la agonía de su amada Dolores, a quien, una vez fallecida —víctima de la pobreza y de la tisis—, escribió su inolvidable poema «A una muerta»:

Señor: Tú la llamaste y ella voló a tu lado/dejándome en la tierra/¿Mi espíritu has mirado?…/ No bañaron mis lágrimas sus gélidos despojos/porque cegó la angustia los cauces de mis ojos/pero —como una vena por la cuchilla rota—/ mi corazón sangraba sin tregua, gota a gota/cual tu divina frente en el pavor del huerto/sobre los restos fríos de todo un mundo muerto.

A partir de la muerte de la amada (su Beatriz), el dolor del poeta es incesante. Estrada se aprovecha de este hecho para presentar a un Juan Ramón que, aunque calcado de la realidad —por la profunda documentación del novelista sobre la vida y obra de su personaje—, se parece mucho más a la imagen romántica que el poeta construyó sobre sí mismo.

La novela transforma los hechos cotidianos, modifica los recuerdos colectivos e inventa personajes a su conveniencia; una estrategia valedera y eficaz, gracias a las libertades propias de la literatura. El autor prefiere la esperanza de la ficción, antes que la frialdad de los hechos, y escribe para revindicar la figura poética, para salvar el mito y propagar la leyenda.

Lejos del sentido idílico del modernismo, la novela tiene la virtud de mostrar las ambigüedades y contradicciones del poeta; es un alcohólico que deambula por las calles, cantinas y mansiones de Tegucigalpa, que viste de harapos y de frac, que frecuenta a los borrachos de Cipile y a los altos funcionarios del Estado, que escribe versos envidiables y empuña el arma, que se embriaga de felicidad y se deshace en sufrimientos.

Nos muestra también las facetas personales más visibles del poeta: su roce internacional, su protagonismo político, su incidencia periodística y su muerte miserable.

Para desentrañar su universo literario y ver más allá de la frontera patria, Estrada rescata los acercamientos del poeta con otros autores modernistas: su relación con Máximo Soto Hall y Francisco Lainfiesta, con quienes hizo amistad en sus viajes a Guatemala; su encuentro con Rubén Darío en su mítico viaje a Río de Janeiro; o su estancia con José Santos Chocano, en Madrid, en la época en que el poeta peruano ejercía de buscador de tesoros perdidos.

Como periodista, Molina se estrenó en los pequeños periódicos de Tegucigalpa. Fue colaborador de El Diario, donde publicó algunos de sus primeros trabajos en prosa («Luciérnagas», «Copo de espuma», «Natura» o «El Grillo»); del Diario de Honduras, del que llegó a ser director, o del El Cronista, fundado por él mismo en agosto de 1898, y del que publicó 160 números en poco menos de un año.

Desde la prensa se hizo de la admiración de las personas por su poesía incomparable y sus prosas irreverentes: no fue un poeta dedicado únicamente a embellecer el lenguaje; fue un crítico mordaz (e hiriente) con el poder, a veces por proselitismo, a veces por convicción.

A diferencia de los conflictos ególatras por sus críticas literarias, sus cuestionamientos al poder —del que había sido parte como diputado, subsecretario de Fomento y Obras Públicas, y diplomático—le costaron el exilio, e, invariablemente, la muerte.

Murió un día de muertos de 1908, exiliado, pobre, olvidado, y añorando las «profundas montañas hondureñas», las calles angostas de Tegucigalpa, el Río Grande al que cantó como nadie —en el que alguna vez bañó junto un niño (Rafael Heliodoro Valle) que se convertiría en el gran escritor hondureño de todo el siglo XX—; y pensando en los tímidos labios de Dolores, su Lolita, cuyo recuerdo lo acompañó hasta el último instante de su vida en aquella mesa de cantina de San Salvador, donde quedó dormido para siempre.

Albany Flores Garca Noviembre del 2018

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