LA MADRE

EGO14 mayo, 2019

Por Óscar Esquivel

Recién se celebró el Día de las Madres en nuestro país, que merece ser replicado todos los días del año y no reducirlo a las simples felicitaciones o regalos. Es necesario reflexionar en las madres como seres activos en la marcha de la humanidad.

El escritor ruso Alexei Maximovich Peshkov, mejor conocido como Máximo Gorki, escribe a finales del siglo XIX una de sus obras literarias más emblemáticas, titulada «La Madre.» En ella relata la historia del alumbramiento humano de una mujer que había sido anulada en su ser por su pareja. El reconocimiento como ser humano de la mujer que protagoniza esta historia no llega por casualidad o a través de vivencias extraterrestres, sino a través del amor sin condiciones hacia su hijo Pavel.

En los días cuando el sistema económico capitalista empezaba a instaurarse, antes de la situación actual en la que no sabemos si acudimos a su fin por sí mismo o si somos testigos de su permanente metamorfosis, es donde comienza la historia relatada en «La Madre». No obstante, desde los tiempos de la Rusia de aquella época hasta llegar a la Honduras actual, este sistema continúa engullendo a los hombres, y la madre sigue siendo una víctima.

El relato comienza con el papá de Pavel, quien acudía todos los días de la semana a la fábrica donde vendía su fuerza laboral, y por cuyo esfuerzo cada día se acercaba más a su muerte. Al final de la semana se emborrachaba para evadir la realidad, y como consecuencia de ello, se desquitaba a golpes con su esposa, la protagonista de «La Madre». Pavel, hijo de ambos, era testigo presencial de viles actos. «¡Canalla! ¿No ves que los pantalones están desgarrados?» le gritaba con odio el padre a la madre. Un día en que quiso pegarle a Pavel, éste le respondió alzándole un martillo y espetándole, «¡Basta! No te lo admito más.» Ese día Vlásov –así se llamaba el progenitor de Pavel– le dijo a nuestra protagonista, «No me pidas más dinero. Pável te proporcionará de comer.» «¿Vas a bebértelo todo?» osó interrogar ella. «A ti no te importa, canalla! Me echaré una amante,» replicó el marido.

Después de la muerte de su padre, Pavel tuvo que asumir la responsabilidad del hogar, por lo que obtuvo un empleo en la misma fábrica en la que trabajó su padre. Siguiendo también el mal ejemplo de su padre, comenzó a embriagarse fuertemente cada fin de semana, aunque su organismo no toleraba las grandes cantidades de alcohol que ingería. «Se nota que aún es temprano para mí. Los otros beben y no les sucede nada, y yo siento náuseas,» se decía Pavel.

«¿Cómo vas a mantenerme, si te dedicas a la bebida?» le reprochaba dulcemente su madre. Pavel muy pronto cambió el rumbo de su vida y dedicaba su tiempo libre a la lectura, que le hacía reflexionar sobre su realidad y la de sus demás compañeros de fábrica. » ‘Deseaba preguntarte –dijo en voz baja– qué es lo que lees continuamente,’ le consultó la madre a Pavel después de verlo varios días en profundas meditaciones que lo separaban de los chicos de su edad. ‘Siéntate, madre. Leo libros prohibidos. No nos los permiten leer porque expresan la verdad acerca de nuestra vida obrera. Se imprimen a escondidas, secretamente, y si los hallasen en casa, me conducirían a la cárcel… A la cárcel por haber querido conocer la verdad, ¿entiendes?’ ‘¿Qué alegrías has vivido tú?’ preguntó Pavel a su madre. Agregó, ‘¿qué recuerdos tienes del pasado?’  Ella le oía y meneaba con tristeza la cabeza, sintiendo algo nuevo, ignoto aún, penoso y alegre a la vez, que acariciaba suavemente su dolorido corazón. Por vez primera le hablaban así de ella, de su propia vida, y aquellas palabras despertaban en su interior unos sentimientos indefinidos, adormecidos desde tiempo atrás, reavivaban suavemente apagados de una imprecisa disconformidad con la vida, ideas y recuerdos de su juventud ya lejana. Conversaba de su vida con sus amigas, conversaba de todo con largueza, pero todas incluida ella misma, no sabían más que quejarse; nadie sabía dar una explicación de por qué la vida era tan dolorosa y dura. Y ahora, su hijo se hallaba sentado frente a ella, y cuanto decían sus ojos, su rostro, sus palabras, le llegaba hasta el corazón, colmándola de orgullo por el hijo que comprendía bien la existencia de la madre, le platicaba de sus sufrimientos y le tenía compasión. A las madres no se les tenía compasión. Ella lo sabía. Todo cuanto el hijo decía sobre la vida de la mujer era una conocida y amarga verdad.» Confidencialidad y camaradería se desarrollaron entre la madre y el hijo al punto que fue ella quien asumió el papel beligerante del hijo cuando éste fue puesto en prisión y enviado a Siberia.

Muchas madres hondureñas son como la protagonista de Máximo Gorki. Muchas trabajan de ocho a doce horas en las maquilas para mantener el hogar, mientras que otras emigran hacia otro país buscando un mejor bienestar para sus hijos. Un gran porcentaje de ellas tiene que asumir la responsabilidad absoluta en la manutención física y moral de sus hijos ante la ausencia del padre, ya sea por la muerte, violenta o no, de éste, o por la simple irresponsabilidad del mismo. Muchas madres son asesinadas y otras acuden religiosamente a las cárceles a visitar a sus vástagos. Más allá del segundo domingo de mayo, el Día de la Madre debe ser de permanente reflexión y celebración

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