Una mujer para corregir 200 años de errores

Redacción El Pulso6 diciembre, 2021

(Por: José Carlos Cardona Erazo) El 28 de noviembre de 2021 ha pasado a la posteridad como uno de los días más trascendentales en la historia de Honduras. Esta frase, que podría parecer trillada o tautológica por las emociones de la coyuntura en que nos encontramos, no puede ser comprendida en su dimensión histórica en tanto no comprendamos la complejidad de nuestro presente, en el que el país se encuentra en su peor momento y bajo amenaza de dejar de existir por uno de los experimentos neoliberales más radicales llevados a cabo en el mundo en la actualidad.

Han pasado 3 cosas este 28 de noviembre. Primero, la juventud del país, que generacionalmente podemos catalogar entre centennials y millennials, acudió masivamente a hacerse cargo de su futuro, algo que particularmente no sucede en los tiempos que vivimos, en los que la indiferencia hacia la política y particularmente a la democracia como forma de gobierno es la norma social imperante.

La segunda cosa que pasó es que el país eligió a Xiomara Castro, la primera mujer presidenta, con la mayor cantidad de votos recibidas por un candidato presidencial en la historia del país. Esta enorme cantidad de votos se trasladó a la papeleta de diputados, que aumentó la cantidad de miembros electos para el próximo Congreso Nacional en al menos 25 legisladores más para Libre. El partido ganó también más de 100 municipalidades, entre ellas la capital (refugio inexpugnable del nacionalismo) y San Pedro Sula, así como Gracias, la alcaldía de la ciudad natal de Juan Orlando Hernández.

El tercer y más sorprendente acto de este proceso es que el desarrollo de las elecciones se dio en relativa calma, algo inédito si se compara con las caóticas elecciones del golpe de Estado en noviembre de 2009, las fraudulentas en 2013 y el caos nacional que significó el proceso electoral de 2017. Todo el país esperaba un proceso electoral violento y, hay que decirlo, fraudulento. El discurso de odio esparcido por el Partido Nacional evidenciaba por un lado una actitud desesperada de quien se sabe derrotado y por otro, una inclinación a no respetar la voluntad del pueblo. Todo el país esperaba que hubiera un fraude monumental y que el país entero entrara en una escalada de violencia similar o peor a la de 2017.

Casi todos los negocios de las principales ciudades del país protegieron sus instalaciones y declararon asueto a sus empleados, esperando lo peor. Las filas en gasolineras y supermercados fueron más concurridas de lo normal y en los grupos se esparció una red de fake news, sumadas a la también falsa campaña levantada por el Partido Nacional. Personalmente, me tocó trasladarme a Olancho la medianoche del 27 para poder votar en mi municipio y todas las aldeas y municipios por los que pasé estaban desiertos, como esperando lo peor.

¿Por qué no hubo violencia como en las elecciones de 2017? ¿Por qué el Partido Nacional no logró implantar un fraude? ¿Por qué pese a todo pronóstico la izquierda ganó las elecciones y se dio una bofetada monumental a los sectores que patrocinaron el golpe de Estado de 2009?

Las respuestas a estas preguntas son sencillas, pero su planteamiento es extenso. Me limitaré a contestarlas en orden y tratar de entender lo que ha sucedido, que ha sido en muchos sentidos una sorpresa cuyo eco no se comprenderá hasta dentro de muchos años.

Primero, las élites hondureñas estaban hartas del Partido Nacional. Aunque nunca lo admitieron públicamente, los grupos de poder en Honduras estaban cansados de tener que lidiar con un narcoestado y un gobierno mediocre e incapaz, que no supo representar correctamente sus intereses sectoriales. En algún momento del futuro, los historiadores debatiremos cómo Juan Orlando Hernández y su generación de políticos no eran más que una caterva de rufianes que, con mucho éxito y apoyo de EE.UU., lograron secuestrar el Estado hondureño y, con la ayuda de los narcos, convertirlo en un narcoestado a gran escala, a vista y molestia de una élite que apoyó un golpe de Estado para preservar una democracia neoliberal burguesa, no para que les robaran el control del país que llevaban décadas gobernando sin problemas. Esa anomalía llamada juanorlandismo tenía que ser tarde o temprano extirpada y es lo que sucedió el 28 de noviembre.

El juanorlandismo destruyó a todos los políticos de la camada del líder. Juan Orlando Hernández destruyó a Oscar Álvarez, Ricardo Álvarez, Lena Gutiérrez y otros relevos que podrían haberle opacado. Hizo lo suyo en el Partido Liberal, con los célebres pandoros y Yani Rosenthal, que torpemente regresó exconvicto al país creyéndose el eterno retorno de Nietszche.

La siguiente generación de políticos se evidenció absolutamente mediocre. Hernández cometió el error garrafal de depositar la voz de su gobierno en un mediocre Ebal Díaz, quien con un discurso falaz y débil no logró imponer ningún imaginario ni narrativa tras el fraude de 2017. El segundo cuadro fracasado del orlandismo fue David Chávez Madison, un hombre escaso de habilidades para la política y con una imbecilidad emocional absoluta, cuyas intervenciones públicas le convirtieron en el hazmerreír de todo el país. Los marginados del Partido Nacional emigraron a San Pedro Sula donde, confiados en la fuerza económica de la ciudad y el poder de maniobra de su alcalde, Armando Calidonio, vieron en él un relevo a futuro para recuperar el control del partido.

La cereza en el pastel fue Nasry Asfura Zablah, un hombre de la burguesía tegucigalpense cuya parafernalia y limitada inteligencia motriz le dibujaron una posición de monigote: todo el país estaba seguro de que era un títere del juanorlandismo y, tras el monumental fraude montado contra Mauricio Oliva, no quedaba ninguna duda de que la suya era una candidatura forzada en la cual no quería desempeñarse ni para la que se quiso preparar.

La triada de incompetentes ya mencionada se rodeó de un ejército de “líderes” desconocidos para las bases del partido, personas gravemente afectadas por lo que en psicología se conoce como “efecto Dunning-Kruger”, un sesgo cognitivo en virtud del cual los individuos incompetentes tienden a sobreestimar su habilidad, mientras que los individuos altamente competentes tienden a subestimar su habilidad en relación con la de otros. Así las cosas, la campaña del Partido Nacional, manejada por expertos colombianos que erróneamente pensaron que todo el país se parecía a la violenta Colombia de donde venían y que toda la sociedad hondureña pensaba igual que los grupos focales de nacionalistas a los que entrevistaron, se estrelló estrepitosamente con unas audiencias hartas del circo, la mediocridad y delincuencia institucional personalizada en esos “líderes” de cartón.

Por si fuera poco, la asesoría política incluyó cambiar de color los símbolos eternos del nacionalismo: el azul se convirtió en multicolor y en esa confusión, sus votantes se cansaron y alejaron más. El frenesí incontenible de las torpes apariciones públicas de Asfura y los discursos desternillantes de Chávez, sumados a la sequedad falaz de Ebal Díaz, dieron al traste con una campaña que nació muerta dado que el odio hacia el peor gobierno en la historia nacional era una baza suficiente para acabar con su modelo de saqueo.

Sobre el porqué Libre ganó las elecciones, parece que el asunto será material de estudio para la ciencia y el marketing políticos durante años. Una campaña sin anuncios, sin dinero en redes sociales, sin la cobertura de la matriz mediática, con una misoginia enorme y un rechazo monumental por parte de la sociedad, a un proyecto político que durante 10 años ha sido un espejo ante el cual los sectores conservadores del país se han negado a verse a sí mismos.

Xiomara Castro superó todas las expectativas. Desde aquel llamado escueto y boicoteado que hizo a los candidatos de la oposición, a la fracasada alianza de quienes decían llamarse a sí mismos “los honestos”, hasta el rechazo de sectores clasistas dentro del partido que la veían como “poco preparada” para ser presidenta del país, su actitud estratégicamente silenciosa fue construyendo una plataforma de confianza en la cual el país entero fue viéndola como “la más viable” para ganar las elecciones.

Sumado a lo anterior, la gente respondió negativamente a los discursos violentos del Partido Nacional. No se puede hablar contra el aborto en el país con la mayor cantidad de adolescentes embarazadas de la región, ni del comunismo a una sociedad en donde no se enseña educación política ni cívica, ni defender a 12 años de narcogobierno sin precedentes en la historia. La sociedad no sólo rechazó esos discursos, sino que los enlazó enfocándose en una candidata que no ofendió, ni contraatacó o respondió a ninguno de sus oponentes, todos hombres.

Hay que agregar que, por primera vez en la historia de unas elecciones, el plan de gobierno de un candidato se convirtió en una discusión nacional. Hasta el día de hoy no sabemos nada del documento del plan de gobierno de Asfura o de Yani o de los otros 12 candidatos, pero hasta el último rincón del país o de las redes sociales (ese gran bastión de la juventud), el plan de gobierno de Xiomara Castro se convirtió en una lectura obligada para todos los sectores en oposición.

En este transcurso de los acontecimientos falta el momento estelar. Salvador Nasralla, el candidato que mantuvo el discurso más visceral de la oposición, luego de una ola de ataques que le posicionaron en un incómodo lugar de tercer lugar, decidió de manera salomónica deponer su candidatura e ir a pedirle a Xiomara Castro una coalición, a la que se sumó después Milton Benítez, una especie de Juan el Bautista político, que se convirtió en el vocero de la indignación nacional contra las élites.

¿Por qué no se pudo implantar un fraude como el de 2017?

Las pocas reformas electorales aprobadas en 2018-19 posicionaron a Libre como integrante de todos los órganos electorales, junto al bipartidismo. En el Consejo Nacional Electoral, un pacto de mujeres entre las abogadas Anna Paola Hall y Rixi Moncada logró impedir que todo tipo de proceso fraudulento se impusiera a totalidad. Si no hubo papeletas reimpresas llenas de votos, caídas del sistema, apagones, procesos incompletos o indiferencia legal hacia el fraude, es gracias a la enérgica labor de las consejeras, sobre todo Rixi Moncada, cuya habilidad comunicacional para la contundencia permitió generar confiabilidad a un órgano que -hay que decirlo- fue y sigue siendo débil para garantizar la democracia.

La sumatoria de todos nuestros miedos no fue cumplida. Los historiadores contaremos cómo el 28 de noviembre de 2021, 4 millones de personas salieron a hacerse cargo de su futuro, sin armas ni más fuerza que la de su voluntad de no seguir viviendo en una narcodictadura. La fiesta, que se ha extendido durante una semana, continuará hasta el 27 de enero de 2022. Todo el mundo ha visto la elección como un ejemplo de civismo y las esperanzas sobre la restauración de la democracia en Honduras, en un hemisferio abatido por el aristopopulismo y los neofascismos, es visto como una señal de que todavía los pueblos pueden elegir no vivir en tiranía y tratar de restaurar la democracia, en contra de sus élites retrógradas y abyectas.

Las élites hondureñas han perdido una enorme legitimidad en 12 años. Este país ya no confía en sus dirigencias y no le tiene miedo a la izquierda. Xiomara Castro tiene ante sus ojos la oportunidad histórica de construir un país en donde la democracia siga siendo una forma de gobierno legítima y válida para garantizar la convivencia y la justicia para el pueblo.

El ambiente político nacional está feliz. Se acaba la narcodictadura. Todo Honduras espera nunca más avergonzarse por tener gobernantes involucrados en actividades ilícitas o pertenecer a mafias transnacionales al margen de la ley. Los desafíos son enormes y la comisión de transición no deja de encontrar problemas. Pero hay una expectativa enorme de que las cosas se podrán hacer bien.

¿Podrá una mujer arreglar un país destruido por 200 años de gobiernos de hombres? El futuro del país depende de que ella lo logre.

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