Todos los hombres del presidente Gálvez

Redacción El Pulso25 octubre, 2021

(Por: José Carlos Cardona[1])

En 1948, el candidato presidencial del Partido Nacional, Juan Manuel Gálvez, inició una gira nacional con una modalidad inédita: viajes por avión para promover su candidatura. La dictadura de 16 años de Tiburcio Carías había dejado al país en un atraso social y económico sin precedentes, pero tenía buenos aviones y pistas de aterrizaje en las principales ciudades de Honduras, que le permitían trasladar informantes, funcionarios, tropas y logística gubernamental (así como también droga)[2]a cualquier lugar del país de manera muy eficiente, algo que, hay que decirlo, no fue una estrategia suya, sino de las compañías bananeras que eran las que en realidad gobernaban a Honduras.

Gálvez, un abogado de la United Fruit Company, vestía impecables camisas blancas arremangadas y se cortaba el pelo en las barberías del centro de Tegucigalpa, mientras organizaba fiestas en su casa para sus vecinos. Uno pensaría que el hombre que 4 años antes de esa campaña, en 1944, había sido responsable (por su cargo de Ministro de Guerra) de la Masacre de San Pedro Sula, generaba muchos anticuerpos en la opinión pública pero lo cierto es que de hecho, los periódicos afines a la dictadura y la gente común no hacían sino deshacerse en elogios hacia quien en enero de 1949 se convirtió en presidente de la nación, luego de una cuestionada elección en la que fue candidato único porque el Partido Liberal, con la mayoría de sus liderazgos en el exilio, se negó a participar.

Gálvez, contrario a Carías, abrió el país y liberó presos políticos, cambió el modelo liberal e introdujo al país en la ola desarrollista y modernizadora de la posguerra. También era un político acostumbrado a llamar a sus oponentes y negociar bajo la mesa de muchas formas, sin caer en estéticas y tonos autoritarios como su antecesor. Vendió una imagen “fresca” de cómo debe ser un político, en todos los sentidos. Se sentaba con maestros, mujeres, visitaba escuelas y le daba la mano a la gente. Y aunque los obreros y trabajadores de los campos bananeros sabían que su presidente era un hombre servil a los intereses de las bananeras y sectores que les oprimían, Gálvez era incuestionable en la opinión pública gracias a esa semiótica de lo impoluto y la cordialidad interminable, así como los -ya manipulados desde entonces- medios de comunicación.

Mientras los periódicos y la opinión pública le halagaban al inicio de su gobierno, él poco a poco fue mostrando su esencia: pactó con bananeras para mantener a los obreros sin derechos cuando la época exigía cambios, privilegió a sectores y colaboradores suyos y le dio un enorme poder a las Fuerzas Armadas. La corrupción tardó poco en aparecer.

También apareció pronto el autoritarismo. Humillado por la Huelga Bananera de 1954, Gálvez se fue de viaje, dejó la presidencia y su sucesor, un colega suyo abogado de bananeras, no quiso abandonar el poder. La sociedad y el ejército le contestaron dando una insurrección y golpe de Estado e iniciando la relación antagónica entre el militarismo y la democracia en el país.

Las prácticas de Gálvez siguieron fomentándose y el PN encontró en las Fuerzas Armadas un aliado (hay quienes dicen que un hijo) inseparable con el que validó su participación en la repartición del Estado durante 3 décadas más, hasta 1982.

Hoy, 70 años después de la dictadura más larga del siglo XX, las prácticas del Partido Nacional continúan intactas. La dependencia económica del voto clientelar usando fondos estatales, el discurso patriotero y decadente y la apelación a falsa y ambigua moral por parte de sus liderazgos generalmente corruptos, más el dinero del hampa y el narcotráfico para tener una capacidad de maniobra insuperable, son las cuatro características básicas del trabajo político de esa institución, muy cercana a la definición de organización criminal.

A los historiadores se nos ha dificultado mucho historiar ese pasado porque el Partido Nacional también se apoderó durante todo el siglo XX, de las instituciones encargadas de difundir el pensamiento, así como de los medios de comunicación y la hoy llamada “matriz mediática”, sin dejar de lado el apoyo de las Fuerzas Armadas, que siempre han neutralizado cualquier intento democratizador que cambie el ethos de la narrativa histórica nacional y nos explique por qué ellos, los cachurecos, han sido responsables, junto a su hermano gemelo, el partido de Villeda Morales, del fracaso de esta república bananera. Pero hoy, mientras estas líneas se escriben, hay una posibilidad de que ese pasado pueda corregirse. Por primera vez el Partido Nacional se enfrenta a una crisis y posible implosión.

¿Cómo llegamos hasta aquí?

En 1993, Oswaldo Ramos Soto, un oscuro y patético personaje del Partido Nacional convertido en candidato presidencial, se encontró ante el desafío de ganar las elecciones con el desagradable lastre del gobierno de Rafael Leonardo Callejas, ya citado por entonces como el presidente más corrupto de América Latina. El partido de la estrella solitaria sacó una campaña sucia contra el candidato del Partido Liberal, Carlos Roberto Reina, un abogado proveniente de una familia liberal de toda la vida, cuyos coqueteos con las ideas del socialismo real en los años 60 y 70 le habían puesto la etiqueta de “comunista”. Los medios atacaron a Reina durante semanas, en la etapa final de la contienda. La corrupción de Callejas fue suficiente campaña y Ramos Soto, físicamente impresentable y con un discurso ininteligible para el 90% de la población hondureña, perdió las elecciones.

Los nacionalistas volvieron al poder en 2002, cuando Ricardo Maduro retomó la imagen de Gálvez y se presentó como un impoluto panameño en mangas de camisas celestes. Su gobierno inició una guerra contra las maras y gracias a la DEA sabemos que la narcoactividad, invisible desde tiempos de Ramón Mata Ballesteros en los años 80, inició a hacer sus primeros carteles en esos años.

Maduro no logró que su partido continuara en el poder. Los analistas siempre han dicho que el Partido Nacional tiene un defecto en su ADN: su carácter de organización corrupta le impedía siempre obtener 2 gobiernos consecutivos. Entre 1982 y 2009, los liberales tuvieron 5 presidentes y los nacionalistas, apenas 2. Eso cambió luego del golpe de Estado.

La implosión del Partido Liberal tras el violento golpe contra Manuel Zelaya, le dio al Partido Nacional una oportunidad sin precedentes: adelantar sus relevos generacionales y formar un aparataje burocrático y político que se hiciera con el control de los 3 poderes del Estado con absoluta impunidad, mientras la institucionalidad siguiera rota y los controles constitucionales fueran una pantomima para hacerle creer a la siempre ignorante clase media que aquí todo había vuelto a la normalidad luego de las elecciones que le dieron el poder al más torpe de los presidentes que ha habido desde (¿tal vez?) Ramón Ernesto Cruz (1971-72).

Toda la generación de políticos nacionalistas que estaban entrando en los 40 años cuando el golpe de Estado, vieron en el inoperante Porfirio Lobo el escalón perfecto para apoderarse del país y así lo hicieron. En la última década hemos visto atónitos, como un desfile interminable de narcotraficantes, delincuentes, mareros y corruptos abyectos, líderes evangélicos pandos y bebesaurios construyeron una compleja estructura de drenaje de fondos públicos sin parangón en la historia nacional. El Consejo Nacional Anticorrupción ha hecho un cálculo (que muchos consideran tímido): 70 mil millones de lempiras anuales se pierden en corrupción, esto es, van a para a las arcas de miembros del Partido Nacional y sus aliados liberales, o lo que queda de ese lamentable remedo de partido.

En el camino de este descenso a los infiernos, el Partido Nacional conservó intactas sus prácticas políticas, pero perdió la conexión emocional con sus bases. Mientras se robaron el dinero del país y crearon una red clientelar en todos los niveles, una compleja cleptocracia de hecho, se olvidaron de ese tono respetuoso y cínico que mantuvieron los grandes líderes históricos. También se acabó el “teléfono rojo”, ese canal abierto con el que nacionalistas y liberales superaban diferencias. Esa privacidad con la que planificaban sus negocios sucios y el robo del Estado desapareció de manera descarada. Les vemos en horario estelar y en público, cómo se roban y venden el país mientras manipulan a la opinión pública con posverdades y fake news, un pandemónium de mentiras convertidas en realidades para sus seguidores más rancios e ignorantes, a quienes mantienen en una pobreza dependiente que les impide pensar por sí mismos.

Del mismo modo, hace mucho tiempo que ningún líder del Partido Nacional se acerca ni de lejos al perfil de Juan Manuel Gálvez o los cuadros históricos que construyeron el discurso democratizador del país en el siglo XX. Ya ningún nacionalista respeta la alta política, las formas, el decoro. Se han convertido en agentes criminales del desorden mientras se hablan a sí mismos.

La actual campaña electoral por la presidencia evidencia eso. Las expropiaciones, despojo, pobreza, destrucción de la clase media y otros males que agrupan bajo la bandera del comunismo, son un mensaje de terror para sus militantes y una especie de caja de resonancia para sus propios oídos. Nadie les dijo o no parecen querer entender, que el país les odia y que no tienen legitimidad alguna y lo peor es que no les importa.

La campaña que el Partido Nacional lleva a cabo es, aparte de un intento atropellado de sobrevivir a sí mismos ante la mentira que han creado, una prueba inequívoca de que la institución está en crisis. Para muestra véase la guerra de sucesión que se libra a lo interno del partido por relevar el poder que Juan Orlando Hernández ha ostentado en la última década, eso en el seno de un Consejo Central del Partido Nacional conformado por personajes cuya imbecilidad política es estratosférica, incapaces de articular argumento alguno, de entenderse con sus adversarios y de negociar poder sin recurrir al soborno o al uso del Estado y la justicia para enviarse a la cárcel o extraditados unos a otros, en una persecución prolongada que aprendieron del hombre que rompió -por las malas y con un fraude monumental visto en público en todo el mundo- la maldición histórica de que el PN nunca podía gobernar dos veces seguidas.

El terror de perder el control del Estado les ha sacado de sus casillas y han montado una campaña tóxica contra el partido Libertad y Refundación. Mientras Xiomara Castro recorre las principales ciudades y realiza multitudinarios mitines con gente que acude harta de la bandera de la estrella solitaria, en los órganos electorales la batalla campal es por evitar otro fraude y, si los nacionalistas se atreven a hacerlo, tener las herramientas para neutralizarlo.

Si Juan Manuel Gálvez pudiera resucitar, estaría tan sorprendido como cualquier historiador serio lo está estos días. Que un país cumpla 200 años en la peor crisis de su historia, amenazado con la desaparición y la venta al por menor de su territorio y que eso sea culpa de un partido secuestrado por narcotraficantes y delincuentes probados, mientras su antiguo partido gemelo se resiste a morir, dirigido por un ex convicto de la justicia estadounidense, es para asustar a cualquiera.

Pero este país no es cualquiera. Medardo Mejía dijo una vez: “es que aquí así somos”.

Los hombres del presidente Gálvez, los herederos indignos de la derecha tradicional hondureña, confabulados con elites buitrescas y empresarios mercenarios que han esquilmado el país y ahora lo venden a pedazos en ferias internacionales, no se detendrán, porque el frenesí de su corrupción les ha enfermado de poder y les ha convertido en ciegos incapaces de dimensionar el suicidio político que están cometiendo.

Tampoco es que les importe mucho. Mientras dejan a sus miles de fanáticos famélicos en su imperio de pan con mostaza, ellos ya planifican futuros en el extranjero, ajenos a este infierno que dejan y en el cual todavía persisten esperanzas de redención.

[1] Historiador y profesor de ciencias sociales.

[2] El lector debe saber que ya en tiempos de Carías los nacionalistas traficaban con estupefacientes. Léase a: FOPRIDEH (2006), Probidad y ética en las políticas públicas. Tegucigalpa.

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