PORQUE SI VALE LA PENA IR A SANTA LUCÍA EN TEMPORADA DE INCENDIOS FORESTALES

EGO1 abril, 2019

Santa Lucía (16 kilómetros al noroeste de Tegucigalpa) es uno de esos pueblos que a pesar del flujo inclemente de visitantes se mantiene escondida entre las pocas montañas y pinos que sobreviven al gorgojo descortezador y a los incendios forestales (solo en 2019, 2373 en Tegucigalpa, afectando 17,798.20, hectáreas), también es de esos lugares en que los paisajistas ofrecen adornos para las salas, comedores y oficinas de las personas a las que en verdad les parece que ese cuadro los identificará como hondureños orgullosos de sus raíces.

Este pueblo se esconde en un cerro, poco a poco mientras se baja se encuentran restaurantes, cafés con apariencia de un primer mundo turístico, glorietas, todo con un bonito paisaje, cercana a Tegucigalpa en medio de las montañas que también la rodean, pinos, nubes, el crepúsculo se puede ver solo una vez, no tenemos tanta suerte de voltear la silla y poder ver 44 de ellos en un juego infinito del tiempo.

Es verano, es sábado, desde hace unas semanas Tegucigalpa se incendia, sus bosques se pierden en llamas y la ciudad se pierde en una bruma que pareciera lo único del primer mundo a lo que podemos aspirar, oler y ver. La carretera hacia Santa Lucía siempre es frecuentada, ignoramos las ventas de elote y productos derivados: fritas y atol, seguimos, vemos como las motos nos pasan por el lado derecho o izquierdo, no podemos respirar el aire con olor a pinos, el color anaranjado triste aún nos persigue, los viveros sobreviven al ataque del cambio climático.

Llegamos al desvío, de seguir podemos llegar a Valle de Ángeles, San Juancito y Cantarranas, además de otros destinos. Entramos al pueblo, la gente es la de siempre, turistas locales que escapan de su realidad por esta, una más en contacto con la naturaleza, o lo que por estos días se considera naturaleza.

Llegamos, nos cuesta estacionarnos, al fin encontramos uno, entramos, parqueamos, salimos. Estamos en Santa Lucía, dos caballos que se alquilan para que la gente se suba y experimente un paseo en un pueblo arriba de un caballo que probablemente podría recorrer todo el pueblo con una venda en los ojos, es lo primero que vemos, después de ver al que cuida el estacionamiento posar en un muro para que le tomemos una foto, no lo hacemos, seguimos nuestro camino a ese cualquier lugar en el que podamos estar, digamos en esa paz que buscamos.

Foto: Fernando Destéphen

Hay personas en el parque, tomando fotos, riendo, niños jugando con burbujas de jabón que astutamente una mujer vende en el centro del parque, adelante, antes de subir las gradas para llegar a la Cruz de Santa Lucía, en unos juegos infantiles varias personas hacen ejercicio, una rutina que es grabada por un camarógrafo que pareciera ser el director del proyecto.

Foto: Fernando Destéphen

Subimos las gradas, las que pesan en cada paso, una, dos, treinta y cinco, llegamos, la recompensa de este esfuerzo siempre es ver el horizonte de la ciudad principal, ver la inmensidad de esa naturaleza cuando no está reducida a cenizas, ver como una ciudad actua cuando un nativo está lejos, como el comportamiento de las partículas cuando no son vistas pero, esta vez la recompensa no valió el esfuerzo, al menos en el sentido del paisaje y la desilusión, la gente que estaba en el parque sobre el parque principal hablaban, bebían, comían, pero también observaban la nada, esa inmensa nada que hay cuando no hay nada.

Foto: Fernando Destéphen

La historia de una postal:

Una casa de madera pintada en colores pastel: verde, rosa y rojo, un muro de piedra de un medio metro la separa de la calle que lleva al parque con la cruz, sentado en ese muro está un señor, unos 60 o 70 años, camisa amarilla, muy rala, se puede ver la camisa escotada blanca que lleva adentro, gorra de Los Angeles Dodgers, en rojo y gris, pantalón de tela, color café sostiene una radio, oye un partido, alguien pasa y le pregunta que partido es, él contesta, luego observa como cargan las cosas en su carro y se van. Él sigue ahí, oyendo el partido sentado.

Foto: Fernando Destéphen

En el parque una cisterna enorme es el cuadro de muchos grafiteros y novios que la usan como la penca de un maguey, en la que escriben sus nombres entrelazados, en esa cisterna también hay un lugar para sentarse, adelante está la cruz, vestida con enredaderas, encerrada en un circulo de concreto, lo demás lo normal en un parque, bancas pintadas y novios sentados en ellas, parejas que se toman una selfie con la bruma como recuerdo.

La cruz está en un cerro al que se llega por las escaleras frente al parque, o por la parte izquierda en la primer calle pasando la laguna, es un callejón estrecho, con casas de pueblo modernizadas de alguna forma, señal de internet, colores, fogones, leña, la calle termina en el parque de la cruz.

Apartando a las parejas, lo sorprendente es que la gente actuaba normal, se sentaba en los mejores lugares para ver un sol anaranjado descender del cielo a un bloque de bruma que cubre el paisaje, la costumbre del habito, no se llega hasta Santa Lucía para ver bruma, entonces abrimos el recuerdo del lugar y nos sentamos a verlo: paisaje sin bruma, un fin de semana cualquiera con más visibilidad.

El comportamiento de la gente es delicioso en costumbres y ritos, a las parejas no les importa la bruma, les importa en esa primera cita dejar una buena impresión, por eso el joven de jeans azules, camisa Abercrombie blanca, pegada a su cuerpo como una capa protectora lleva él el six pack de cerveza, mientras ella se sienta en un muro y ve la cortina de humo para recordar como es cuando no hay humo, él, en su ritual de conquista recurre al viejo método de probar que no le asusta el peligro, se sube al muro, camina desafiando la altura, saca un cigarro, lo enciende, lo fuma, ella lo ve, ve el horizonte, otros fuera de ellos dos, toman fotos.

“No se ve ni mierda” dice un hombre, mientras su acompañante mujer sonríe con pena con el sincero comentario de su acompañante, y es cierto no se veía nada más que el sol en diferentes tonalidades de naranja descendiendo, tal vez todos esperábamos que con la llegada de la noche la luces de la ciudad sí se vieran.

Foto: Fernando Destéphen

Llegan más amigos, uno contesta una llamada: “aqui matizando la loquera” cuenta, mientras se para en el muro con un cigarro en su mano izquierda y el celular en la derecha, llega otro y pregunta en dónde van a seguir bebiendo, deje de escucharlos, la plática no me concierne, llega una chava de pelo corto, audífonos y camisa verde se sienta con las piernas cruzadas en el borde del muro, sola, disfruta la soledad, es como el sol que no termina de caer, ella observa al sol, en mi delirio de contar yo la observo a ella, su tranquilidad, su paciencia, quisiera saber en qué piensa pero, se perdería el momento y me abstengo, ella continua en su recogemiento espíritual, yo sigo observando el movimiento de la gente.

Foto: Fernando Destéphen

La cara norte del cerro tiene una extraña división, es de escaleras, cada saque es sostenido con cemento, haciendo gradas, pero con casi un metro de distancia entre una y otra, en la que la gente también se puede sentar, después de bajar el peñón principal, que es como el palco del cerro, bajan cuatro personas, tres hombres, una mujer, la novia de uno de ellos, su tranquilidad al verlos me hace pensar en que son felices en ese lugar aunque no era el que querían, de las bolsas negras que llevan sacan una caguama, vasos, ponen música en un celular, comienzan a repartir la cerveza la que cae en el vaso y se hace espuma, ¡que foto!: cuatro amigos beben cerveza frente a la nada, frente a la bruma, el resultado de cientos de incendios forestales. Ellos se divierten, la música les impide hablar, fuman tabaco, ven el mundo con actitud desafiante, la música suena, cambia el bit, otro cambio, ellos comparten la cerveza sentados lejos de los que están arriba y no se quitan porque hay muchos a la espera de ese lugar, al verlos entendí su concepto de libertad: sentirse comodos en un lugar en el que nadie los conoce, sin las ataduras del prejuicio o la opinión de los demás.

La tarde llega a su momento cumbre, pero el sol no se enconde como esperábamos, la bruma lo tapa, el crepúsculo no llega, el humo se traga el sol, los que vemos esto no lo podemos creer, nadie reniega, una puesta de sol está almacenada en la memoria se activa y disfrutamos el recuerdo que se sincroniza con la realidad.

Llega el frío que se siente fuerte, nos sacude y saca de ese momento de suspensión de la incredulidad, nos recuerda que estamos vivos y es hora de irnos.

El sol se fue pero aún hay claridad, nos levantamos, otros se sientan, bajamos las gradas, llegamos al parque, ya no hay burbujas, los niños se han ido, nosotros también nos vamos, cuando el verano se acabe volveremos con el frío a alimentar la memoria para que en el próximo verano tengamos más capacidad de recordar un atardecer en Santa Lucía.

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