Odisea de Consuelito Suncín, la viuda de Saint Exupéry y Gómez Carrillo

ALG17 enero, 2019

@oscarlestrada

El año de gracias de 1919, experimentaba El Salvador un leve movimiento de concentración de sus fuerzas obreras, en la forma de un congreso de trabajadores. Este se reunió bajo el patronato del finquero Arturo Araujo en la ciudad de Armenia, del departamento de Sonsonate. En el congreso hicieron acto de presencia destacados intelectuales salvadoreños, con una figura de relieve central: Alberto Masferrer. Figuraba en el grupo el líder Salvador R. Merlos, y un abogado con afición a esas cuestiones: Lisandro Villalobos.

Armenia fue, pues, el centro neurálgico de tales actividades, y en la ciudad el centro social para el grupo de intelectuales fue la casa del coronel Suncín, personaje importante de la localidad, viejo milite en las guerras en que se viera envuelto El Salvador, padre de una apreciable familia. En ésta, Consuelito Suncín, era a modo de la hija mimada.

El doctor Villalobos, asiduo visitante de la familia Suncín se había enamorado de Consuelito… Encontraba en ésta el tipo propio para sus afecciones. Una belleza criolla la niña, su vivacidad la destacaba en Armenia, como la musa del lugar. Para el doctor Villalobos, capitalino por trasplante, no existía en el mundo de sus afectos, ninguna mujer que le subyugara más que Consuelito. Esta, a su vez, reconocía en Villalobos a un hombre de cualidades sobresalientes y le profesaba cariño y respeto.

Mientras el congreso obrero discurría, el grupo de intelectuales frecuentaba el hogar del coronel Suncín. Una noche, el doctor Villalobos llevó a unos guitarristas, para que amenizaran el rato. Masferrer se había hecho presente, lo mismo que Merlos. El coronel Suncín, que era consumado guitarrista, ejecutó variaciones de la vihuela.

Consuelito estaba singularmente bella.

Lisandro Villalobos quedó prendado, más si cabe, de la beldad.


Morena, de un monero claro con toques de palidez, de ojos expresivos vivaces —pupila de iris amoroso—, de boca sensual, de ondulado pelo de azabache, Consuelito Suncín era el tipo inconfundible de la belleza criolla, una morenita delicada, producto quintaesencia de la raza mestiza que forma el grueso de la población del país.

Inteligentísima y captadora de situaciones, la linda salvadoreñita dominaba la escena. Sus actividades eran puramente sociales, en el pequeño mundo de Armenia.

Consuelito solía ir a la capital, donde se hospedaba en casa de parientes suyos. Tenía en San Salvador, círculo de buenas amistades, que celebraban su belleza y reconocían sus dotes de inteligencia.

Cuando el congreso obrero de Armenia clausuró sus sesiones, hubo una fiestecita de carácter social. Consuelito fue el centro de las miradas de los asistentes. El doctor Villalobos seguía con los ojos a la beldad en los raudos giros del baile.

No se conformaba Consuelito con los pequeños grandes triunfos de su ciudad natal. Le obsesionaba la visión de grandes ciudades del extranjero. Ella se sentía en París, en Roma, en Nueva York, en una carretera ininterrumpida de triunfos. Consultó el caso de su admirador.

—Déjate de locuras —le dijo éste, adoptando aires de magister.

—No son locuras don Lisandro —le respondió la beldad— es que mis aspiraciones me llevan a ambicionar tales escenarios para mis ansias de superación.

—Está bien, ándate —le dijo malhumorado el doctor Villalobos.

Consuelito comenzó a urdir la forma de su viaje.

Llegó a San Francisco con 19 años y una beca para estudiar inglés que le facilitara los contactos de su padre. Allí conoció al que sería su primer marido, Ricardo Cárdenas, con quien se casó nada más cumplir la mayoría de edad, obteniendo la licencia oficial el 15 de mayo de 1922 en la ciudad de San Francisco, del Estado de California. El joven Ricardo, de tez blanca y de padres de nacionalidad mexicana, trabajaba como dependiente en un almacén de pinturas. Consuelo vivía en el 562 de Maller Street, y la ceremonia fue oficiada por el Juez de la Corte Superior de California. Pero Cárdenas murió a los pocos meses en un accidente de ferrocarril.

Viuda y con 22 años, Consuelito se fue a México, donde inició estudios de Derecho, aunque los abandonó pronto cambiándolos por los de Periodismo. De allí arregló viaje a Europa.

No fue a Paris, sino a Roma, la Roma eterna de los Césares, la Roma de los artistas, la Roma de los mármoles que son carne de historia.

Y allí, Consuelito Suncín, la chiquilla salvadoreña, la niña de la rústica Armenia, la mariposilla multicolor, es objeto del impertinente monóculo de nada menos que Gabriel D´Annunzio, el poeta más grande de la latinidad, el pontífice máximo de la poesía en su país y en el mundo de todas las hablas, el orgulloso, el señorial, el inmenso D´Annunzio.

Gabriel D´Annunzio, poeta italiano.

¿Qué había pasado? ¿Por qué se deslumbró Gabriel D´Annunzio, cuando viera en un café de Roma, a una bella mujercita, de cuerpo cimbreaste, de ojos lánguidos, de pelo ondulado, de mirar fresco y sonrisa de amor? Sencillamente; había encontrado a un alma gemela con la suya, aunque él fuera septuagenario y ella una chica llena de languideces tropicales.

Y se realizó el milagro, bajo el alero de la Roma eterna, bajo la sombra blanca de los mármoles inmortales.

Ese mismo día, Consuelito parecía con Gabriel D´Annunzio a su quinta, a su palacio mejor dicho, a orilla del lago Como, en el norte, el nido de aquella águila lírica, que ahora lo sería de esta torcaz de acariciante currucucú.

Y allí triunfó Consuelo, con sus grandes donaires, pero en sus triunfos iba la rememoración de su país, de su pueblo natal, de sus amistades.

Aparece en escena Eleonora Duse, genial trágica del teatro italiano, enamorada de Gabriel D´Annunzio. Ha llegado al palacio del lago Como, y comienza una gran batalla entre aquellas dos féminas, batalla de sutilezas, de rosas deshojadas, gladiadores en la arena de oro, apuñalándose con miradas de recelo y de rivalidades. Naderías femeninas, trascendentales para ellas. Más Eleonora la italiana es vencida por Consuelo la salvadoreña.

Pero no ha pasado nada, y se sella la paz con una fiesta romana, en que Eleonora Duse viste túnica blanca, y Consuelo Suncín túnica rosada. Y llega D´Annunzio, vestido como un patricio de la Roma de los Césares, y corona de rosas a ambas, mientras una orquesta de mandolinas toca  una tenue marcha, en aquel escenario copiado por las aguas del lago Como. ¿Cómo? ¿Consuelito en Como? me dije, cuando conocí ese aspecto de la odisea de mi lejana amiga.

Luego en París deslumbrante.

Consuelo Suncín ha llegado a París, y desde que pone el pie en la villa sagrada, ha hecho brotar las rosas de un triunfo en aquella ciudad donde tantos y tantas fracasan, pero ella, la salvadoreña sutil, lleva esencia de luchadora, lleva esencia de emperatriz.

Ha oído hablar de Enrique Gómez Carrillo, como del Príncipe de los Cronistas hispanoamericanos, con residencia en París, como uno de los Chroniqueurs de más renombre. Ella había leído las crónicas de Gómez Carrillo en su El Salvador, de modo que no le era extraño aquel príncipe de Mil y Una Noche. Precisamente su amigo y admirador Lisandro Villalobos le había llevado a Armenia (el pueblo de Consuelo) un domingo que fue a verla, libro de Crónicas de Paris galante, por Enrique  Gómez Carrillo, y esto resultaba como si el propio Lisandro afilara el puñal que iba a herirle.

Pero no, no se trata en esta vez de puñales, Consuelo no esgrime sino sonrisas sederas, de sus ojos velado por pestañas soñadoras.

Le era familiar Gómez Carrillo, de modo que cuando vio a este en uno de los bulevares le dijo:

—Allí va Enrique.

Gómez Carrillo pudo haber dicho con naturalidad.

—Allí va Consuelito.

La casualidad, hada milagrosa, realizó el encuentro y la presentación. Gómez Carillo rememoró entonces días gratos que pasara en San Salvador durante su primera juventud; y recordó que San Salvador era la cuna de Pepe Batres, el gran poeta de su tierra natal, la Guatemala señorial.

Quedaron de amigos, sin sospechar ambos que iban a parar en cónyuges.

—Entiendo que me voy a casar con Enrique —dijo Consuelito a Raúl Andino, que era vice cónsul de El Salvador en París.

—¿Qué Enrique? —preguntó Raúl.

—Enrique Gómez Carrillo —contestó con naturalidad Consuelito.

Raúl Andino sonrió. Poco después no iba a salir del asombro.

El matrimonio de Consuelito Suncín con Enrique Gómez Carrillo se efectuó.  Fue una ceremonia sencilla, ante un funcionario de la Comuna de París.Consuelito llevaba ese día un exquisito tocado de la mejor casa de modas de París. Consuelito, que desde ese momento se llamó Consuelo de Gómez Carrillo, estaba radiante de alegría, pues realizaba su sueño. Es verdad que Gómez Carrillo había sido casado varias veces, lo menos dos, la primera con la peruana Aurora Cáceres, hija del expresidente de ese apellido, la segunda con la bailarina española Raquel Meller. Tocaba el tercer amarre del grande hombre de letras, con la salvadoreña Consuelito Suncín. Pero ¡qué importaba a ésta sino ser la esposa de Gómez Carrillo!

Se instaló el matrimonio en el número 10 de la Rue de Castellane, es decir, se instalaba Consuelito en la casa del Príncipe de los cronistas de América en París. Su triunfo, el triunfo que soñaba en la lejana Armenia, de El Salvador lejano.

Nada era tan grato para Consuelito de Gómez Carrillo, como salir del brazo de su esposo por los bulevares de París.

Una vez vio pasar la pareja el vice-cónsul salvadoreño Raúl Andino. Consuelito dirigió a éste una mirada de triunfo y le dijo con aire productivo:

—Adiós, Raúl.

—Adiós, doña Consuelo —contestó aquel.

El gran placer de Consuelito era pasearse con su Enrique por los Campos Elíseos.

Gómez Carrillo se trajeaba a su capricho y vestida a veces chaqueta de bohemio.

—No me gusta ese traje que llevas —le dijo una vez Consuelito.

Ello bastó para que el bohemio se vistiera de impecable americana.

Ya mandaba Consuelito Suncín sobre Enrique Gómez Carillo, ya ejercía dominio sobre el voluntarioso, ya triunfaba sobre aquel corazón y sobre aquellos caprichos.

Se redondeaba el triunfo de la salvadoreña de Armenia, sobre un ciudadano de América en París.

Un día Gómez Carrillo dijo a Consuelito:

—Vamos a Niza.

—Vamos, —contestó la señora de Gómez Carrillo.

El escritor tenía en Niza una villa que llamaba El Mirador.

Se copia lo que el autor de este relato publicara en Guatemala en 1928, cuando llegó la noticia de la muerte de Gómez Carrillo:

Su casa de Verano en Niza, El Mirador, miraba hacia el mar azul de la costa admirable.

Gómez Carrillo había acondicionado la casita con las comodidades modernas, y allí iba a pasar temporadas cortas, a veces solo, a veces con alguna de sus amistades. Iba en automóvil, que él mismo manejaba.

Copio así mismo, del mismo relato:

Sus elegancias eran a la veladas extravagancias. Vestía bien y vestía mal. A veces iba donde uno de los mejores sastres de París, y se daba a hacer media docena de trajes. Los usaba, pero aburrido de esa ropa, volvía a su chaqueta de bohemio. Era eso, un bohemio, pero de elegancias supremas.

Y copio todavía más:

El capítulo de las aventuras amorosas de Enrique Gómez Carrillo es extenso. Pero se cita como despampanante aquel con una dama encopetada de París, dueña de millones. Se había prendado del sin par cronista, y fue a buscarlo a su casa. Sucedió lo que tenía que suceder, pero es el caso que Gómez Carrillo emprendía por esos días un viaje a España, y tras él se fue la señora, y hubo idilio por varios rumbos de la península, en que —eso lo confesaba el artisa con gracia y sencillez— la enamorada no le dejaba pagar nada.

Pero la aventura con Consuelito Suncín era la última de Gómez Carrillo, y ahora era él quien pagaba… Con ítem de que su nombre quedó enlazado por el resto de sus días, al nombre de una criollista de América.

Y fueron a Niza, y Consuelito se instaló en El Mirador, como la señora de la casa.

En Niza conoció al maravilloso belga Mauricio Maeterlinck, muerto recientemente, amigo de Gómez Carrillo, y de quien se hizo gran amiga.

Vuelve a París, al nido de la Rue de Castellane. Un año, dos años, tres años… El matrimonio se hace en verdad indisoluble. Gómez Carrillo había encontrado lo que vulgarmente se llama la horma de su zapato. Y es que amaba con sus cincuenta y pico de años desgastados en el amor, pero reverdecidos en el cincuentón, como que fuera un mocito de viente abriles.

—No me conozco, Consuelito —decía Enrique a su consorte.

—Si, te conozco, —decía aquella con cierta picardía a su enamorado.

Copio del anecdotario de Gómez Carrillo, que escribí cuando aconteció su muerte:

Gómez Carrillo había contraído matrimonio con una salvadoreña joven e inteligente, Consuelito Suncín, originaria de la población de Armenia en el departamento de Sonsonate.

Pero la muerte ya acechaba al hombre de letras, y un día Consuelito Suncín de Gómez Carrillo, tuvo la inmensa desgracia de perder por siempre jamás a su Enrique.

Nadie más después de ella poseyó el amor de aquel hombre no común, nadie después de ella pudo decir que fue amada de Gómez Carrillo. En cierto doloroso sentido, era un nuevo triunfo suyo: el de sellar la tumba del amante de tantas mujeres de todos los climas, con su mano.

El autor de El alma encantadora de París, de El Japón Galante y de tantos libros de amor, se rindió a la muerte en brazos de una mujer que hasta sobre la muerte llegara a triunfar.

Continúa la documentación relativa al caso Consuelito de Gómez Carrillo. Tengo a la vista una carta que Consuelito me escribiera, cuando su duelo. Voy a copiarla. Dice:

«París, 18 de enero de 1928.

10 Rue de Castellane.

Muy estimado señor y amigo: Estoy llena de luto y de llanto. Mi dolor no tiene limite. La pérdida del hombre amado, del amigo inteligente, del compañero fiel, del esposo modelo, es irreparable. Usted, que lo conoció y que fue su amigo, pude comprender mi desolación.

Lo único que me alienta es su recuerdo. He escrito esas cuartillas que le acompaño. ¿Quiere publicarlas en algún periódico?, le adjunto también una fotografía para ilustrar el artículo.

Consuelo y Enrique Gómez Carrillo.

Estoy escribiendo un libro sobre la vida de Enrique. No lo publicaré pronto, pues quiero que mi conciencia se despierte un poco. Mientras, trabajaré en crónicas de teatro, de novedades parisienses, etc.

Si usted quiere que le envíe mis páginas para su periódico, lo haré gustosa.

Me interesa escribir para Guatemala, para que se guarde el recuerdo de Gómez Carrillo entre sus compatriotas.

Yo le recuerdo bien a usted, a mi Armenia, y creo que nuestra amistad se aproximará más en estos días, en que yo necesito de todos los de las simpatías de Enrique (sic). 

Pronto le enviaré el último libro de éste, titulado «La nueva Literatura francesa».

Muy afectísima, (f) Consuelo de Gómez Carrillo.»

Y la postdata de una carta de mujer, donde las mujeres dicen más que en toda la misiva:

«Me es imposible escribir con la pluma, mi mano tiembla mucho».

La fotografía trajo al escritor la deliciosa fisionomía de la chiquilla de Armenia, ya en legítima parisiense.

Y ahora viene lo gordo: la disputa al derecho de llamarse viuda de Gómez Carrillo, entre Consuelito y Raquel Meller, la bailarina española, segunda en la serie de casorios del voluble escritor. Raquel niega a Consuelo el derecho a llamarse cuida de Gómez Carrillo, y Consuelo se afirma en ese derecho y triunfa al fin.

Ella es la viuda del famoso literato, y no Raquel Meller, y así queda establecido de derecho, pudiera decirse.

Ya consulto es escritora, hace crónicas de teatro, escribe sobre modas de París, elucubra sobre materias varias, y hasta hace filosofía en los periódicos donde escribe.

Heredó de Gómez Carrillo la facilidad para escribir. Lo hace en maquinilla, con nerviosidad. Traza bien sus pensamientos. Se convierte en profesional del periodismo femenino. Con triunfo en esa línea agrega un triunfo más en su trayectoria odiséica.

Y ahora entramos a un nuevo capítulo matrimonial de Consuelo Suncín. El conde Antonio de Saint Exupéry, aviador francés que llenará etapa de famas en Europa, se enamora de la viuda de Gómez Carrillo, y ésta se enamora de aquél. Y viene en segunda el matrimonio.

En su célebre vuelo sobre el Desierto de Sahara, el conde de Saint Exupéry conquista un laurel más, el perfume de Volt de Nuit, nombre con que el mago de la perfumería parisiense, Carón, bautiza una esencia, dedicada a madame de Saint Exupéry, que es el título del libro en que el conde relató su hazaña sobre el desierto.

Después de la muerte de Gómez Carrillo en 1927 a causa de un derrame cerebral, a los once meses de la boda, Consuelo que se encontraba nuevamente viuda se afincó en Buenos Aires, Argentina, donde obtuvo la nacionalidad de este país. Tenía 25 años.

En 1931, estando en Buenos Aires, su amigo Benjamin Crémieux le presentó a Antoine de Saint-Exupéry, que por ese entonces estaba afincado en esa ciudad y tenía a su cargo la Compañía Aeropostal. El flechazo fue inmediato. Consuelo y Antoine estuvieron a punto de casarse en Buenos Aires, pero la ceremonia finalmente tuvo lugar en Francia, donde se trasladaron a vivir.

Su unión matrimonial, que se alargó durante quince años, fue muy turbulenta por la profesión de piloto de su marido, su gusto por la vida bohemia, su éxito como artista y escritor, y sus incontables amantes. Todo ello los distanció, aunque tenían encuentros esporádicos durante los que vivían momentos de auténtica felicidad. No en vano, la rosa de El principito es un homenaje de Saint-Exupéry a su esposa. Su infidelidad y dudas acerca del matrimonio son simbolizadas por el campo de flores que se encuentra el pequeño príncipe en la Tierra. Sin embargo, el principito le dice que su rosa es especial, porque es a ella a la que realmente quiere.

Consuelo y Antoine de Saint-Exupéry.

A pesar de tener un matrimonio ‘sinigual’, Antoine guardó a Consuelo cerca de su corazón. Ella es un personaje importante en El Principito como su «flor», que «creció» en su planeta y que él protege bajo una campana de cristal.

Consuelo visitó El Salvador en 1938.

Llegó a San Salvador, pero no para muchos en la capital, y va a Armenia, a visitar a sus familiares, que están ávidos de reencontrarse con ella. Ya el Coronel Suncín no existe. Abraza  emocionada a su mamá, doña Cecilia de Suncín. Sus amiguitas de antaño en Armenia ya son señoritas tan crecidas. Sus hermanas Lola y Amanda la reciben con efusivo primor. Es la gran, la ilustre armeniana, que fue al viejo mundo, como conquistadora enviada por el nuevo mundo.

De regreso, otra vez en su apartamento del nuevo mundo, donde se improvisa la corte versallesca.

Rodolfo Mayorga Rivas se ofrece de secretario de Consuelito, y ésta acepta.

La condesa concede audiencias.

La juventud de letras de El Salvador desfila ante aquella deliciosa madame Recamier.

En cuanto el poeta Lisandro Alfredo Suárez se arrodilla a los pies de Consuelito y le dice un bello soneto-madrigal (titulado «Capricho Galante») lo que va a leerse:

Permitidme condesa que os anule la liga,

quiero daros la muestra de mi humilde homenaje,

y al haceros el lazo permitidme que os diga

que mi timbre más alto es el ser vuestro paje.

Con primor cortesano mi rendición mendiga

anudaría la seda de vuestro rico encaje;

lejana está mi mente de maliciosa intriga

quiero con este gesto rendiros vasallaje.

Con sus dedos de nácar levantó la falta

el lazo era rosad con broches de esmeralda;

y ante la linda pierna de modelado fino

atrevió lo humilde de mi rendido empeño,

me olvidé de la liga y en el muslo pequeño

se posaron mis labios con un beso felino.

Rodolfito Mayorga Rivas se encelaba un poco, porque no ha podido hacer nada tan bello como el soneto de Lisandro Alfredo.

Aparece en la escena del Hotel Nuevo Mundo Manuel Barba Salinas, con su sonrisa mefistofélica. El Todo San Salvador, pleno de galantería literarias hace la corte a la deliciosa condesita. Esta recibe en un ángulo del saloncito, buscando el efecto de luz,  (me lo ha referido Francisco Joven Méndez).

Pero llega la hora de partir, y parte Consuelito, otra vez, al extranjero. Ella no se halla sino en una gran capital, así tenga que pasar, para llegar a tal meta, entre Scilia y Caribdis, como a ulises le aconteciera, conforme lo relata Homero en La Odisea.

Hallábase Consuelito Suncín en Guatemala en abril de 1938, cuando fue entrevistada por el licenciado Juan Manuel Mendoza, que en aquel entonces escribía un libro biográfico sobre Gómez Carrillo. Hay un párrafo muy interesante en esa biografía y que se refiere a madame Gómez Carrillo y su marido. Vamos a transcribirlo:

«Enrique. siendo ya marido —dijo Consuelito al señor Mendoza— había dado en la tendencia de reñir por cualquier motivo, hasta por futilezas. Una noche él y yo salimos de paseo en París. Nos encaminamos al café de los italianos. Allí tomamos puesto en una mesa, la única que había desocupada. Llamó Enrique a un empleado para que nos sirviera, y, como no le atendiera inmediatamente insistió en llamar, todo él tocado de mal humor… Por fin llegó alguien y le dijo que todas las mesas, incluso la que ocupábamos, estaban comprometidas. Oír eso Enrique y sacar su revólver todo ocurrió en tiempo. “No habiendo aquí —gritó, decididamente enfadado y señalando nuestro puestos— la tarjeta que se usa para los reservados, tengo derecho que se nos sirva”. Y al terminar la última palabra dio un puñetazo, un golpe con el revólver sobre la mesa. Eso bastó para que la servidumbre entrara en preparativos de agresión, armándose de filosos cuchillos. Pero Enrique no cedía en su intento, repitiendo y reclamando que debía servirle lo pedido. Y  sin enfundar el arma hízose campo entre el grupo que se había formado hasta llegar al mostrador en que despachaba el dueño del café. Cara a cara, Enrique reiteró su exigencia en el mismo sentido. Los criados hicieron brillar las hojas de sus puñales, pero Enrique se irguió al punto, dispuesto a batirse».

Acerca de los duelos de Gómez Carrillo, Consuelito dijo a Mendoza que había sido por cientos. Mendoza replicaba que no pasaron de docena y media. La verdad es que madame Gómez Carrillo quiso decir que fueron numerosos los lances en que se viera envuelto el famoso cronista.

«Por fortuna, la policía intervino, no para molestar a Enrique, que siempre cultivó amistad con los gendarmes, sino para apoyarlo, ordenando al patrono que se nos atendiera. Así terminó —concluye Consuelito— el incidente de esa noche».

Dice Mendoza en su libro, relatando la entrevista con Consuelito Suncín, ya cuando era viuda de Gómez Carrillo y Condesa de Saint Exupéry. Había llegado a Guatemala, antes de la segunda (tercera) viudez. Habla el entrevistador.

«Se me presentó Consuelito con ánimo resuelto y paso acelerado, como quien viviera de prisa… Vestía de riguroso blanco, llevando un bello en la cabeza, echado hacia atrás por encima del sombrero, y presumía un aire dominante…

Su color trigueño, colorido de pan horneado, medio encendido por el fino colorete y los perfumados polvos de moda. Su rostro pequeño, medio triangular, ancho de arroba y deprimido de abajo, terminado en punta. Sus ojos, pardos.»

Consuelo y Antonio Saint Exupéry en París

Asegura el señor Mendoza que Gómez Carrillo llamaba amorosamente a Consuelito , siempre, «ratoncito mío», y ello era por la forma de su fisionomía.

Acerca de la herencia de Gómez Carrillo, Consuelito informó a Mendoza:

«Capital efectivo, ni un centavo. Nada más que libros. Casas, dos: una en Niza para mí, otra en París para su hija Elena».

Y de la muerte de Gómez Carrillo, dijo Consuelito a su entrevistador:

«Yo estaba en Niza cuando cayó enfermo, atacado de hemorragia cerebral. Regresé a París, alarmada por la gravedad. Llegué a tiempo de prestarle mis cuidados. Quince días de cama y cuarenta y ocho horas de agonía tuvo el pobre. Cuando le pusieron oxígeno, me llamó para decirme:

«Ratoncito mío, dame la mano, siento que me elevo…» Y así se fue Enrique a la Eternidad».

Poco después ocurría la muerte de Saint Exupéry, el segundo marido de Consuelito Suncín.

El 31 de julio de 1944 a las 8:45 despegó Antonio Saint Exupéry desde Córcega por última vez. No regresó nunca. A las 13:00 se dio la voz de alarma y los radares no pudieron localizarlo. El 1 de agosto, una mujer reportó haber visto la caída de un avión francés, cerca de Tolón. Un cadáver con insignias francesas fue encontrado, días más tarde, al sur de Marsella y enterrado sin identificar.

Su muerte resultó un misterio durante décadas y se especularon muchas posibilidades: que había sido derribado por un avión alemán, una falla mecánica, o que había sufrido un desmayo.

Hasta se ha manejado que se suicidó o fingió su propia muerte. Esto debido a que tenía marcadas diferencias con Charles De Gaulle, el líder de la resistencia francesa. Saint-Exupéry desconfiaba de él debido a sus tendencias autoritarias. De Gaulle le pagó retirándolo de la Fuerza Aérea Libre de Francia e insinuando que colaboraba con los alemanes.

Antonio Saint Exupéry

Consuelito marchó a Nueva York. Llega a la gran metrópolis con madurez de experiencia, siempre linda, siempre grácil, siempre ágil, con esa su agilidad mental que tanto desconcertaba a sus admiradores que gustó tanto a Gómez Carrillo y que tanto celebrara Gabriel D´Annunzio.

En la urbe norteamericana Consuelito Suncín tiene tomado un apartamiento en uno de los más discretos hoteles de discreto lujo, el Exess, frente al Central Park West, uno de los rincones más aristocráticos de Nueva York. Allí le dejó Manuel Barba Salinas hace tres años, cuando el letrado trota-mundos estuviera allá, de lucha frente a la vida, y visitara con frecuencia a su connacional Consuelo Suncín viuda de Saint Exupéry.

—¿No notó usted en Consuelito tendencia a las terceras nupcias? —he preguntado a Manuel.

—Ninguna —Me contestó éste con toda seriedad.

Admirable Consuelito Suncín, he concluido de escribir a grandes rasgos tu odisea de mujer triunfadora, como pocas he conocido en la vida y en mis lecturas.

Admirable Consuelito, guardo en el recuerdo la flor roja que con suave coquetería y espontaneidad sorpresiva, me diste en Managua, quitándola de tu corpiño, cuando el tren iba a partir y te dije, llevándome los dedos a los labios:

—¡Au revoir!

Gustavo Alemán Bolaños,  San Salvador, 1949

Consuelo y Antonio Saint Exupéry

Consuelo Suncín, viuda de Enrique Gómez Carrillo y Antonio Saint Exupéry, murió de un ataque de asma en Grasse, Francia el 28 de mayo de 1979 y fue enterrada en el cementerio de Père-Lachaise en París junto a los restos de su segundo marido Enrique Gómez Carrillo. Legó todos sus bienes y derechos al español José Martínez-Fructuoso, quien fuera su mayordomo y jardinero.

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