MEDINA, CINCHONERO Y LA AHORCANCINA DE OLANCHO

ALG12 noviembre, 2018

Desde el año de 1863 gobernaba Honduras el General José María Medina, con el apoyo del gobernante de Guatemala General Rafael Carrera, quien algún tiempo después le retiró su protección por asuntos relacionados con la política interna de ambos países; y en tal circunstancia, los elementos desafetos al General Medina, que antes le habían acuerpado en sus gestiones administrativas, empezaron a conspirar contra él y su gobierno, y fue así como principiaron a notarse en el departamento de Olancho, las manifestaciones de una creciente antipatía contra su gobierno de componendas y engaños, como decían sus adversarios.

Por esa época ejercía las funciones de Comandante de Armas del departamento de Olancho, el General Pedro Fernandez, quien se consideraba como un procónsul romano, por todas las facultades de que gozaba en el ejercicio de sus funciones públicas, el grado de que muchas gentes decían servilmente: “solo Medina en Honduras y Fernández en Olancho”, y cuya expresión resultaba cierta para servir de las gentes sencillas y timoratas, pero no para los hombres libres.

Pedro Fernandez tenía entre sus sirvientes a uno que se llamaba Serapio Romero, le decían Cinchonero, porque provenía de una familia que hacía chinchos de cuero para las bestias. Cinchonero era un buen criado, lider nato y valiente. De él hablaremos más adelante, primero un poco del antecedente de esta historia.

General José María Medina (1826 – 1878), presidente de Honduras entre 1863 y 1874.

EL ALZAMIENTO DE ZAVALA Y ANTÚNEZ

La situación política del Departamento de Olancho, en aquella época, era de zozobra y de intranquilidad, pues los ánimos estaban muy exaltados, al grado de que el más pequeño incidente en la vida pública hubiera causado el estallido de una nueva facción, que sería más desastrosa que la anterior, como así sucedió.

El día 7 de diciembre de 1864, la víspera de la Virgen de Concepción, la Patrona espiritual de la ciudad de Juticalpa, se reunieron varias personas, en las primeras horas de la noche, con la idea de sacar una paseada para celebrar la Fiesta Patronal, y entre esas personas se encontraba el Coronel Manuel Barahona, José Ángel Rosales, Gregorio Barahona, José María Mejía, Tranquilino Matute y otros amigos más.

El Coronel Barahona dispuso ir al barrio de Las Flores, de aquella ciudad a comprar una botella de aguardiente para brindar con sus amigos, y al transitar por una de las calles se encontró con el Mayor de Plaza, coronel Macario Martel, quien andaba rondando con su escolta, y al ver a Barahona le pidió que le rindiera sus armas, pistola y espada, y al oír el requerimiento Martel le contestó que no le daría las armas. Que sus armas a él le costaban y no tenía por qué rendirlas.

Al oír Martel esta contestación de Barahona, ordenó a su escolta que prepararan sus armas: y fue en ese instante, que Barahona, rápidamente le disparó un tiro que le atravesó la garganta, causándole la muerte instantánea; y Barahona salió huyendo, y la escolta le hizo una descarga con sus armas  sin causarle daño alguno.

Al darse cuenta de lo ocurrido, los amigos de Barahona dispusieron, la misma noche, trasladarse inmediatamente a San Francisco de la Paz, y allí principiaron a organizarse militarmente, y ya contando con doscientos hombres voluntarios, se dirigieron hacia la población de Manto, en donde se les agregaron los cabecillas Francisco Zavala y Bernabé Antúnez y acordaron volver sobre Juticalpa, para atacar y tomar el cuartel de aquella plaza, y así lo hicieron el día 21 de diciembre de 1864, y a las cuatro de la tarde principio el ataque y después de un fuerte combate, fueron rechazados los atacantes por la guarnición de aquel cuartel, con pérdidas de ambas partes y el  coronel Barahona, que fue herido de ambas piernas, fue capturado y fusilado inmediatamente lo mismo que el señor Inocente Urbina.

Los derrotados fueron perseguidos activamente por la gente del Gobierno y capturados algunos de ellos en el lugar llamado Azacualpa, al norte de Juticalpa, los cuales fueron fusilados, entre ellos, el joven de 18 años, llamado Hipólito Guardiola, hijo natural del presidente General Santos Guardiola, que acompañaba a su padre cuando éste fue asesinado en Comayagua en 1863.

Después de la muerte del coronel Manuel Barahona, los cabecillas Gregorio Barahona, hermano del muerto, Francisco Ávila y Bernabé Antúnez, principiaron a reorganizarse para proseguir la lucha, contando con gente de San Francisco de La Paz, Salamá, Yocón y Manto, y ya contando con un buen número de hombres, atacaron y derrotaron en Manto, a una columna del gobierno, en la cual se encontraba José Ángel Rosales, que ya estaba al servicio del gobierno y lograron así mismo, poco después obtener otro triunfo en San Francisco de La Paz, pero sin mayor trascendencia contra la fuerza del gobierno.

En vista de los sucesos mencionados y de los cuales le informaban constantemente al Presidente Medina, el Comandante de Armas de Olancho, general Pedro Fernández ordenó el Presidente Medina, con fecha 24 de diciembre de 1864, por medio de la Secretaría de Guerra, que se pusiera en actividades la fuerza que se creyeran convenientes para el sostenimiento del gobierno constituido, y, al efecto salieron los primeros contingentes de tropas con rumbo al Departamento de Olancho, tanto de Tegucigalpa al mando del coronel Pablo Nuila, como de otro bajo el mando del general Mariano Álvarez.

Mientras tanto, los rebeldes enardecidos con motivo de los pequeños triunfos obtenidos últimamente en San Francisco de La Paz y en Manto, ya se consideraban fuertes, dispusieron los cabecillas, Zavala, Antúnez y Barahona, marchar sobre Tegucigalpa, pues contaban con mil hombres, y llegaron a Guaymaca, de donde pasaron a Cedros, que tomaron sin resistencia, en donde principiaron a cavar la sepultura de aquella desgraciada y sangrienta facción del año de 1865, que se conoce en la historia nacional con el nombre de Año de la Ahorcancina de Olancho.

Tradicionalmente se sabe que al llegar los facciosos a Cedros, y al saber tal noticia las personas que simpatizaban con ellos en Tegucigalpa, se prepararon para recibirlos jubilosamente, y aun se ofreció que se les entregaría el Cuartel, y en fin que todo estaba listo para recibirlos triunfantemente; pero resulta que en Cedros, según se sabe por tradición, se suscitó una seria discusión entre los cabecillas de la facción, o sea entre Antúnez y Zavala, acerca de si convenía mas dirigirse directamente a Tegucigalpa y atacarla, si era necesario, o marchar hacia Comayagua, para atacar al gobierno en su propia sede, lo cual dio por resultado que la discusión se prolongó tanto que acabó por exaltar los ánimos de los revolucionarios, y resolvieron ya divididos, regresar a Olancho, y sucedió lo que dijimos anteriormente, que en Cedros principiaron los jefes rebeldes a acabar su propia sepultura pues la frase del folklore nacional dice: “el que se divide se va al plato, pues la unión hace la fuerza”; y los acontecimientos siguientes comprobaron esto efectivamente, y desde la primera jornada de regreso a Olancho, principió la deserción de los soldados de uno y otro jefe rebelde, que marchaban inconscientemente hacia la muerte, por efecto de un grave error incomprensible en aquel momento supremo de la revolución olanchana.

Tomando en consideración que la facción de Olancho se venía prolongando demasiado tiempo, con perjuicio de la paz general de la República, dispuso el General Medina ir personalmente a dirigir las operaciones militares, para terminar con aquella grave situación, y en tal sentido el día 15 de mayo de 1865. depositó el poder en el Senador Lic Crescencio Gómez, y dirigió un Manifiesto a la Nación, diciendo entre otras cosas las siguientes:

«Las leyes de la guerra son terribles, pero necesarias para salvar la nación y devolver el orden, el alivio de la paz, yo creo así porque quiero, puedo y sé como debo destruirla».

Desde mediados del mes de marzo de 1865, el presidente Medina había nombrado Comandante General del Ejército que operaría en Olancho al General Juan López, quien también mandaría la tropa que estaba al mando del teniente coronel Juan Antonio Medina (Medinilla), militar de origen salvadoreño.

El General Juan López estableció su cuartel general en la ciudad de Juticalpa. El Presidente Medina, de Comayagua con rumbo a Olancho, al mando de una división de quinientos hombres, siguiendo la ruta de Esquías, Minas de Oro y Yoro, de donde pasó a Salamá, en donde estableció provisionalmente su cuartel general y a donde llegó el general Juan López, para planear y discutir los planes militares con el fin de destruir la facción.

Como dijimos anteriormente, al regresar los rebeldes olanchanos a su departamento ya divididos sus cabecillas por el grave disgusto que tuvieron en Cedros, a principios del mes de junio de 1865, y ya muy reducido el número de sus hombres por la deserción, aprovecharon esta circunstancia las tropas gobiernistas y principiaron a batirlos por todas partes, y para llevar a cabo tal operación estratégica, fueron comisionados varios jefes de confianza del gobierno, entre ellos los tenientes coroneles Juan Antonio Medina e Inocente Solís y otros oficiales con órdenes terminales de no darle cuartel a ningún prisionero, y fue entonces cuando se puso en ejecución el plan de la ahorcancina y el fusilamiento sin ninguna escapatoria, y el incendio que se consumó en las poblaciones de Manto, Jano, San Francisco de La Paz y en otras muchas aldeas y caseríos de aquel infortunado departamento, destruyéndose así modestas chozas de humildes campesinos, muchos de ellos que eran completamente inofensivos, y muchas veces por venganzas puramente personales. Para realizar todo este plan diabólico de destrucción, de odio y de venganza habían sido organizados grupos especiales de soldados gobiernistas que se encargaban con un sadismo infernal en el cumplimiento de su misión tenebrosa y destructora, en la cual alcanzaron una fama criminal el negro José Cloter que era sirviente del general Medina, lo mismo que el llamado «Machucachiles», que correspondía al nombre de Pablo Meza, que era nativo de Zapota, ahora San Francisco de La Paz, y que era tambor de órdenes del teniente coronel Juan Antonio Medina (Medinilla). Acerca de estos tipos tenebrosos la tradición olanchana refiere que cuando colgaban un desgraciado en la rama de un árbol y lo ahorcaban, el llamado «Machucachiles» hacía un ruido infernal con un tambor que usaba especialmente para tales actos de crueldad; y que el negro Cloter gritaba desaforadamente y haciendo gesticulaciones, decía: «otro indio al palo que ya este se ahorcó».

Desde la derrota que sufrieron los rebeldes en el lugar llamado «Los Tapescos», en la primera quincena del mes de junio, por las tropas del Teniente Coronel Juan Antonio Medina, intentaron reorganizarse y volvieron a enfrentarse con la gente gobiernista, en el sitio llamado «Portillo Galán», que se encuentra a menos de dos leguas de distancia al noroeste de San Francisco de La Paz y no muy lejos de la montaña de «El Tufar», y, las fuerzas del coronel Francisco Zavala, que ya se encontraban muy reducidas en número y desmoralizadas, se declararon en desbandada con su jefe, buscando refugiarse en la cumbre de dicha montaña, aprovechándose de un fuerte aguacero que caía, y ya casi de noche encontraron un rancho abandonado y en él acogieron, y creyendo que por el aguacero no serían perseguidos por sus enemigos, pero estos no se detuvieron en la persecución de los rebeldes, y llegaron al rancho en donde capturaron al coronel Zavala y a sus pocos compañeros, y en aquel mismo lugar fueron fusilados y al coronel Zavala le cortaron la cabeza y fue enviada a Juticalpa, según orden que tenían del gobierno los jefes expedicionarios.

Estos hechos sangrientos de la montaña de «El Tular» tuvieron lugar el 19 de junio de 1865.

El otro jefe rebelde, coronel Bernabé Antúnez, que también luchaba separadamente de sus anteriores compañeros, fue vencido de la manera más indigna, y como era todo un hombre decidido y valiente, emplearon contra él, el recurso bochornoso de la traición, ¡siempre la traición! y se valieron de un judas llamado Concepción Padilla, para que llevara a cabo la captura del Coronel Antúnez, con quien había andado en la facción y se consideraba su amigo.

El judas Padilla se presentó en Juticalpa al general Juan López, comandante general de ejército gobiernista, y con el fin de librarse del peligro que pudiera correr por su complicidad en la facción le ofreció al general López, que él se comprometía a entregarle al coronel Antúnez y para realizar su felonía, le proporcionó el jefe militar varios hombres que tenía de alta, para que como voluntarios, contribuyeran con Padilla a la mencionada captura del jefe rebelde; y después de varios días de buscar el momento oportuno, ya en contacto con Antúnez, y cuando cruzaba el río Grande, en el paso de Gualaco, invitó Padilla a Antúnez a que se bañasen, y cuando éste se encontraba dentro del agua lo capturaron y fue entregado a un destacamento de la gente del gobierno, en donde fue fusilado inmediatamente, y le cortaron la cabeza como hicieron con Zavala, y ambas cabezas fueron colgadas en jaulas de hierro y puestas en postes en la cumbre del cerro El Vigía, situado al norte de Juticalpa, y como decía el procónsul Pedro Fernández, se hacía aquello, para ejemplo y escarmiento de los enemigos del gobierno.

LA JUSTICIA DE SERAPIO ROMERO (CINCHONERO)

Tres años pasaron desde la fallida insurección de Zavala y Antúnez y sus cabezas seguían expuestas a la vista de los vecinos de Juticalpa, como un ejemplo de lo que pasaría contra todo aquel que se alzara en contra del gobierno. Pero la paz que tanto añoraba Medina en Olancho no llegaba.

Olancho se encontraba en una grave situación de desolación y de miseria, que infundía conmiseración y desaliento entre propios y extraños; y en tal situación de zozobra e intranquilidad, fue cuando aparece la figura de un humilde campesino esforzado y valiente, que, a la cabeza de un puñado de hombre jóvenes y dispuestos al sacrificio por el imperio de la libertad y la justicia, y en la noche del 9 y 10 de julio de 1868, asaltan heroicamente el cuartel de Juticalpa, y después de un ligero combate se apoderan de él, sin mayor derramamiento de sangre; y, como el Mayor de la Plaza, no se encontraba en su puesto, a la hora de la lucha, y el cual se llamaba Nazario Garay, dispuso Cinchonero salir del cuartel con algunos de sus compañeros, y al poco andar se encontraron con Garay que iba hacia su puesto y al ver al Cinchonero, le increpó rudamente con palabras llenas de odio y de rencor.

Leamos a este propósito la página emocionante, pintoresca y certera que nos dejó en sus Memorias el notable poeta y escritor hondureño Froylan Turcios:

«¡Cobarde! ¡Miserable! ¡Traidor! ¡Si yo hubiera estado aquí jamás hubieras tomado el cuartel!»

«Desprecio tus insultos -contestó en el mismo tono el Chinchonero- ¿Por qué abandonaste el puesto que te señala tu deber? En las épocas de guerra un jefe de alta debe dormir con su tropa, y no como tú en los brazos de una querida. Con una palabra puedo hacer que te despedacen; pero deseo convencerte, de hombre a hombre, que nunca fui cobarde. Ya lo verás: voy a matarte como a un perro».

Y dirigiéndose a sus camaradas que enardecidos le rodeaban gritó:

«Entreguen a Garay un machete como el mío. Y si perezco le devuelven el cuartel».

Abriéndose todos en un círculo y en el centro se atacaron con un tremendo furor. A la luz de los haces de ocote desarrollándose aquella dramática escena digna de los antiguos espartanos.

Como feroces tigres rugían coléricos, las hierbas del piso volaban en todas direcciones y sólo se oía el choque de las armas. De pronto la camisa del Chinchonero tiñose de rojo y la lucha cesó. Tenía partido el brazo izquierdo. Ofreciéronle algunos sus ropas, vendándosele al instante.

«¡Defiéndete! ¡Vas a morir!,» rugió el herido el Cinchonero, precipitándose sobre su contrario.

Garay reculó acosado por una fiera, lanzando ásperos juramentos. Defendiéndose con admirable bravura, pero la acometida fue tan fulminante que en breves segundos rodó por el suelo su cabeza; y como el terreno era desigual, el tronco erguido retrocedió algunos pasos todavía entre el silencio de los espectadores, inmóviles de espanto…

(Fin del relato de Turcios)

Serapio Romero era hasta ese año un desconocido en Olancho, pero dispuesto a vengar tanta muerte ocasionada por el gobierno de Medina en Olancho, poco a poco su fama fue expandiéndose por todo el departamento.

Cuando ya contaba con más compañeros, Cinchonero se propuso hacer excursiones por aldeas y caseríos en busca de armas y dinero para sostenerse y proveerse de los elementos necesarios para extender la rebeldía, pues el gobierno y el comandante Fernández no estimaban importante aquella revuelta y sólo se limitaban a enviar pequeñas escoltas a dispensar dicho grupo de descontentos, que muchas veces se burlaban de su persecución, y otras en que presentaban acción, derrotaban a los soldados del gobierno, y en esa forma pasaba el tiempo y continuaba la intranquilidad en aquel departamento.

En uno de aquellos días de intranquilidad, recibió un aviso el comandante Pedro Fernández, en el cual se le decía que en la aldea de San Felipe situada a inmediaciones de Juticalpa, se estaba preparando un complot revolucionario y con el fin de averiguar la verdad, fue enviado a dicho lugar el General José María Zelaya con una escolta de 25 hombres, quien llegó a la mencionada aldea, y no encontró nada anormal, continuada su marcha hacia los valles de Azacualpa, a donde llegó igualmente sin encontrar ninguna novedad y, al regresar de Ciale, ya casi a la puesta del sol, y pensando llegar a unas de las haciendas de aquellos valles, para pasar la noche y al pasar por unos de los zanjones que abundaban en aquellos sitios, recibieron una granizada de balas, a los gritos de: «¡Vivan los Coquimbos!» y cuya acción sorpresiva desmoralizó a la gente del gobierno y huyeron unos por un lado y otros por otro, al grado que el general Zelaya, ya que por poco muere en aquella sorpresa, tuvo que escapar él solo a lomo de mula, con dirección incierta por la oscuridad de la noche.

Los asaltantes eran hombres que formaban el grupo que encabezaba el rebelde  Chinchonero.

Cuando Cinchonero tomó la plaza de Juticalpa, una de las primeras órdenes que  dictó a su gente fue traer las cabezas de los coroneles Francisco Zavala y Bernabé Antúnez, que hacía casi tres años que se encontraban enjauladas en la picota levantada en el Cerro «El Vijía», situado al norte de aquella ciudad haciendo que el cura de aquella parroquia, don Rafael Becerra, les hiciera las exequias en una enramana, levantada en la plaza pública y después de tales actos religiosos, fueron llevadas las calaveras con los honores militares del caso y sepultadas en el cementerio viejo de Juticalpa.

El general Pedro Fernández había salido con su guardia personal hacia la ciudad de Catacamas, en asuntos oficiales, desde el día anterior al 9 de julio, en que Cinchonero se apoderó del cuartel de Juticalpa. Al tener noticias el general de la toma del cuartel por Chinchonero, destacó rápidamente varios correos a Comayagua para poner en conocimiento del gobierno lo que había acontecido, ordenando el presidente Medina el envío de un fuerte contingente de tropa para auxiliar al comandante Fernández y proceder enérgicamente contra los asaltantes; y, así fue que a los diez días de estar aquellos rebeldes en poder de aquella plaza, fueron atacados por varios rumbos por más de 400 hombres, y después de un rudo combate que duró más de dos horas fueron desalojados del cuartel los rebeldes que huyeron por diferente dirección, no sin dejar varios muertos y heridos; y las fuerzas del gobierno emprendieron una tenaz persecución  contra ellos, que duró varios días, hasta que al fin fueron capturados en el valle de Tilapa, por el oficial Sotero Ávila, que fue enviado de Yocón por la autoridad militar, con una pequeña escolta a cooperar en la persecución de los fugitivos, y con el auxilio de varios vecinos de Manto y de otros lugares que sirvieron con el mismo fin; y, en el mismo sitio de la captura del jefe rebelde fue fusilado y le cortaron la cabeza que fue enviada a Juticalpa a la autoridad militar; y en atención al pedimento de varias honorables familias de aquella localidad que no querían continuar presenciando el macabro espectáculo de las cabezas de los coroneles Zavala y Antúnez, que habían permanecido en la picota durante tres años en las jaulas de hierro en el cerro El Vijía, desde el año de 1865, otros dicen que porque Pedro Fernandez guardaba un especial cariño a quien había sido su criado, dispuso el comandante de Armas de aquel departamento, que la cabeza de Cinchonero fuera sepultada en el cementerio viejo, en donde también yacían las cabezas de sus compañeros de armas.

Serapio Romero, Chinchonero, nació en la modesta aldea de San Juan de Guarizama, perteneciente en aquella época a la jurisdicción de municipio de Manto, y fue hijo legítimo de los humildes campesinos de aquel lugar que se llamaban Anacleto Romero y Cipriana Munguía (aunque algunas personas mencionaban que la madre era Serapia Pónce). Tuvo dos hermanos menores: Gregorio y Eusebio Romero Munguía.

No se tienen datos exactos acerca dela fecha del nacimiento de Serapio Romero, pero es de suponerse que nació allá por los años de 1840-1842, pues según la tradición olanchana, se sabe que Cinchonero tenía el año de 1868, 28 a 29 años de edad.

Los padres de Serapio Romero eran campesinos pobres, honrados y trabajadores, don Anacleto, el padre, se dedicaba a los trabajos agrícolas en una pequeña labranza, en la cual sembraba maíz, frijoles y otros productos para el consumo del hogar, teniendo asímismo una pequeña huerta y un cañalito que mucho le servía para el sustento de su esposa y de sus hijos; y, además de sus faenas en los cultivos mencionados, ejercía el oficio de fabricante de toda clase de implementos para el apero de bestias de carga, que tanto se necesitaban en las labores de las haciendas y en los trabajos particulares, y de allí le vino a dicha familia el sobrenombre de Cinchoneros, porque hacían cinchones y toda clase de arneses que se empleaban como dijimos anteriormente para el arreglo de los animales de carga; y, para vender sus artículos indicados, tenía don Anacleto que recorrer con mucha frecuencia los hatos y haciendas de varios lugares en su departamento, en donde era apreciado por su honradez en el cumplimiento de sus obligaciones, y así pasaba la existencia de aquel hogar sencillo pero tranquilo.

Con el tiempo el señor Romero y su familia dispusieron trasladarse a vivir en la ciudad de Juticalpa, y para ello buscaron un sitio conveniente para ellos, y eligieron el barrio de Calona, y al pie del cerro «El Zacate», construyeron una casita de bahareque en donde se fincaron definitivamente y en donde crecieron sus hijos que empezaron a auxiliar a sus padres en la lucha por la vida, ejerciendo humildes menesteres en casas acomodadas de aquella localidad, y así fue como el hijo mayor, Serapio, entró como criado cuando aún era un niño, en la casa del general Pedro Fernandez, cumpliendo honradamente con sus obligaciones. El general Fernandez tenía especial aprecio por Chinchonero, por su valor y responsabilidad en el trabajo. Como era sólo un niño cuando comenzó a trabajar allí, le dejaba entrar a la casa y escuchar las maniobras militares y políticas del poderoso general. Así fue como Serapio Romero, el que llegó a ser el célebre guerrillero olanchano, se enteró de muchas cosas que no conocía bien en su juventud, y que le permitieron forjarse una conciencia exacta de los crímenes e injusticias que se cometían con la clase pobre y humilde de aquel departamento, y así fue que juró vengar las atrocidades, asesinatos y ahorcancinas llevadas a cabo por gentes sin Dios ni ley, y con tal fin, ofreció sacrificar su vida, gustosamente, en holocausto por el triunfo de la libertad y la justicia en nuestra patria hondureña.

Según el historiador Medardo Mejía, de quien tomamos este relato en el libro Historia de Honduras Tomo IV, unas mil personas murieron en los incidentes en Olancho entre 1865 y 1868, quinientos hombres fueron fusilados y un número parecido fue ahorcado de la forma más cruel y despiadada. Otros autores relatan un número mucho mayor, hasta 3,000 muertes producto de la ahorcancina de Olancho. Unas mil familias fueron desarraigadas de sus hogares y otras mil más emigraron al interior del país en busca de seguridad. No existe dato preciso al respecto. Olancho nunca más volvió a alzarse, la paz que tanto buscaba el General José María Medina llegó, pero no para él, que murió fusilado diez años después en Copán, al perder el poder que defendió con tanta sangre.

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