LA RENUNCIA DEL ESCRIBIENTE (CAPÍTULO OLVIDADO DE UNA NOVELA PERDIDA) DE JUAN RAMÓN MOLINA

ALG2 noviembre, 2018

Cuando José Ángel entró a la oficina eran las nueve y cuarto de la mañana, como siempre, más tarde de la hora reglamentaria, las nueve. El portero, un vejete seco y patizambo, llena la cara de arrugas desde tiempo inmemorial, le siguió con una larga mirada de reproche, casi rencorosa. ¡Llega tarde un escribiente que ganaba treinta y cinco pesos al mes, tan mal visto por el secretario! ¿Había mayor crimen? No, no podía haberlo, y no se explicaba por qué no era despedido. Él, muy al contrario, era puntual, puntualísimo. Antes de las nueve oíase su tos asmática en los corredores del edificio municipal; abría poco después, con mucho ruido de cerrojos, las pesadas puertas de la oficina; barría luego la vieja alfombra de cáñamo, gastada por el ir y venir de muchas generaciones de empleados; sacudía, manejando con calma el inútil plumero, el polvo de las sillas iba a la cercana fuente del patio, un patio estéril como una roca, a llenar de agua fresca el cántaro; regresaba con él trabajosamente, mientras el líquido salía furtivamente por algún agujero invisible, lavaba, metiendo adentro sus dedos huesosos y sucios, el empañado vaso de cristal, en cuyo fondo, durante algunas semanas, se depositaron los sedimentos de las heces; y por fin, como término de sus afanosas matinales tareas, llegábase a la mesa del señor secretario, como él decía invariablemente y con el mayor respeto, a ponerla en orden. Los papeles, notas y expedientes, eran arreglados con suma parsimonia; las reglas y los lápices, éstos cuidadosamente tajados, ocupaban su respectivo lugar, al alcance de la mano; el tintero, lleno de un líquido negruzco y espero, recibía una prolongada frotación con un pedazo de franela roja. Él si trabajaba, él sí merecía su mezquino salario mensual, que el gobierno nunca le pagaba con puntualidad, y no aquel muchacho loco, que siempre llegaba tarde, y que se pasaba las horas de la oficina rubricando su firma, caricaturando a los demás empleados o fumando cigarrillos. Decididamente, seguía reflexionando el viejo, ya era tiempo de que le quitaran el empleo.

El joven acababa de entrar, sin fijarse siquiera en él, depositó su sombrero en cualquier parte, sentándose en seguida frente a la mesa que le correspondía. Púsose a hojear negligentemente unos papeles, extendiendo las piernas y recostándose en el respaldar de la silla, recorrió con la mirada el salón cubierto de un antiguo tapiz con dibujos de flores. Conocíase que le importaba muy poco que el secretario, que en el fondo de la pieza, en una especie de entrada, alegaba con unas mujeres y un policía, echara de ver que había llegado otras vez tarde, a pesar de las repetidas advertencias. Escuchaba, eso sí, cuidadosamente, lo que hablaba lejos de él, y el asunto acabó por absorber su atención.

Oíase la voz chillona de una de ellas, agujereando desapaciblemente el tranquilo ambiente de la oficina. Eran unas pobres mujeres, madre e hija. La madre, vieja gastada sin duda por el trabajo, hablaba sin cansarse, defendiéndose de los cargos del policía, accionando violentamente con sus flacos brazos amarillentos. La hija no decía nada, permaneciendo inmóvil a la distancia, ocultas las facciones en un descolorido rebozo. El policía, de cuando en cuando, repetía sus acusaciones, dando detalles y pormenores. La había encontrado en el camino, cerca del castillo, comprándoles a los indios. El cuerpo del delito estaba allí, en el cesto depositado en el suelo; un cesto grande que estallaba de repleto: lechugas, rábanos, zanahorias, nabos, cebollas, todo el género de hortaliza; naranjas, huevos, mangos y algunas calabazas tiernas; y dentro de todo aquello, estirando los cuellos hacia la escena, veíanse una gallina negra y dos pollos inquietos.

El secretario, enlazados los dedos de las manos, la cabeza cónica ligeramente inclinada, el semblante ceñudo, oía a las dos partes. Después que concluyó de hablar el policía, siguió la vieja, más agria, con más fuerza todavía:

—El policía no nos ha visto comprar en el camino. Veníamos del pueblo, de la casa de un pariente, adonde fuimos a traer esas verduras, señor. Como somos pobres, tenemos que ir muy lejos a buscar víveres, para venderlos en el mercado, ganando un cuartillo. Es una injusticia la que se quiere hacer con nosotras. Devuélvanos nuestro canasto. ¿De modo que una ya no puede traer nada, porque la capturan y la llevan a donde la autoridad? Si hubiéramos sabido eso no habríamos ido. ¡Ah! con las pobres mujeres hacen todo. Y más cuando una es infeliz y no tiene quién vuelva por una. Devuélvanos nuestro canasto, por Dios, que es todo lo que tenemos. 

La hija empezó a llorar silenciosamente; todos los empleados seguían de lejos la escena; el policía, el kepis en una mano y el garrote en la otra, miraba a las mujeres con ojos amenazadores; hasta el viejo portero había dicho entre dientes: son unas pobrecitas. Al fin resolvió el secretario, con voz dura:

—Son unas revendedoras. Está prohibido comprar en los caminos, y sin embargo, por salir gananciosas, infringen la ley. Quedan los víveres decomisados, y si no tienen cinco pesos para pagar la multa, irán a la sección de policía. ¿Tienen los cinco pesos, o no?

José Ángel, al oír aquella sentencia, palideció intensamente, se mordió los labios y se le vio un ímpetu de acudir en auxilio de las infelices mujeres, que rompieron a llorar.

—¿Tienen los cinco pesos, o no? ¿No, verdad?

—¡Qué vamos a tener nosotras! —sollozó la hija, enjugándose las lágrimas con un rebozo. 

—¿No los tienen? ¡Pues a la sección, a ver si allá los consiguen! —terminó bruscamente el secretario, tomando su pluma y poniéndose a escribir rápidamente. 

Las mujeres, llorando a lágrima viva, fueron sacadas de la oficina por el policía. El salón, turbado por aquella triste escena, recobró su aspecto de costumbre. Instantes después se oía la tos asmática del portero, percibiéndose claramente el rasguear de las plumas de los escribientes, apresurando cada cual la conclusión de su trabajo.

Sólo nuestro joven no escribía, sino que meditaba, arrullado por sus pensamientos. Sí, aquello era una injusticia, una brutal injusticia. ¡Quitarles a las infelices su cesto de provisiones, y enviarlas en seguida a la cárcel! ¿Había mayor falta de piedad? ¡Y esto lo hacía el secretario en nombre de la ley, que violaba según su conveniencia! ¡Revendedoras! ¿Y qué tenía eso? ¿No había una porción de tenderos y tenderas al por menor, que hacían lo mismo, que negociaban impunemente en mayor escala? ¿No estaba entonces el agio de moda? ¿No traficaban judíos y comisionistas con el sueldo de los empleados, favorecidos por el gobierno, que a propósito no pagaban puntualmente el presupuesto? Eso era mil veces peor, porque empobrecía la nación, arruinaba a toda las familias, precipitaba en la miseria a muchos infelices. Ellos, los agiotistas, no iban a la cárcel, no irán nunca. Antes bien se les veía con toda clase de consideraciones, se les rendía pleito homenaje; mezclábanse, siempre con provecho, en los asuntos financieros de la nación; explotaban a su gusto el desbarajuste económico; se enriquecían de la noche a la mañana, paseando su soberbia en coches espléndidos, viviendo opulentemente, embargando las fincas rústicas y urbanas, creando un malestar indefinido a las masas sociales que presentían ya la bancarrota del país. En cambio, los infelices, los desheredados de la fortuna, los que buscaban un miserable lucro en negocios de ínfima cuantía, iban, siempre a la cárcel, de donde no salían sin pagar multas exorbitantes para su miserable patrimonio. ¡Cuánta injusticia! ¡Cuánta falta de piedad!

Así, meditando, se acordó de lo que había visto en la oficina desde seis meses, cuando por recomendación de una persona de influjo, había entrado en ella a servir un humilde puesto de amanuense. El jefe era un hombre ignorante, lleno de prosopopeya, que faltaba mucho; el secretario un majadero, que se había eternizado en el puesto y escribía artículos deplorables para los periódicos, sus compañeros unos pobres diablos, que desde hacía años se habían convertido en ostras de aquella roca oficial; el portero, un viejo inútil, medio asmático y reumático, que se pasaba las horas durmiendo. Y luego las intrigas inevitables, los chismes de unos con otros, aquel trabajo embrutecedor de escribir notas y más notas, miserablemente remunerado; las injusticias, las represiones diarias, las miserias de aquella vida monótona sin horizontes, sin ideales, sin un cambio que le hiciera esperar una existencia más de acuerdo con su carácter.

De pronto se puso a escribir febrilmente, secó lo trazado, y se dirigió a la mesa del secretario, el cual continuaba en su tarea de llenar pliegos y más pliegos. Largo rato estuvo aguardando con la mano izquierda sepultada en uno de los bolsillos del pantalón y en la derecha una foja de papel de oficio.

Al fin el secretario levantó la cabeza y miróle de arriba abajo con sus oblicuos ojos verdes, y dijo en tono breve:

—¿Qué quería?

—Que me ponga el visto bueno en el pie de este recibo. Es de octubre. Como hoy es primero de noviembre, y como pienso retirarme de la oficina…

—¡Ah! ¿Se va? —y sonrió burlonamente. 

—Si, me voy. no pienso seguir empleado aquí. 

—¿Le han nombrado jefe político de algún departamento o le han dado una cartera?

—Tal vez… pudiera suceder… Lo que quiero es que me ponga el visto bueno. 

—Está bien. Pero después no venga a pedir otra vez el empleo, porque no se le dará. 

—No vendré, esté seguro. 

—Así dicen, y luego vienen con súplicas y molestias… 

—No vendré. 

El secretario leyó el recibo, púsole en seguida el visto bueno, y continuó escribiendo sus interminables comunicaciones.

José Ángel tomó en seguida su sombrero, despidióse con brevedad de los demás amanuenses, que no salían del asombro; salióse a los corredores de la oficina, seguido por el portero, que al enterarse de su resolución, había movido de un lado al otro la cabeza, tercamente, obstinadamente, como desaprobando aquel paso brusco, a pesar de las ganas que tenía de que se fuera.

Ya en la calle, José Ángel se dirigió a la Plaza de Armas. Eran las diez de la mañana, una alegre mañana de sol, que reía sobre los seniles y amarillentos edificios coloniales, sobre las carcomidas baldosas, rociando de oro los árboles del parque. Frente al palacio del ayuntamiento, una banda de músicos tocaba un aire de militar a la cabeza de un batallón, que pasaba revista a los ojos de una porción de desocupados.

Iban u venían los jinetes, caracoleando en sus corceles, excitando la muda admiración de los palurdos, sonando sus espadas en los escritos de metal. Él, arrullado por la fanfarria, acariciado por aquel viento heroico, con las manos en los bolsillos, se detuvo en una de las esquinas a esperar el próximo tranvía, cuyo rumor se iba acercando. Llegó el vehículo tirado por dos mulas héticas, castigadas por el látigo del conductor, azuzadas por la lluvia de ternos y de insultos. Y habiendo subido a la plataforma algunas personas, en cuenta José Ángel, volvió a chasquear el látigo, volvió el conductor a lanzar blasfemias, volvió el carro a deslizarse trabajosamente por los enmohecidos rieles.

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