LA ESCLAVA BRIGITTE Y PEDRO MÁRTIR DE CELAYA EN TEGUCIGALPA

ALG20 julio, 2018

Del libro Dos Siglos de amor de Leticia de Oyuela.

Un calor infernal agobiaba a la población del mercado de esclavos de León, que gritaba enardecida a medida que iban colocando en la plaza los podium sobre los cuales armaban los toldos blancos que cubrían el mercado de esclavos. Don Alejandro Portocarrero era acompañado por dos guardaespaldas; uno de estos iba colocando en fila negros mandingos, solo cubiertos por un taparrabo, de dentaduras perfectas y que mostraban sobre sus hombros la infame marca de los antiguos propietarios y comerciantes negreros.

También se podrían ver indias viejas, esclavas de segunda vida, que según coceaba Juan Xirón, eran expertas comederas entregadas para servicios de cocina; negrillos para recados o aguateros y así, aquel conjunto de carne humana suplía a las encomiendas de indios de que habían sido privados terratenientes —aún enfurecidos— por la ordenanza de Barcelona. Un sordo rencor predominaba en las clases altas y aún no se secaba del todo la sangre derramada por el protector de los indios, el Obispo Fran Antonio de Valdivieso.

Sin embargo, la feria de esclavos era más interesante para los parroquianos que la semanal feria de frutas, legumbres y carne. El inmenso gritería se interrumpió por un momento para dar paso a los mineros que llegaban de la Real de San José de Yuscarán, del Partido de Tegucigalpa. Montados en sus briosos caballos, don Álvaro Garzón, don Mariano de Pino y Jara, don Esteban Morirlas, don Juan Bautista Morazán y don Miguel Alemán, todos con su pequeño séquito de amigos y servidores.

Don Alejandro Portocarrero saludó efusivamente a los mineros frente al estrado y, riéndose a carcajada abierta, les mostró una esclava que se encontraba en el centro del mismo. Era una joven adolescente de apenas dieciséis años. La cabeza rapada mostraba el impecable óvalo de su cráneo dolicocéfalo, unos enormes ojos rasgados color esmeralda demostraban la procedencia bosquimana; alta, espigada, vestía una bata blanca de hilo y demostraba una especie de señorío, portando unos hermosos zarcillos de oro y esmeralda que hacían juego con aquellos ojos centellantes, cuyo fondo se iluminaba con la llama del rencor y del miedo.

El primero que preguntó por ella fue don Mariano del Pino y Jara. Don Alejandro le explicó que Brigitte de la Riviére era una pieza cara, porque era lo que se llamaba “una esclava de salón” que había comprado a uno de los negreros más importantes del Caribe, llamado Johannes Van Cliff, con otro grupo de mandingos escapados de San Domingue; que no servía para trabajar, sino para atender las casas de los hombres solteros, que sabía leer y escribir, que cantaba y tocaba guitarra y flauta, que danzaba con crótalos a la manera morisca, que sabía servir una mesa con toda la delicadeza del caso hablando, además, tres idiomas diferentes como ser el español, el bárbaro inglés y el de los enemigos de España, la triste Francia.

Don Mariano del Pino pensó en su triste amigo don Pedro Mártir de Celaya, aquel viejo carcamal, solterón y podrido en plata de minas, oro, casas y cuanta riqueza existía y su prolijidad por atesorarlas. Sin duda, esa Brigitte sería el mejor regalo que podría hacerle al viejo, maleducado y soberbio. Así pues, pagó por ella la friolera de ochocientos pesos con un lingote de plata y encargó a su platero personal, don Miguel Carcache, que la remitiera directamente al Real de Minas de San Miguel de Tegucigalpa, como un regalo preciado de su amigo.

Fue largo y entretenido el viaje de la pobre esclava. Do Miguel Carcache la trató con suave curiosidad, a medida que subían las alturas de la montaña santa donde pernoctaron en una mina de laboreaban unos terribles catalanes que acababan de llegar.

Superada las montañas altas, don Miguel ya tenía un pleno conocimiento de las costumbres de la esclava: su nítida limpieza, su pudor para lavar en la madrugada su ropa y, sobre todo, sus prendas íntimas. Algo misterioso había en el entorno de aquella frágil mujer que se imponía a los ricos arrieros y chanes, con el aleteo delicado de los párpados y el fulgor tembloroso de aquellas pupilas verdes, que no sólo provocaban respeto, sino también una honda y profunda melancolía.

A la hora de los atardeceres, cuando el sol descendía en los bosques impenetrables, Brigitte entonaba su guitarra o aquella flauta larga y plateada que parecía disolverse en arpegios tristes y cadenciosos, que figuraba en las mentes como un llamado de compasión, marcando una cadencia que no pocas veces hizo llorar a rudos conductores.

Terminaba la ascensión de la serranía, divisaron una hacienda, sitio ideal para acampar, abrevar los caballos y reposar con agrado. El dueño era un joven y gallardo capitán de apellido Tagle, casado con una hermosa mujer llamada Santos Flores, quienes gentilmente les dieron hospedaje y trataron a la pobre Brigitte, como la hija que no tenían. El capitán Tagle no demostró ningún asombro por la suerte de la niña, quien se dirigía a él en francés, relatándole como ella había sido recocida en la isla Tortuga por la familia Riviére y que la abuela doña Ninone era la que le había enseñado todas las artes de salón que ella poseía.

La pequeña esclava les explicó que el día de su desgracia se había desatado la rebelión de los negros de Saint Domingue y como penetraron en la casa de Madame de la Riviére y la hicieron esclava. Que el capitán Van Cliff la pensaba vender en Nueva Orleans pero que le habían aconsejado que la trajera a estos países de la plata, porque los mineros eran ignorantes, y que ahora que eran ricos no sabían ni atender y necesitaban que alguien lo hiciera por ellos, sobre todo ahora que comerciaban con familias de Guatemala, de gran abolengo, como los Villatroncoso y los Pabón.

Don Michel Carcache la vio brillar en el salón de la hacienda de la familia Tagle y sintió como una especie de golpe en el corazón, un sentimiento extraño que parecía le laceraba el alma. Ese sentimiento nació o lo descubrió ese día en que la vió danzando, con unas ropas brillantes que le facilitó la señora Tagle. Una sonrisa le iluminaba el rostro a medida que daba vueltas en aquella sala donde ella también había ayudado a poner aquella mesa espléndida.

Doña Santos tocaba el clavicordio y Brigitte danzó como nunca lo había hecho; danzaba y cantaba con una voz aguda canciones ininteligibles para la comitiva y los invitados de los dueños de la hacienda. Mientras tanto, don Miguel Carcache soñaba y justamente pensaba que debía de haber ángeles como Brigitte, cuando el cura don Urbano de Rocas preguntó en voz alta si la joven era bautizada y que sería bueno echarle un poco de agua bendita, no fuera a ser que la joven cantante fuera una de las formas del demonio, a lo cual la joven se arrodilló y le confesó en perfecto latín, que su ama doña Ninone le había mostrado las bondades del cristianismo.

A pesar de lo rápido que empezó el descenso por la olla en que se encontraba el Real de Minas de Tegucigalpa, fue jornada de dos días; pernoctaron en la hacienda de don Francisco del Valle, a quien la población circunvecina apodaba El Zamorano, por ser oriundo de Zamora, España. A medida que se acercaba la llegada a la Real de Minas, don Miguel Carcache sentía una extraña opresión en el corazón. Vaya, pensaba para sus adentros, tener yo que entregarle esta joven maravillosa a ese viejo sinvergüenza de don Pedro, que nunca en esos amores de gallo con el serrallo mulatas que tiene a su alrededor.

Y mientras su corazón agonizaba, pensó en dar vuelta atrás y retornar a León para llevarse a la joven a su taller de platero. Pero ¿se acostumbraría la joven a esa pobreza? También está de por medio la enorme diferencia de edad, meditaba para sí con temor, él era un hombre de setenta y dos años, si bien es cierto ruido; podría respetar a la doncella y criada como su propia hija pero ¿lo aceptaría? Los poderosos terratenientes de León y los mineros de Yuscarán, que eran sus principales clientes, ¿podrían entender el amor que sentía hacia la joven, que desplazaba la pasión por su trabajo de transformar la plata en aquellas piezas maravillosas? Esa noche se durmió lleno de temores y el horror de pensar sobre todo en la posible venganza que ejercería sobre él don Mariano de Pino, quien se la confió, y el rencoroso y vengativo don Pedro Mártir de Celaya, cuyo brazo poderoso se extendía de Tegucigalpa a León.

Llegaron a Real de Minas de Tegucigalpa casi a la hora de almuerzo y el pobre don Miguel había tomado apuntes a lápiz de la joven esclava, tal como la había visto danzando en el salón del matrimonio Tagle. Pensó en perpetuar ese amor repujando sobre un plantón fulgurante del preciado metal la estampa que estaba grabada en su corazón. Era la mejor forma de hacer un tributo a ese amor otoñal que tardíamente lo había embargado.

Era muy posible que el sueño definitivo de la joven comprara la pieza a precio de oro. O inclusive a lo mejor el viejo minero don Mariano del Pino y Jara, le encargara esa pieza para perdonarle el débito que le tenía por la última remesa de lingotes de plata que le había enviado a León. Consolándose a sí mismo, hincó las espuelas a la pobre mula y dobló la calle del triunfo, en la convicción de que a su edad había de renunciar a las tentaciones del mundo y conformarse con lo que era: un artesano viejo, sin fortuna, que vivía únicamente al servicio de las migajas que caían continuamente de la mesa de los ricos mineros de Tegucigalpa y Yuscarán.

***

Cuando don Miguel Carcache llegó con su comitiva trayendo a la pobre esclava Brigitte de la Riviére, don Pedro estaba en la casa donde se realizaba un banquete para el Obispo Rivas de Velasco, su séquito y sus anfitriones: el padre José Simeón de Celaya, sus hermanos y los de Rivera enfundados en sus mejores uniformes de conquistadores de la Nueva Segovia, uniformes anacrónicos en una sociedad que seguía pensando que la familia Austria eran los dueños del mundo.

Don Luis de Rivera y su esposa hacían los honores de la mesa y, aunque el banquete provinciano no encajaba en los gustos del señor Obispo, quien prefería las viandas más sofisticadas y elaboradas en el reino de Cusco de donde provenía, lo disimulaba con la conversación tan ilustrada con el Presbítero José Simeón de Celaya, cuya palidez se perdía en los impulsos del corazón al exponer un día antes los proyectos de la parroquia que iba a construir con el permiso de su ilustrísimo.

Don Miguel Carcache interrumpió el convivio para presentar a su entenada, la bella esclava Brigitte de la Riviére quien, como de costumbre, se dirigió a saludar de acuerdo a la más rigurosa etiqueta y siguiendo el orden de precedencia, causando la admiración de todos los presentes, especialmente de las damas que miraban con honda curiosidad la elegancia de modales y, sobre todo, la exquisita discreción y correcta maneras de la esclava.

Don Pedro Mártir de Celaya se quedó maravillado y en el mismo momento entró como en una especie de ensueño. El viejo solterón sintió por primera vez que ascendía de su corazón a su cerebro el instinto paternal que se había asfixiado desde hacía tanto tiempo y le pareció maravilloso tener para sí una joya que envidiaría toda la población.

Mientras anheloso miraba y contemplaba a la joven esclava, don Pedro se preguntaba a dónde instalaría esa joya. Definitivamente no la podía llevar a su casa de Los Dolores para que conviviera con aquel tumulto de mulatas, crianderas y aquella enorme cantidad de niños que podían ser de él o de cualquiera de sus esclavos. Pensó angustiado en el barullo tumultuoso de las gallinas y animales domésticos en el transcorral, en los alaridos tempraneros del negro Juan Jacinto que cantaba con voz estentórea de bajo profundo después del ordeño en el momento en que ensillaba su mula preferida, y se estremeció al pensar en las propuestas licenciosa que la joven tendría que aguantar. Tampoco la podía llevar a casa de sus tías postizas, las solteronas Celaya, y mucho menos entregarla a la dura moral de su prima doña María Leocadia, para que escuchara las raras historias de su divorcio canónico.

Sintió cómo se asfixiaba un sollozo en su garganta con sólo pensar que sus cuñados don Luis y don Martín de Rivera la llevarían inmediatamente a la cama, casi en presencia de sus abandonadas esposas. Vaya, decía para sí interiormente, que broma la que me ha hecho este don Mariano del Pino. Ahora, pensaba, voy a volverme un santo que cuida la honestidad de una hija. En ese mismo momento volvió a ver a su odiado medio hermano que conversaba con la niña y con el padre Santelices —que tenía fama de latinista— hablando de un tal Lucrecio y un Plutarco del tiempo de los romanos.

Esa angustia terrible se convertía en una especie de quemazón interna. No sabía exactamente la causa, pero vivía en cambio ese sentimiento nuevo de que la maldita esclava imponía con su fragilidad, espeto, con su don de lenguas, asombro y con esa propiedad misteriosa para hacer música, cantar y danzar, algo parecido al miedo: una especie de aparecida, una especie de llegada del otro mundo, de momentánea aparición celestial. ¿No sería un ángel enviado para su conversión? conversión que no sería capaz de intentar, y sobre todo conversión que representaría el triunfo de los arcángeles de palo de naranjo que labraba el santero Vicente Gálvez, con sus hijos, para el retablo de la Parroquia de San Miguel.

Desechó el pensamiento y volvió a ver a Brigitte en amena conversación con su ahijada y comadre doña Juana María de Alcántara, a quien desposaría la semana siguiente con su ahijado don Manuel Antonio Vásques de Rivera, joven que había estado entrenando en el negocio de minas para que le sirviera después de su muerte. Y, rabiosamente, pensó: si esta esclava es una aparecida o un perverso sortilegio de mis enemigos, voy ahora mismo a burlarlos y le entregaré la esclavita como regalo de bodas a doña Juana, mi ahijada y comadre, logrando así darle vuelta a este maleficio. Maleficio de una conversión en que no estoy interesado. La única casa en que soy feliz, es en mi casa de Los Dolores, entre mis niños que no son míos, entre las mulatas de mi cariño, entre los mulatos que me son fieles, entre las riquezas que tanto me hacen feliz.

Así, don Pedro donó la esclava de salón a doña Juana María Alcántara y García. Aquella concurrió a la boda enjoyada y vestida con un traje oriental de fantasía que era lo único que le quedaba a la pobre Brigitte de la Riviére. Ese nombre la convertiría en negra libre, tal como lo dice la escritora que otorgó el escribano por ley, don Gabriel de Irías, el 20 de octubre de 1760.

Al momento de otorgar su testamento, veinte años después, don Pedro Mártir de Celaya, más temeroso que nunca, volvió a ratificar la donación de la esclava, quien había acompañado a los Vásquez Alcántara y sus siete hijos, cuando fungieron como delegados de la Alcaldía de Tegucigalpa ante la intendencia de Comayagua.

La insistencia de don Pedro era un acto de amor impulsado por el miedo de una vida construida con los pedacitos sueltos de su enorme egoísmo.


Fuentes:

Hubard Paul: Costumbres francesas en las Antillas. Edit. Mondadori, Roma, 1969.

Pasos M. Rcardo: El Burdel de las Pedrarias, Editorial Nueva Nicaragua, Managua. 1995.

Testamento de don Pablo Mariano del Pino y Jara, ante los oficios del Presbítero Bach. Urbano de Rojas en Yuscarán, 1756. Archivo General del Poder Judicial.

Testamento de don Pedro Mártir de Celaya. Protocolo de don Gabriel de Irías. Tega., 1775.

Montual de don Francisco del Valle, presentada ante el juzgado de Primera Instancia del Partido de Tegucigalpa por su heredera doña Isabel María de Castellón, en representación de sus menores hijos: Manuel Antonio, José María y Francisco del Valle Castellón.

Durón, Romulo E. La provincia de Teguciglpa en el gobierno de Mallol, EDUCA. San José de Costa Rica, 1964.

Escritorua de venta y donación de una esclava llamada Brígida. Protocolo de don Lucas Romero, 1781-1784.

Visita canónica al Real de Minas de Tegucigalpa, por el ilustrísimo don Diego Rodríguez Rivas de Velasco. R.A.B.N., Tomo XV. 1936.

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