LA CONTROVERSIA DEL ADIÓS

OPINIÓN

Recuerdo, cuando estaba pequeña, salir a la calle con mi mamá, tomada de su mano. En cualquier momento de nuestro recorrido, sea que fuésemos de camino a la escuela, hacia el doctor, a hacer compras diversas o simplemente a distraernos un rato, no faltaba un hombre o grupo de hombres que le dijeran algo a mi mamá. Desde saludos no solicitados acompañados de calderones lascivos y gestos explícitos hasta peticiones, aproximaciones y otras interacciones desagradables fueron algunas de las cosas que pude atestiguar. Recuerdo lo insegura y amenazada que me hacían sentir esas experiencias a mis seis, siete, ocho años, siendo una niña que no entendía la dinámica de esas situaciones, aunque no iban dirigidas hacia mí. Al poco tiempo, cuando cumplí once años, dejaron de ser dirigidas únicamente a mi mamá y me empezaron a pasar directamente a mí. En las breves y contadas ocasiones en las que iba por la calle, a plena luz del día, más de algún hombre me dirigió la palabra con lo que interpreté como una intención de peligro hacia mi integridad física. «Mi amor», «cosita», «qué rica», «adiós mami» eran frases que me hacían sentir aturdida, sucia, invadida, sin saber por qué.

Cuando tenía doce años, en una visita que hicimos con mi familia al aeropuerto de mi ciudad, las cosas llegaron a otro nivel. Durante la espera comencé a vagar a través del espacio cercano a donde esperaba el resto de mis familiares. Dos hombres extraños, empleados del aeropuerto, empezaron a acercarse a mí, susurrando cosas que no entendía bien. Naturalmente, me incomodé y  me movía de lugar cada vez que veía a uno o a otro acercarse hacia el lugar donde estaba, lo que provocó una especie de persecución de baja intensidad. Finalmente, en algún momento me recliné en una pared y cerré los ojos. Lo que pasó después fue algo que simple y sencillamente no me esperaba en absoluto. Uno de los hombres se acercó hacia mí (mis ojos estaban cerrados así que no lo pude ver llegar), susurró un «hola» y metió rápidamente su mano entre mis piernas, ahí mismo en el aeropuerto, donde al otro extremo estaba mi familia y otro montón de gente, para luego alejarse como si nada. Quedé estupefacta. Sentí asco y miedo y una completa vulnerabilidad en medio de tanta gente. Conteniendo la náusea y las ganas de llorar, me acerqué al lugar donde estaba mi familia, para evitar que otro extraño se aprovechara de mí.

Conforme fui creciendo los incidentes se fueron haciendo más numerosos. Miradas, seguimientos, cualquier cantidad de frases indeseables, hombres en la calle que se acercaron y me tocaron los pechos, el trasero, las piernas. Cosas que nunca le dije a nadie, aunque cada vez acababa sintiéndome violentada. Esas sensaciones me fueron obligando a tomar precauciones, a evitar lugares, a no vestir como quería, reduciendo cada vez la libertad de desplazarme, mi independencia. Aún con todas esas precauciones, aún yendo acompañada a lugares, aún vistiendo pantalones y camisas holgadas, aún sin peinarme ni maquillarme seguían ocurriendo estos eventos incómodos; quizás menos, pero siempre ahí, y siempre a la vista de todos. Comencé a enojarme. Comencé a gritarle insultos. Ellos solo se reían y gritaban más cosas. La agresión era diversión para ellos.

Recuerdo un día salir de mi trabajo acompañada de mi entonces pareja. Íbamos juntos y un hombre aún así se acercó y me tocó. Reaccioné, le grité. Mi entonces pareja se acercó al hombre y le reclamó. El hombre le dijo, «¿Y para qué anda así en la calle pues? Una mujer tiene que darse a respetar.» Mi exnovio regresó hacia donde yo estaba, y tras alejarnos un poco del lugar comenzó a decirme que ese desconocido que había irrespetado mi cuerpo abiertamente, que me había agredido, tenía razón. Que mi vestido era muy corto. La persona en la que más confiaba estaba, en efecto, defendiendo a mi agresor.

¿Por qué cuento todo esto? Recientemente se viralizó en las redes sociales el caso de una joven mujer nicaragüense que acusó a un guardia de McDonald’s de acosarla. La reacción ha sido impresionante y desproporcionada. Desde quienes simplifican el asunto y se enfocan en la palabra «adiós» y se rasgan las vestiduras preguntando si es que ya no va a ser posible saludar a la gente sin que los acusen de acoso, hasta aquellos que se deshacen en insultos y hasta amenazas contra la joven en cuestión. Si bien es cierto, la joven no tuvo el tacto para abordar la situación, un error no se solventa con la comisión de otro, que en este caso sería el linchamiento virtual que desencadenó el video.

Mi intención no es emitir un juicio sobre lo ocurrido en este caso. Sin embargo, me pongo a pensar en todo el condicionamiento que las experiencias de acoso en mi vida me ha dado. Haber experimentado todo lo relatado arriba durante 19 años de vida, una vida que en muchos aspectos ha sido privilegiada, es entrenamiento suficiente para poder diferenciar la cortesía del acoso. Hasta el momento, no conozco ninguna mujer que no haya experimentado el acoso en su vida, desde mi mamá hasta mis conocidas más lejanas. Y entre mujeres hablamos sobre ese tema: nos compartimos cómo reaccionamos, cómo podemos defendernos, cómo nos hemos sentido. Sin embargo, cuando el tema llega a la generalidad es cuando comienza el descrédito, la simplificación, la defensa a priori del que agrede, aún sin tener toda la información del caso, y luego incluso teniéndola.

¿En serio creen que después de vivir toda una vida siendo bombardeadas por experiencias y ejemplos de acoso las mujeres no vamos a saber diferenciar un saludo cortés de uno con segunda intención? ¿Por qué siempre somos las mujeres las que nos encontramos en una posición de ilegitimidad al contar aquello que es, en su mayoría, algo que nos afecta a nosotras? Sinceramente, a la luz de todo aquello que mis conocidas, amigas, familiares y yo hemos tenido que vivir durante años y años en silencio, sin solidaridad alguna de esos hombres en nuestras vidas, me parece absurdo que desde la comodidad del privilegio se justifique, directa o indirectamente, el acoso. Es lamentable constatar que en efecto la mujer sigue siendo, en nuestra sociedad, ese «otro» que parece no tener derecho a vivir y caminar en paz y a aceptar y rechazar según su voluntad las interacciones que desee. Es en este tiempo donde la empatía debería aflorar para intentar comprender esas experiencias ajenas, en lugar de pretender que no existen y de juzgar a quien habla de ellas.

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