El Estado y la salud mental

EGO24 julio, 2017

Por Andrés Pavel

“[Para Keynes], era la recién descubierta vulnerabilidad en la que se veían obligados a vivir hombres y mujeres —la incertidumbre elevada a paroxismos de miedo colectivo— lo que había corroído la confianza y las instituciones del liberalismo.”

—ANTHONY JUDT

Es lamentable: no existe al nivel de representantes políticos el debate sobre la crisis psicosocial, la cual se ha convertido en una pandemia de nuestro tiempo. En el caso concreto de nuestro país, ya deberían sonar las alertas por la incidencia de los trastornos mentales. Deberíamos tomar conciencia acerca de que Honduras es uno de los países con más alto índice de depresión en el mundo. Sin embargo, la prevención social parece haber desaparecido del todo del ideario político convencional contemporáneo; donde debieron tomarse acciones de emergencia para prevenir una debacle social por la proliferación de depresión, estrés, y los profundos trastornos derivados de estos padecimientos, no existen siquiera espacios de diálogo donde concebir medidas oportunas —apenas las poco sonadas protestas que una y otra vez eleva la sociedad civil, carentes de respaldo tanto del gobierno como de sectores populares y por consecuencia sin la capacidad de impulsar medidas importantes.

El fenómeno de los delitos violentos que reflejan trastornos psicológicos profundos ha crecido descomunalmente en Honduras este año. Las mujeres han resultado particularmente afectadas como víctimas, y la respuesta que el Estado ingenió hace unos años ha sido típicamente inoperante: la creación de una fiscalía que persigue los delitos contra la mujer no ha hecho mella ni en las cifras de femicidios ni en la altísima tasa de impunidad de que gozan este tipo de delitos. Como es típico de la burocracia hondureña, a pesar de su falta de resultados, el gobierno no se ha planteado reformar o ampliar esta institución. En todo caso, debemos despojarnos de la idea ingenua y dañina de que la aplicación de castigo es equivalente a prevención del delito, o compensación alguna por la ausencia de mecanismos de prevención; ya que tocamos el tema, el reforzamiento de la seguridad pública tampoco constituye prevención —quizás en el caso del femicidio mucho menos que tratándose de otros delitos; no es un secreto que el machismo encuentra su forma más retrógrada dentro de las instituciones de seguridad, lo que en cierta medida podría explicar la poca frecuencia con que se esclarecen estos delitos. El avance de la depresión, el estrés, y trastornos derivados que frecuentemente desembocan en conductas sociópatas —y, como estamos viendo en la actualidad, llegando a psicópatas— no puede ser combatido por instituciones de seguridad (las cuales, de hecho, también fomentan en su interior la proliferación de estos problemas, por las duras condiciones de vida y trabajo a las que someten a sus agentes).

La crisis psicosocial y la negligencia del Estado en atenderla no es en absoluto un problema propio de Honduras; de hecho, en una escala y un contexto diferentes, simplemente hemos importado los esquemas sociopolíticos regresivos de sociedades mucho más ricas que la nuestra, pero que exhiben los mismos problemas de salud mental en los sectores más vulnerables de su población. De los paralelos podemos extrapolar que en parte la exclusión social y en parte la falta de integración comunitaria son graves fuentes del problema; se viven intensamente, por ejemplo, en EEUU y el Reino Unido, y no son un problema en sociedades más homogéneas como los países escandinavos. En Honduras, por supuesto, la desigualdad económica y exclusión social han alcanzado niveles críticos debido a la aplicación del modelo de capitalismo conservador anglosajón, mientras que a nivel de comunidad encontramos una desintegración intolerable debido a factores como la fuerte migración rural, las dificultades de la vida urbana, y el clasismo que obstruye los mecanismos de movilidad social.

Lo realmente alarmante es la escala en que el agravamiento de los problemas psicosociales siguen siendo un punto ciego en el discurso político contemporáneo; pero esto no es sorprendente. Ya un siglo atrás sir William Beveridge, el padre del welfare state británico, notaba con alarma que el pensamiento político se había estrechado a manera de contemplar la economía a exclusión de todo lo demás; colocando a la prosperidad material por encima de toda consideración ética, humanista u organizativa. Hoy en día, estamos viviendo las consecuencias de esa degradación en nuestro pensamiento y en nuestra praxis. El Estado moderno promedio, lleve a la cabeza un conservador o un progresista, es meramente un Estado de reparto, que se limita a favorecer a una u otra clase social con medidas materiales. Estamos lejos de la madurez y visión de los padres del welfare state del siglo pasado, que incluso llegaron a dejar de lado sus diferencias ideológicas y no admitieron compromisos a la hora de formular una sociedad más incluyente y organizada, en momentos en que la amenaza de la crisis social era tan grave como ahora.

Por el momento, lo menos que podemos esperar es que nuestra clase política vuelva a plantearse su responsabilidad en velar por el bienestar y seguridad de la población, no sólo material, sino que emocional. Esta debe ser una de las consideraciones de mayor peso a la hora de escoger los modelos a seguir en el futuro. Lo único que queda claro es que las posturas socioeconómicas vigentes han quedado en completo descrédito a raíz de todo el daño que han causado.

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