MACRON, EL CANDIDATO DE LA INCERTIDUMBRE

EGO5 mayo, 2017

Por José Manuel Torres Funes

Hay un chiste sobre la televisión italiana, se dice que, para trabajar en ella, es necesario enviar el currículo a partir de los setenta años. Más o menos igual sucede con la política en Francia, para hacerse de un puesto “interesante”, hay que dejar pasar una vida.

Otra cosa que se dice de Francia es que a ningún político se le promete una carrera prominente cuando no se define o de derechas o de izquierdas. El centro, históricamente, ha sido garantía infalible de fracaso electoral.

Como en cualquier parte del mundo, otro requisito, que hasta el momento se consideraba indispensable, al menos para optar a un alto cargo de elección popular, era contar con una cuota mínima de popularidad.

Emmanuel Macron, que el próximo 7 de mayo probablemente ganará las elecciones francesas, revierte todos estos supuestos, comenzando porque, además, hasta hace tres años, en un ámbito donde la carrera comienza cuando salen las canas, era un desconocido.

Macron es un meteoro de 39 años, que además de considerarse a sí mismo como un candidato de “centro-izquierda”, era identificado junto con el ex primer ministro Manuel Valls y el presidente Hollande, como los rostros del fracaso de la economía social.

Como ex ministro de Economía, logró instaurar un programa de gobierno neo-liberal que ni siquiera sus predecesores de derecha pudieron imponer en años anteriores.

Por si faltara más, la ley de paquetes neoliberales y ajustes estructurales, que se conoce como la Ley Macron, provocó centenares de manifestaciones en un país que hacía años se había olvidado de las calles.

En lo que no se equivocan los analistas políticos es que la calle no bota presidentes ni obstruye eventuales candidaturas.

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Sin miedo a desafiar el hasta entonces inamovible sistema bipartidista del país, Macron, en 2016, renunció al gobierno, e impopular como era, se lanzó a una carrera presidencial de alta velocidad con una nueva formación, o más bien, un movimiento político llamado “en marche”, que semióticamente quiere decir muy poco, y que es sin duda el telón que antecede a una propuesta política que hace de lo vacuo un atributo.

El joven banquero se convirtió de un día para el otro en la portada de las más influyentes revistas del país, así como en asiduo invitado de la radio y la televisión.

En la historia, quedará que su triunfo electoral comenzó con los escándalos de corrupción de François Fillon.

Se trata de una verdad parcial, si se toma en cuenta que acusaciones similares no tambalearon a Marine Le Pen.

Para encontrar cuándo se jugó el destino de Macron, habría que remontarse entre diciembre de 2012 y marzo de 2013, un año antes de que asumiera el cargo de ministro de Economía, cuando el gobierno de Hollande perdió la “guerra” contra los grandes medios de comunicación.

Los medios toman el control del debate político

A fines de diciembre de 2012, el periódico independiente Mediapart, reveló que Jérôme Cahuzac, entonces ministro de Presupuesto, e integrante del primer círculo de poder de Hollande, tenía una cuenta no declarada en un banco suizo, en otras palabras, que el primer gendarme de recaudación tributaria, era un defraudador fiscal.

Aquí comienza el punto de quiebre. Los medios se dieron cuenta de que el gobierno estaba severamente herido y que de ellos iba a depender la estabilidad de Hollande y de su equipo.

Hábilmente recusaron una creciente agitación ciudadana, que no daba buenas señales de gobernabilidad, a cambio de abrirse camino llano para mediatizar según su interés el debate político y social del país.

En el nuevo escenario impuesto por los medios, los actores del gobierno, comenzando por el presidente y el primer ministro, descendieron de sus pedestales para quedar a la misma altura que sus contrincantes políticos. Como resultado de ello, se desdibujó la línea entre actores políticos y funcionarios del Estado, y opositores como Marine Le Pen o Nicolas Sarkozy, se implantaron en la opinión pública con la misma “legitimidad” que los que estaban en el poder.

En un país como Francia, de una fuerte cultura jerárquica y presidencialista, algo se quebró. Paradójicamente, ante la percepción de que el poder se debilitaba, resurgió con mayor fuerza la “necesidad” de reforzar la figura presidencialista, pero a través de otras figuras y de otros partidos.

Los grandes consorcios mediáticos, que seguramente temían ser alcanzados por el descrédito que les ha agobiado en países vecinos como Italia o España, salieron fortalecidos. Sabiendo que corrían el riesgo de dejar de ser un “bien nacional”, le echaron la culpa de todo al gobierno de Hollande, al que catalogaron como el más impopular de la historia moderna de ese país, susceptible inclusive de ser destituido.

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Macron lee la situación

Desde que asumió el cargo de ministro de Economía en 2014, Macron gustó a los medios. En el camino, y gracias a su cargo, fue consolidando alianzas sólidas, convencidas de que un viraje medianamente radical de los actores tradicionales de la escena política era necesario.

La “decisión” de lanzarse a la presidencia la fue cavilando calculadoramente. Cuando renunció al gobierno en 2016, para lanzarse a la carrera presidencialista, ya sabía que, aunado al favor de los medios, le haría falta otra jugada, más política, que consistía en dividir al Partido Socialista, identificado como una institución vetusta y fracasada, pero con un electorado capaz de convertirlo en una nueva fuerza política de peso. Muchos hablan de traición al presidente Hollande, todo lo contrario, tanto el presidente como el ex primer ministro Valls han apoyado su candidatura, dándole la espalda públicamente al candidato de su propio partido.

Con los meses, a su movimiento se fue adhiriendo igualmente un electorado de derecha, desencantado, joven, deseoso de barrer con las viejas tradiciones políticas del país.

A pocas semanas de la elección presidencial, el gran electorado lo identificó como el candidato más concertador de todos, el más próximo al poder económico “real”, el más favorable a los intereses de la Unión Europea, el único capaz, además, de poner el discurso ideológico que manejaron el izquierdista Jean-Luc Mélenchon o de la ultraderechista Le Pen a un lado. Eso, si bien no es que gustara particularmente, dio un respiro a un electorado joven que tiene poca formación ideológica y que prefiere hablar con número que con ideas.

El ajedrez de intereses se movió en el tablero de los medios de comunicación y la creación de “atmósferas” y escenarios post electorales. La probidad de los candidatos y la calidad del debate, nunca estuvo en juego durante estas elecciones, menos los programas electorales. Tampoco temas que en algún momento parecían centrales, como la seguridad nacional, o el desempleo. En el gobierno de Sarkozy y durante buena parte del período Hollande, se sintió la presencia de los discursos de extrema derecha, que “radicalizaron” a prácticamente todos los actores políticos. La tendencia parece ser que en el futuro período Macron (se insiste, es casi un hecho que ganará), serán otros los debates. A lo mejor, al gran capital le interesa menos que hace unos años seguir ideologizando los discursos políticos. Es sin duda un juego peligroso porque son precisamente los períodos de liberalismo exacerbado, de omisión deliberada de toda alusión ideológica, los que han conducido hacia los discursos nacionalistas y fascistoides.

 

French Economy minister Emmanuel Macron leaves the Elysee Palace after the weekly cabinet meeting on January 4, 2016 in Paris. AFP PHOTO / LIONEL BONAVENTURE / AFP / LIONEL BONAVENTURE

Macron tampoco gana por el rechazo a Le Pen, que a fin de cuentas no ha sido rechazada puesto que pasó a la segunda vuelta electoral (con al menos un millón de nuevos votantes), su fuerza reside en haberse programado una carrera corta a toda velocidad con socios muy poderosos y el favor de la clase económica y los medios de comunicación.

Esto, para la democracia, resulta devastador, porque deja claro que la prensa tradicional participa en la carrera de relevos por el poder, que el interés público no es verdaderamente su objetivo principal.

Si efectivamente, el futuro gobierno de Macron sigue la ruta a la que parece predestinado, también será la oportunidad de otras fuerzas opositoras, quizá de la misma acumulación de caudal político que pudo reunir Mélenchon, para poner, en escenarios diferentes, el debate entre la función de los medios de comunicación y el futuro de la democracia.

¿Hasta cuándo la opinión pública, seguirá siendo conducida, tal como se ha visto para la segunda vuelta, en la que el voto a favor de Macron, se ha traducido más como un chantaje que como una opción, para después ser excluida de las decisiones fundamentales?

La pregunta también es pertinente sobre todo en países que como ha sucedido en Francia, el tradicional centralismo del poder se ha desplazado al escenario público de los medios dominantes.

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