Crónicas de la ciudad: los anónimos que mueren

EGO13 marzo, 2017

Por Albany Flores


Hace unas tres semanas entré a una pequeña barbería en la entrada de la colonia Smith de Comayagüela. Cerca de allí han sucedido por lo menos cinco asesinatos en el último mes. Ninguno ha sido resuelto, y todo parece indicar que cada uno de los hechos se debe a la intensificación de las luchas territoriales entre las dos pandillas más poderosas de Tegucigalpa, la MS 13 y el Barrio 18.

El lugar es pequeño, poco ambientado, falto de una buena mano de pintura, con un tejado mal trecho, dos mesas aboyadas, dos espejos aparentemente nuevos, un sofá negro y pequeño como área de espera, y un par de sillas de barbero necesitando un tapizado urgente.

Me senté en el sofá, y esperé a que el barbero terminara de hacer un corte de cabello y barba a un hombre de unos cuarenta años que bromeaba alegremente con él, mientras  hablaban apasionadamente de cómo el Barcelona haría lo imposible para remontar la goleada 4 a 0 que le había propinado el PSG de Francia en la ida de los octavos de final de Champions League.

Noté que ambos me observaban, y que probablemente mi presencia allí les resultara un tanto extraña, no tanto por el simple hecho de mi presencia, sino porque quizá nunca antes me habían visto, y sabía de sobra que yo no era de la zona. Siguieron conversando, pero de cuando en cuando me dirigían miradas indagadoras que buscaban saber quién era yo. Por mi parte, no me inmuté, y seguí hojeando el Diario Deportivo Diez en el que aparecía en primera plana la noticia de la escandalosa derrota 4 a 0 del Barcelona frente al PSG.

Una vez terminado el corte que hacía, el barbero, un chico veinteañero de tez morena y aspecto bonachón, me pidió que me subiera a la silla. Me puso un manta de tela como cubierta entre el pecho y la espalda para evitar los restos de pelo en la ropa que traía, y me preguntó qué tipo de corte prefería. «Sólo quiero cortar un poco a los lados y atrás, pero no mucho», le dije. Acto seguido comenzamos a charlar. Le dije que no era del lugar y pero que estaba allí pasando unos meses por motivos familiares, pero no dije más.

Una vez tomada la primera confianza, me dijo que se llamaba Olvin Osorto y que era el propietario del lugar, que era cierto que no era el mejor sitio del mundo pero que le había dado de comer a su familia y a él, y que sobre todo lo había ayudado a sostener a su pequeña de dos años y su joven esposa; tenía 21 años y no había querido continuar los estudios después que terminó la secundaria en el Técnico Luis Bográn de El Carrizal.

El corte duró unos 30 minutos. En la radio, en realidad un par de pequeños parlantes conectados a un teléfono, sonaba, como un fondo tropical, un extenso repertorio de Romeo Santos que Olvin cantaba al unísono, mientras daba vistas a la puerta, a un nuevo chico que esperaba en el pequeño sofá negro, y que también leía con atención lo que decía del periódico del “fracaso” del Barça.

—. Cómo te podés a creer que le va a meter 4 al Barça, vo. Lo que pasa esos majes de Neymar y Suárez quieren hacer muchas pintas y no marcan ni verga— dijo de pronto el chico que esperaba, en un tono más de recriminación que de pregunta.

—. Bah, vos ya jodiste, y qué querés que haga,  y es que acaso yo soy el dueño del Barça, maje, ese es pedo de esos majes que ganan millones y no juegan nada. A mí no me preguntés, vo, a mí lo que me urge es hacer el billete que ocupo para irme pa´ la USA en mayo—, replicó el barbero.

El chico que esperaba se calló y siguió viendo el periódico. Unos minutos después salió. Al momento escuché que el barbero me decía: «Ese maje, compa, sólo sirve parta hablar caca. Es primo mío, pero no quiere hacer nada de la vida, le parece que la vida es moronga y sólo vive de echado en su casa siendo todo un güevón de 23 años que no le ayuda a mi tía pero a nada. A mí más bien no me llaga que venga aquí a la “barber” porque tiene muchos clavos, y a veces uno se la gana sin saber por qué.

Por mi parte asentí, e intenté cambiar el rumbo de la conversación preguntando si recibía muchos clientes en el lugar. Respondió que sí, que no le iba como él quisiera, pero que tampoco le iba tan mal porque llegaban casi todos los cipotes de la colonia y algunos del colegio. Dijo que en los cuatro años de tener el local, no había ni un tan solo día en que no recibiera por lo menos a un par de clientes, y que eso le ayudaba a pagar la renta y la comida, pero que estaba ahorrando para irse de “mojado” a los Estados Unidos, porque «no veía nada para él en este país de mierda».

Hay una pequeña pausa. Alguien ha llegado a la puerta de la barbería que se había cerrado con el viento. El barbero se levanta y la abre de nuevo, poniendo un pequeño macetero adelante para que no se vuelva a cerrar.

En los pequeños parlantes ha comenzado a sonar una canción que emociona al barbero de un momento a otro, es de nuevo una “rolota” —según me dice él mismo— de Romeo Santos. Mientras sigue con mi corte, que está pronto a terminar, canta la canción de un modo íntegro, siguiendo cada uno de los ritmos, haciendo un bailecito alrededor de la silla pero sin perder concentración en lo que hace con la máquina y las tijeras. Por lo menos eso espero mientras lo observo por el espejo de enfrente.

«♫ Dile al amor/ que no toque mi puerta/ que ya no estoy en casa/ que no vuelva mañana/ a mi corazón ya le han fallado en ocasiones/ me fui de vacaciones/ lejos de los amores…Y dile al amor/ que no es grato en mi vida/ dale mi despedida/ cuéntale las razones ♪».

Casi a punto de sentirme listo. Me veo el corte en los espejos. En realidad no ha cortado demasiado, pero basta para sentirme cómodo. Sintiendo un poco más confianza, por fin me atrevo a preguntarle al chico por qué ha decido irse a los Estados Unidos. Intento explicarle los múltiples peligros que él ya sabe de antemano, y hago un tímido esfuerzo —casi sin que él lo note— por persuadirlo de que con un poco de esfuerzo puede darse la oportunidad de continuar sus estudios, y que sin duda eso le ayudaría mucho, que la educación le cambiaría la vida brindándole otras oportunidades profesionales y económicas.

Él sigue tarareando otra canción de Romeo Santos sin prestar mucha atención a lo que digo. En seguida me dice que eso de la educación no es para él, y que él sabe que “el camino” para el norte está duro, pero que no le queda de otra porque tiene una hija y una mujer, y no quiere que ellas dos vivan en una cuartería para siempre. Él quiere prosperar, tener sus propias cosas sin necesidad de andar “del timbo al tambo” como la mayoría de hondureños pobres. Y además, ya no aguanta tanta mierda con «esos majes que pasan cobrándole renta», y que antes de seguir pagando ese billete mensual por el impuesto de guerra que le cobra la 18, prefiere cerrar la “barber” y migran hacia la USA para mantener a su familia.

«Cómo puede ser posible que uno trabaje duro todos los días para estar dándole su pisto a esos majes, no es posible alero, no es justo, y lo peor es que si uno no les da el billete que le piden viene y lo matan, así, sin mediar palabra. Cómo se pone a creer que esto es vida compa, no alerito, esto no es vida, aquí ya no se puede ni trabajar, porque hasta por eso lo matan a uno», me dice irritado. Por mi parte lo comprendo, lo apoyo en lo que dice, y le pregunto cuánto es por el corte. «Son cincuenta pesos, alero», me dice más tranquilo. Le pago. Nos despedimos.

Salí de la “barber”. Me dirigí hasta mi apartamento pensando en los reclamos de mi nuevo amigo Olvin, y pesando que sería una verdadera lástima que cerrara su querida “barber” por el impuesto de guerra, pero que, antes que algo peor le pudiera suceder, quizá lo mejor sería eso. Una pena, me dije, al tiempo que recordé que esa es la misma situación de miles de pequeños emprendedores y micro empresarios de Honduras.

Tres semanas después, regresaba hasta la Smith de realizar una entrevista. Eran entre las 5:00 y las 5:30 de la tarde. Apenas oscurecía. La entrada principal de la colonia parecía desierta. Adentro, un poco más fondo, un grupo de personas consolaba a tres mujeres que lloraban desesperadamente fuera de la pequeña “barber” de Olvin, eran su madre, su joven esposa y su hermana: habían asesinado a Olvin hacía unos minutos.

Al parecer, dos sujetos entraron al pequeño local de su querida “barber”, y sin mediar palabra le dispararon en varias ocasiones, hiriéndolo de muerte en seguida por no pagar a tiempo el impuesto de guerra. No quise decir nada, no me quedé en la escena. Al anochecer pensé en sus sueños, en sus apenas 21 años, en su viaje postergado hacia EE UU, en su pequeña huérfana, en su joven esposa, en su madre, en su hermana; y en los más de 53,000 hondureños que han sido asesinados en la última década si recibir justicia.

 

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