LAS PINTURAS EN BRAILLE

EGO30 diciembre, 2016

Un cuento de Santiago Fúnez*

¿No es el amor una patada en la cabeza?

Sinatra

*

Llegué al penitenciario el 7 de junio de 1986, poco antes de que se propagara, hasta por debajo del embaldosado, el deceso de Jorge Luis Borges. Meses atrás murió también Edmundo Rivero, magistral intérprete de tango y a quien a diario reproducían en Radio Splendid. Ocurrieron cosas inusuales en aquel verano de 1986, puesto que, justo cuando me cogieron con catorce gramos de cameruza en la guantera, Luis Puenzo alzaba, de manos de quienes suscitaron aquí tanta tortura, la estatuilla en la categoría Mejor Película Extranjera.

Por aquel entonces me ganaba el mate gracias al ninguneado oficio de subtitulador. A los veintidós años, y gracias a la paciencia desmedida de Marcelo Spollietti, colaboraba subtitulando guiones de cine y algunos documentales. Spollietti era un fanático del cine negro y la literatura anglosajona, y a pesar que recitaba, mientras el humo del cigarrillo cegaba su ángulo de visión, largos párrafos de Lezama Lima y de Góngora, aseguraba que nunca se le había dado la escritura. Solo subtitulaba. Así que nuestro afán se reducía a esnifar, repasar diálogos y luego oficiar la alquimia de los zócalos amarillos debajo de las imágenes en movimiento. Un laburo fabuloso. No obstante, el hecho más notable, en aquellos días, fue conocer a Emmanuelle Mimieux, quien me puso de vuelta y media al solo verla. A fin de abreviar hasta qué punto ignoré mis insuficiencias, basta con decir que todas las noches, durante su estadía en el Belgrano, se sentaba en la barra del lobby a beber un par de costosas pampeanas.

Resulta que a Emmanuelle, ya que su apellido figuraba con cierta mínima y misteriosa fama entre las actrices bonaerenses, la incitaron a formar parte del resurgimiento de Los Compadritos, obra de Tito Cossa que se inauguró un año antes y que, por cuestiones de carácter presupuestario, habían echado al váter; pero nada de esto lo supe por ser un aficionado al teatro, todo esto lo averigüé tiempo después.

La miré por primera vez en la avenida Dr. Ricardo Balbín. Ella estaba en la otra orilla, envuelta en un abrigo de tweed y bajo la parpadeante luz de una farola. Una mina bárbara. Movido por fuerzas que aún desconozco (puesto que no soy de los tipos que frenan a cualquier mujer en la calle, francamente en ningún sitio), me vi en la obligación de franquear los automóviles y los cláxones hasta ubicarme a unos metros del bolsón cereza que reposaba entre sus piernas. Miré cómo la brisa esparcía su cabello desatendido, apretándolo en su mejilla, miré sus labios, su piel pálida, tan propia de los ambientes teatrales, miré también sus manos desenguantadas; se parecía tanto a esos personajes de Chéjov que resolví, ignorando que dicha silueta era un amasijo de signos presagiando mi desdicha, interrumpir su meditación.

«I fallait bien qu’un visage réponde à tous les noms du monde», la escuché decir (con el tiempo supe que se trataba de una línea de Paul Éluard, gracias a que varias signos se engraparon en mi cabeza de tal modo que aún hoy resuenan con un filo abominable), luego de contemplar mi fanfarrona proximidad. En aquel momento sentí a mis huesos volverse onomatopeyas y flores. Sin embargo, luego de varios traspiés flemáticos volví a la carga, preguntándole, casi sin mover un solo músculo de la cara, por el significado de dichas palabras. Ella prosiguió mirando el embaldosado. Apenas se volteó para escupir el chorro de humo. Por mi parte, no sabía si ponerme la máscara de fracasado y largarme, o sólo largarme y continuar llevando mi vida normal de fracasado.

Presa de un extraño optimismo e innumerables tickets de acceso, contemplé su llamativa pollera roja desde el decimotercer pabellón de asientos del Cervantes. Aunque a veces, por mis demoras, ocupaba los asientos más retirados. Cuando Emmanuelle aparecía, coronando la obra con sus dilatados monólogos de tambaleante embriaguez y de silencio, la examinaba con inagotable asombro, y al verla abandonar la escena, no hacía más que tratarme de ridículo y fofo. Hasta que un día (risibles huellas me hacían intuir que había ya atravesado ciertas fronteras, puesto que al volver Emmanuelle del Cervantes al Belgrano, vertía una mirada nada reprimida hacia la barra), luego de que el recepcionista me advirtiera, expresándose como un ventrílocuo, que Emmanuelle se dirigía hacia nosotros, se desbarató para siempre mi condición de perseguidor y de fantasma. Yo siempre fui patológicamente introvertido, así que me resulta imposible no recordar el éxtasis que me produjo todo aquello. Y no sólo el éxtasis, ya que recuerdo, como si todo hubiese ocurrido hace un par de segundos, el retumbo de sus pasos cuando al voltearme la vi venir hacia mí, ablandándome de tal modo que vejé la antología de Lugones hasta desfigurar considerablemente la contraportada. Más destacada su fisonomía, observé sus gestos y movimientos expresivos; estaba avergonzado. Toda mi valentía se fue a las primeras de cambio; sin embargo creí que se acercaría y no diría más que pavadas francesas.

Para mi sorpresa, Emmanuelle se frenó frente a mí, y luego de mirarme a la cara con prolijidad, preguntó si me gustaba el Slivovitz. Yo, sin saber qué carajo era eso de Slivovitz, asentí, como quien abanica sus tinieblas. Luego, sin más prefacios, me tomó del brazo y (ahora que despliego el suceso desde otro tiempo, sirve de símil la portada del disco The Freewheelin’, de Bob Dylan, a diferencia de nuestro aspecto: el semblante de Emmanuelle yacía inexpresivo; el mío, harto de pánico), enroscándonos por los rojizos escalones y entre los hipos macerados de nuestro andar, me llevó a la habitación 204.

El lugar era un completo desorden. Botellas vacías recostadas por doquier, ropa desparramada, pavas de cigarrillo, libros de Paul Eluard y Aldous Huxley. Emmanuelle se dirigió hacia la pileta y, con evidente habitualidad, destapó lo que, gracias a su estrafalaria publicidad, concebí era la susodicha Slivovitz, luego sirvió los tragos en vasos enanos de superficie rústica. Mientras Emmanuelle se desembarazaba de la bufanda y las botas, ya preparaba yo una evaluación inexperta sobre el trago (me resulta penoso admitirlo, pero del tal Paul y el Aldous no sabía nada, y más penoso aún admitir que solo se me ocurría hablar sobre el trago); sin embargo, ella tomó los vasos y, sin decir nada, se acomodó en el sillón y sonrió, de forma infinitamente seria, hacia la televisión en off.

«¿No querés», preguntó, poco después, en un tono acogedor. «¿Qué hacés ahí? ¿Por qué no te sentás?».

Apocado me acerqué hasta la pileta y luego me senté en la cama, casi frente a ella, sosteniendo mi porción de Slivovitz con ambas manos. En esa posición miré sus pies endiabladamente hermosos; quería meterlos sin importar el orden en mi boca, sacarla del sostén y los calzones para luego agasajarnos justo allí, sobre esa colchoneta de aroma peltre. De pronto comenzó a repiquetear el teléfono. Ella no se inmutó. Continuó con los ojos estampados en la televisión hasta que el ring-ring desapareció. También desapareció el trago en nuestros vasos. Los ruidos, que al llegar a la habitación se filtraban por las persianas, tampoco se escuchaban. Ese silencio, terriblemente abismal y hermoso, quizá duró más de diez minutos. Entonces Emmanuelle se puso de pie, colocó su vaso en la rinconera y sin dejar de mirarme, se acercó hasta cubrir mis ojos. Al descubrirlos, la miré fija y medrosamente; ella sonreía. Luego volvió a cubrirlos y en un santiamén los descubrió; ahora yacía triste, con la expresión de los que se reponen de una pérdida irremediable. Volvió a cubrirlos y a descubrirlos; ésa vez no adiviné si su esbozo se trataba de un rostro lastimero o el más apático de todos. Y así prolongó su juego, mostrándome una a una sus expresiones, hasta que concluyó su travesura apoyando mi rostro contra su pecho, entonando quizá, en realidad no estoy del todo seguro, una canción de Piaf, enseguida emprendió un delicado vaivén, al que me adherí cual navío a las aguas más salvajes del Atlántico.

Cuando desperté, por la mañana, Emmanuelle estaba desnuda en el sillón, fumando y leyendo en voz baja a Eluard, como ausente.

«Pendant qu´il est facile, et pendant qu´elle est gaie, allons nous habiller et nous déshabiller», leyó. Entonces me vio despierto, volvió a su lectura y de la forma más quieta posible, justamente con la serenidad de un río tranquilo y profundo, me mandó al mismísimo infierno, señalando que debía tomar mis cosas y largarme.

Como quien rueda en un despeñadero. Todo a mí alrededor, mirase lo que mirase, no era más que borrasca, una borrasca que esporádicamente parecía disminuir su intensidad, pero en realidad sólo lo parecía. Sentía incluso cómo esa tempestad se estrellaba con delirante fuerza sobre los cristales y muros y también sobre el aire vacío y sobre el hondo aire azul y sobre lo que está en ninguna parte y es interminable. Con los huesos hechos papelillo, pero a risotadas, como escuchando desde un ataúd las voces que suenan fuera. Ésa fue la última vez que miré a Emmanuelle. Salí de la habitación y jamás volví a verla.

La busqué por todas partes, en el Belgrano, en el teatro, pasé tardes enteras junto a la estatua de Ceres, donde un día la miré ofrecer de su croqueta a los pichones. Incluso estuve a punto de liarme a puñetazos con uno de los actores de la obra cuando me aseguró, con el cigarrillo entre los labios, que a Emmanuelle la había sustituido Baby Tagnochetti, ya que su espontánea huida también tomó al elenco por el pelo. Emmanuelle se esfumó de una vez y para siempre, como un relámpago. Por si fuera poco, por aquellos días mi padre se suicidó. La hemiplejia le obligó a desengavetar la Luger P08 que le obsequió, por sus servicios y confiabilidad, un ex miembro del grupo policial Waffen-SS, quien se refugió después de la Segunda Guerra en Villa Urquiza, allá por el 52, y con ella se voló la tapa de los sesos. Entonces apareció la maldita cameruza. Después de todo, era el único hombro que había.

Comencé a consumirla a pequeñas dosis, pero de golpe se volvió una avalancha. Recuerdo que en mi habitación, atónito, extasiado, en duermevela, imaginaba a mi padre arrastrándose hacia los semáforos de Chacaritas, con la Luger entre los dientes, y cuando por las tardes caminaba hasta el mercado de San Telmo en busca de un buen caldo, al coger la cuchara y observar las verduras y la viscosidad y el efluvio y sumándole a los condimentos mi sórdida idiotez, todo aquello me parecía un perfil cubista con cierto aire a Emmanuelle.

En esas condiciones me encontró Gonzalo Bergoglio, un viejo amigo de mi padre y quien, turbado por mi condición, pero sobre todo por mi patético fanatismo a los bares y puteros, ayudó a rehabilitarme. Me encontró en harapos, con diecisiete libras menos, ningún lucas y mientras humeaba mi matutina dosis de clorhidrato. Me ofreció, además, laburo como instructor en su gimnasio, El Guido, donde luego de un largo proceso vitamínico, aerobics y mal entonadas psicoterapias, logré sumergir, entre viejas asquerosas y las minas que venían a flexionarse desde Provincia, mi pito en cuarenta y dos conchas. Fueron dos años de arduo laburo entre fierros, líquido preseminal y sacrificios de gimnasia, hasta que un día, en un bar de Tucumán, conocí a Marcelo Spollietti.

Recuerdo que observaba la borrosa fotografía de un poeta nicaragüense que encontré en un pulguero de Ayacucho cuando Spollietti, luego de atravesar el umbral, me interrumpió de golpe preguntando qué hacía y en cuanto le respondí me ofreció aquel remedo de empleo. Lo que duró el mate bastó para simpatizar. Días después, de forma rigurosa, le comuniqué a Gonzalo sobre el proyecto, arguyendo que me vendría bien hacer algo distinto.

Salí de El Guido con la maleta a hombros. De todas las minas con las que garché a quien dediqué cierto réquiem fue a Lucila, una vieja cuarentona, aún resplandeciente, que solía darme plata y besos cariñosos en la frente. Luego del funeral, reducido a un vistazo al estacionamiento donde Lucila estacionaba su coche, partí en dirección al apartamento de Spollietti.

Las cosas tienden, espontáneamente, a degenerar su esencia, aunque en mi caso tuvo mucho que ver Spollietti, quien al solo abrir la puerta justificó una de sus tantas manías: la cocaína. Esa misma tarde volví a consumir. Inhalábamos mientras mirábamos los gestos de Irène Jacob, o mientras repasábamos Rouge, de Krzysztof Kieślowski. Y todo andaba bien hasta que un día, de esos extraños días en que los cineclubs pagaban de una vez los retrasos, Spollietti me dio las llaves de su Volkswagen y plata suficiente para comprar harta cameruza. Fue así como la cana me cogió con la droga en la guantera.

Después del proceso judicial, en el que litigué ser un buen consumidor, el juez, decisivo, me penó a seis meses de cárcel y a ocho en rehabilitación, por mis antecedentes clínicos. Sudaba a chorros cuando me conducían a la celda, sobre todo por las miradas burlonas que me examinaban tras los barrotes, calculando quizá mis posibilidades en la lucha, y todo mientras a lo lejos se escuchaba la locución desenfrenada de un Racing-Boca.

Cuando entré a la celda (una tristeza oxidada y polvorienta), sentado en la parte baja de la litera, con las palmas pegadas igual que imanes sudorosos, había un viejo de apariencia extraña y descuidada. Miré también su barriga desnuda y deforme, su labio inferior colgándole como un cable, sus pies barriendo el enladrillado como dos mástiles ciegos. Me transmitió la rara sensación de ser un hombre que nada tenía que ver con nada. Sentí vértigo. No hay nada peor que te saquen de tus farras, de la emoción hasta la médula, pero sobre todo me impacienté por el tiempo que debía pasar en abstinencia.

En seguida le saludé. No braceó movimiento alguno, permaneció en la misma postura. Poco después, mientras me habituaba al lugar, cruzamos sin querer las miradas. Me pareció ver una mirada tierna, o inexpresiva, no estoy seguro, como la mirada de alguien a quien, por motivos de sobra, no le interesa más este carruselito de vida, ni por dentro ni por fuera. Su expresión era, si bien lo preciso, como una pieza de Paganini, una pieza que partiría en pedazos incluso el corazón de un asesino sueco.

Fueron pasando los días, en los que me convencí de ser un fracasado irremisible. Por otro lado el calor, el miedo, me habían impuesto el hábito de madrugar. Distraído, miraba por el tragaluz el cumplimiento del amanecer, la claridad de la mañana, la vaga y siempre mentirosa insinuación de la brisa tocándome la cara. Encendía el primer Gitane de la mañana. Evocaba figuras y rostros que me abandonaron y abandoné sin remordimiento.

Una de esas madrugadas me levanté de golpe, tratando en vano de sujetar la cola del sueño que recién tuve. Estoy seguro que soñé con Emmanuelle, pero ya no sabía qué. Entonces el taquero, quien a veces me llamaba por mi nombre o boludo o criatura de mierda según los humores con los que amaneciera, me entregó una carpeta cuyo destinatario era mi hermético compañero de celda. Para el Sr. Juan Pablo Castel, rezaba la carpeta, y además tenía impreso el sello de una notoria casa editora. Me limité a colocar la encomienda en la rinconera, donde también había un frasco vacío de óleo, marca Rembrandt, y algunos papeles con anotaciones breves. Poco después el Sr. Castel despertó, y justo como en los días anteriores, lo primero que hizo fue cambiarle el agua al canario. En esa postura reparó en la anomalía sobre su rinconera. Rompió la envoltura, extrajo algunos sobres y documentos así como una tirada de La Nación. Luego de mirar unos instantes la portada del diario lo arrojó en la mesa.

Cada vez que miro el diario me basta con espiar los titulares para fortalecer mi vieja convicción de que la estupidez humana es inmortal, expresó, mientras de espaldas a mí se sacudía la nutria. La única esperanza creíble que nos va quedando se llama Nuclear, prosiguió, y no dijo más.

Desde ese momento no hice más que contemplarlo, verlo moverse de un lado a otro, escucharlo decir no sé cuántas bellezas y tonterías más, tenaces y reiterados disparates. Por lo que tosía comprendí que la vejez no había desteñido su agudeza interpretativa y agilidad de prosa. Además, por su retraimiento, su sensibilidad excesiva, debía estar en un psiquiátrico y no allí, en el penitenciario, donde la peculiaridad de su crimen fue cagando leches a ráfagas de ametralladora. Para muchos reos él era un malhechor de prestigio. Los nuevos, como en mi caso, fundían los ojos en El Túnel (el libro sobre su fechoría y que publicó hacía ya 39 años) como quien mira en la televisión jugar a Maradona; pero ese es otro cuento. Lo cierto es que, a base de pretextos esgrimidos, semanas después, apareció un barco de fonemas entre los dos, evidenciando nuestras singladuras; y esto debido a que Spollietti, en una de sus visitas y seguramente por joda, me obsequió una impresión de El gran masturbador de Dalí.

Las medida original es de ciento diez centímetros por ciento cincuenta, escupió de golpe el Sr. Castel, con aquella voz blanda, húmeda, acariciante, la voz de una persona a la que la vejez le ha robado toda la violencia, mientras observaba con reflexión y éxtasis la copia de Dalí, reducida considerablemente en comparación a su dato. Hay cierto malestar en ella. No lo sé, quizá Dalí temía perder la cordura. El sexo le obsesionaba.

Confesando que de pintura no sabía más que lo que recién dijo fue como iniciamos, con asaz recelo, a dialogar, hasta justificar cómo fuimos a parar al mismo lienzo.

Admiré al Sr. Castel, pero juzgaba que su talento, su vanidad anormalmente desarrollada, su orgullo, le estimulaban a adelantarse erróneamente y a tal punto de no tolerar consejos (¿pero a qué viejo le gustan las exhortaciones?). Además, me resultaba asqueroso, ya que entre él y yo había cierto parentesco, lo que aún hoy me provoca una sensación que, de por sí ridícula, no merece extenderse en consideraciones. La mujer que asesinó, la tal Iribarne, era la personificación de todas sus indecisiones. Una mujer que le exigió entrar en la dimensión de los hombres, de la desgarradora perfidia, así que el miedo, la angustia sin desagüe posible, le obligaron a asesinarle.

Salí del penitenciario el 27 de noviembre de ese mismo año. Confieso que experimenté una vaga nostalgia al despedirme del Sr. Castel, a pesar de que, muy en el asiento, lo detestaba. Éramos, en aquel entonces, aunque él más deteriorado físicamente que yo, dos jovenzuelos luchando contra los fantasmas.

Hoy, hace ya más de veintitrés años de aquel encuentro, el que escasamente expongo. Ahora soy sólo un viejo que compra los sábados huevos de trucha escandinava y bebe vino barato metido en la cama, desde la que a veces sonrío observando lucha libre mexicana. También escribo. Aunque pienso que con lo que escribo, con el gotear monótono de las palabras sobre las páginas, cualquier lector puede dibujar el mapa de mi idiotez, la triste y vulgar cara de mi desgracia. Asimismo pienso en el Sr. Cartel, probablemente muerto ya.

No sé porqué lo imagino libre, acostado en la playa que recurrentemente le perseguía y que reprodujo en incontables ocasiones en aquella celda. Lo imagino rodeado de toallas, gorros rojos, acostado en la arena tibia y amarilla, recreando en el cielo, sosteniendo un pincel inexistente, la escena de la ventanita. Un hombre feliz sin necesidad de sonrisas. Pero sobre todo pienso, aún sin saber porqué este recuerdo, su imagen, se mantiene imborrable después de tantos años, en Emmanuelle. En aquellas palabras que me atreví a decir y que también fueron las últimas, en esas palabras que me hacen sentir como al Sr. Castel cuando el marido de Iribarne lo llamó insensato, ¿Qué significa, eso que decís?.

*Es escritor hondureño nacido en 1989.

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