EPÍLOGO DE LA NOVELA «EL PESCADOR DE SIRENAS»

ALG4 noviembre, 2016

En 1918 recibí una comunicación por parte del doctor Carías Andino, indicándome que los restos del poeta Juan Ramón Molina sería repatriados al país: “URGE REPATRIAR RESTOS DE MOLINA. RUÉGOLE SE HAGA CARGO. M.C.A.”

Sin dudarlo hice mi viaje y a los pocos días estaba en San Salvador.

Allí me recibió el joven escritor Salvador Turcios Ramírez, que ejercía en aquel país funciones oficiales del gobierno de Francisco Bertrand. Lo primero que le pedí, fue que me llevara a conocer el lugar a donde había muerto el poeta.

—Es un lupanar allá por la Unión —me dijo.

—Si yo se. Pero quiero verlo igual.

Ni siquiera sabía si aún existía aquel lugar. Habían pasado casi diez años y lo más probable es que se hubiera ido con el tiempo. Pero contrario a lo que temía, estaba allí, quizás en la mismas deplorable condición con que Juan Ramón Molina lo conociera.

Tomamos una mesa en la cantina «Estados Unidos», que contrario a lo que creía, hacía referencia a la Unión de dos distritos en las afuera de San Salvador. Era un día de mucho calor y el resplandor del sol rebotaba desde la calle.

—¿Sabe usted en qué mesa murió el poeta Molina? —Pregunté a la mesera sin mucho protocolo.

—¿Quién?

—Juan Ramón Molina. Venía por acá muy seguido y murió en una de estas mesas —dije.

La mujer me miró por un momento buscando comprender el sentido de mis palabras. Luego pidió permiso para retirarse y buscar a alguien que sí sabría darnos respuesta.

—Se terminó el plazo en el cementerio y sino pagamos lo van a sacar y colocar sus restos en una fosa común. —Me dijo el joven Salvador Turcios.

—Así tengo entendido.

—Es una pena que un hombre de su estatura terminara en un lugar como éste y en esas condiciones —me dijo.

—¿Y en qué condiciones cree usted que debió haber terminado su vida?

—No se, siendo reconocido por su labor literaria, dignamente.

Yo vi las manos finas del joven escritor y comprendí que aunque venía de la misma ciudad del poeta no compartían sino el pasaporte.

—Pues supongo que cada quién se muere como puede —comenté.

Al rato entró una mujer de unos 35 años. Traía las manos húmedas y el cabello envuelto en una manta azul. Se acercó a nosotros y se presentó.

—¿Ustedes preguntan por el poeta?

—Si señora. Nosotros.

—¿Y eran amigos de él?

—Yo sí lo era, de toda la vida. —Dije

—Pues es una pena que hasta ahora aparezcan. Seguro le habría venido bien un poco de amistad cuando estaba vivo —nos reprochó—. ¿Qué quieren saber?

—Quiero saber cómo murió.

La mujer pasó la vista por el pequeño salón, revisando una por una las destartaladas mesas y sillas, como buscando algo familiar en ellas.

—Fue allá —dijo, señalando con la boca a la mesa de la esquina.

—¿Estaba usted con él? —Preguntó Salvador.

La mujer se limitó a asentir con la cabeza sin apartar la vista de la mesa.

—Fue el día de los muertos. Él había estado con otros amigos todo el día hablando de poesía y de filosofía. Parecía feliz. Yo en ese tiempo era la mesera de este bar. Él me decía «princesa». «Venga princesa tráigame una copa, venga princesa deme algo de comer», me decía. La dueña siempre me regañaba por meterme con él. Creo que a ella también le gustaba, pero él me prefería a mí.

—¿Con quién estaba?

—Otros borrachos de por acá y gente de San Salvador. Como era día de muertos había mucha gente. Estuvo bebiendo todo el día, al final de la tarde la gente comenzó a irse y él se quedó allí.

—¿Usted le dio la morfina? —preguntó Salvador.

La mujer guardó silencio por unos segundos y negó con la cabeza.

—No. —Dijo—. Eso lo traían desde San Salvador. El poeta decía que tenía varios días de no dormir y cuando lo lograba, tenía pesadillas. «Duermevela», le decía. Por eso consumía esa cosa, decía que le ayudaba a dormir.

—¿Quién se lo dio? —Insistió en la pregunta el joven Salvador.

—No lo se. Yo vi que se quedó dormido y no quise molestarle. Al terminar de limpiar las mesas antes de cerrar quise despertarle pero ya no vivía. Murió así: —dijo, colocando su cabeza sobre nuestra mesa, su brazo izquierdo bajo la frente y su brazo derecho colgando de un costado.

—Yo le quería mucho —comentó entre sollozos—. Era un hombre excepcional. Bravo y suave a la vez.

Al salir de aquel bar, vi como la mujer tomaba de la mano a una pequeña niña de unos diez años de edad. La niña era delgada y linda, su cabello negro atado en cola y sus ojos verdes. No dije nada, no necesitaba decirlo. La vi y me pareció ver al poeta, niño.

Al día siguiente Salvador me llevó al cementerio general, en donde se preparaba la exhumación de los restos de Juan Ramón. Habían unas cinco personas en total, contando a los dos enterradores que sacaban el ataúd del foso.

Llegamos hasta la tumba marcada con el número 1639, que guardó los restos de Juan Ramón Molina por nueve años, cuatro meses y un día. Al abrir la bóveda pudimos ver que el ataúd se había movido de lugar, como intentando escaparse.

—Debió haber sido por el terremoto —dijo un oficial de policía que hacía la veces de juez ejecutor—. Pasa muy seguido que las cajas brincan cuando se mueve la tierra. ¿Lo abrimos?  —preguntó.

Yo asentí con la cabeza.

Con dificultad lograron abrir el ataúd. Fue necesario usar una barra de metal para romper el empaque que se había formado con los años sellándolo herméticamente. Al crujir las bisagras y abrir la puerta, pude ver el cuerpo intacto del poeta que parecía dormir. Enorme fue mi sorpresa al verlo así, su piel incólume con al paso del tiempo. Incorrupto. Fue cuando entró en contacto con el aire que sus restos se desintegraron dejando sólo el esqueleto envuelto con un traje gastado y gris, la calavera y sus bigotes.

El oficial tomó el bigote con sumo cuidado y lo colocó de primero en la pequeña urna en donde el poeta haría el viaje de regreso a casa.

En el viaje, el poeta recibió los honores que en vida nunca nadie le dio. El primer lugar a donde llegamos fue Amapala, en donde el poeta Mario Rivas le dio la bienvenida en nombre de la sociedad porturaria.

Flores y discursos tapizaban el empedrado de la carretera del sur que una vez fuera obligado a construir. Ancianas y niños ofrecían sus honores al hombre que cantaba a los grillos y a las mariposas. Hasta llegar a Tegucigalpa, en donde en el nuevo Teatro Nacional, se le rindió honores por cinco días y sus noches.

Luego, después de las pompas fúnebres y las exequias, trasladamos al poeta Molina al cementerio general de Comayagüela. En el camino los curiosos se apilaban a orillas para ver pasar a un hombre que nunca moriría.

Yo pude ver, en el fondo, allá lejos de la fosa rodeada de altos funcionarios y diplomáticos extranjeros, a los amigos de Molina. No me costó reconocerlos. Su corte real, una docena de mendigos y pordioseros que  llorando se arrodillaron al ver partir al último «Príncipe» que este país pariría.

Noviembre 2 de 2014

 

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