SER BONITA EN POLÍTICA

Si una mujer trabaja realmente —e incluso si ha escalado a una posición líder en política, leyes, medicina, negocios, o lo que sea— ella siempre estará bajo la presión de confesar que trabaja en ser atractiva. Pero en la medida en que se mantiene como uno de los sexos oficiales, ella despierta sospechas acerca de su capacidad de ser objetiva, profesional, autoritaria y atenta.

Susan Sontag

La política, en lo que concierne al elector y a los representados, funciona, principalmente, como un artificio de humo y espejos. Al margen de lo que ocurra tras bastidores, lo que los participantes de la política proyectan con mayor fervor es el encanto de la apariencia. En muchos casos, este truco de prestidigitación es devorado ávidamente por el pueblo, que luego lo premia con diputaciones, alcaldías y hasta presidencias.

Desde el 2005, cuando el Tribunal Supremo Electoral estableció que la papeleta de diputados llevaría las fotografías de los candidatos y no solamente la insignia del partido político, la dinámica de voto para los representantes del pueblo en el hemiciclo se ha visto afectada por el factor de la apariencia. Miles de jóvenes hondureños que se aprestaron a marcar su voto por primera vez tuvieron ahora la oportunidad de ver el rostro de aquellos que favorecían o despreciaban. Como sucede en los casos en los que se carece de fundamentos para ejecutar una acción, la mayor trivialidad resulta ser la base sobre la cual se termina justificando una decisión, y así sucedió justamente: los electores terminaron votando por el candidato “más guapo” o la candidata “más bonita”.

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Es innegable, sin embargo, que esta “trivialidad” afecta de manera más marcada a las mujeres, por la misma concepción machista que permea nuestra cultura y sociedad. La idea de que la mujer debe ser un objeto primorosamente cuidado para el consumo de la mirada masculina, en vez de una persona con esencia, desciende sobre la sociedad hondureña con total fuerza e impunidad. Desde el acoso callejero hasta el uso comercial en la publicidad y las comunicaciones de estereotipos de belleza e imágenes sobresexualizadas, las mujeres hemos servido como meros adornos para hacer más elegantes o atractivas a nuestras contrapartes masculinas. De eso, ni la política se salva.

Hay dos posiciones en la política hondureña donde el atractivo físico de una mujer es resaltado de manera particular: la Primera Dama y en el Congreso Nacional. Comprender el por qué es fácil, en ambos casos. En lo que concierne a la Primera Dama, esta representa el “rostro dulce” de la figura realmente importante, el presidente. Miles de lempiras se invierten en la imagen “compasiva pero elegante” de lo que se supone que es el concepto de la Primera Dama. Desde los vestidos de diseñadores nacionales e internacionales, programas de dieta carísimos y cirugías estéticas, la mujer que por fortuna o desventura resulta ser esposa de uno de los que emprende el camino a ser el primer mandatario del país se ve envuelta en una red de transformaciones y mejoras para no “abochornar” al verdadero líder aquí. Añadido a ello, y en completa contraposición a la frivolidad de la imagen física, la primera dama también se ve obligada a ser una suerte de santa cuyo único y primordial interés, en medio de tantos vestidos, es ayudar a los más necesitados del país, encajando con el estereotipo tradicional de la mujer y madre abnegada. En torno a este otro atavío también habrá una gran inversión, principalmente mediática.

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La otra posición en la que la imagen femenina es relevante viene a ser el Congreso Nacional de Honduras. La razón es que no existe ninguna otra instancia del gobierno en la cual haya una participación tan directa y visiblemente individual como en el Congreso Nacional. Es en el Congreso Nacional donde se reafirma o se descarta el liderazgo de la mujer, entre tantas voces masculinas, donde las diputadas son capaces de participar en el proceso de toma de decisiones en representación de la mujer hondureña. Hasta el momento, ese liderazgo individual de la mujer diputada ha sido descartado, tomando en consideración que nunca ha habido una presidenta del Congreso Nacional en todos los años de su existencia y que la participación de las mujeres como diputadas apenas llega, a la fecha de hoy, al 28%, porcentaje que irónicamente es el mayor en la historia de nuestro país. El cargo más alto al que ha llegado una mujer diputada en el congreso es una primera vicepresidencia de la Junta Directiva del Congreso Nacional, ostentado en el pasado por la diputada Lizzie Flores y ahora por la diputada nacionalista Gladys Aurora López. Y luego tenemos en los medios de comunicación noticias como las siguientes, que moldean precisamente la imagen de la mujer diputada como un mero adorno en el hemiciclo legislativo:

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Contra las mujeres diputadas, en particular, se ejercen dos tipos de machismos: el primero, el más obvio, es el que ya hemos discutido, que convierte a la mujer en un mero adorno, desprovisto de capacidades. Este machismo es el que luego, al verse defraudado por sus “trofeos”, utiliza su sexualidad para nulificarlas. En la votación para elegir la nueva Corte Suprema de Justicia, al revelarse que las diputadas Kritza Pérez y Ana Joselina Fortín del PAC habrían ejercido el voto, la mayoría de los insultos no fueron sobre la ética laboral o profesional de las mismas, sino comentarios e implicaciones sobre su conducta sexual, resumidos todos en una palabra: “puta”. ¿Y qué es más fácil, pues, para una mujer guapa, que ser una puta? Entramos aquí en una disonancia cognitiva: quiero que todas las mujeres sean guapas para que las pueda ver y disfrutar, pero si hacen algo que no me guste en cualquier faceta de sus vidas, y particularmente si son funcionarias del gobierno, son unas putas.

El segundo machismo al que se ven expuestas las diputadas es más sutil, y mucho menos perceptible, pero igualmente disminuye no sólo las capacidades de las parlamentarias, sino que elimina la responsabilidad que tienen las mismas por sus acciones: es el justificar cualquier acción de una diputada bajo el argumento que es bonita, o peor aún, que es mujer. En numerosas páginas de medios de comunicación en las redes sociales se pueden leer incontables comentarios tanto de mujeres y hombres que afirman que una u otra diputada sería incapaz de cometer un error porque “es una dama muy guapa”. Cuando alguien ejerce una crítica fundamentada y orientada a los aspectos profesionales de una parlamentaria, es inevitable ver comentarios del tipo “por qué dicen eso, si todos nacimos de una mujer, es que ustedes no tienen madre.” El subtexto de estos comentarios es muy claro: “mientras usted sea bonita, o sea mujer y madre, no es relevante lo que usted haga, ni sus capacidades, ni su carrera profesional. Lo más importante es que usted sea bonita, su género y/o su condición de madre.” O incluso peor: “la disculpamos de cualquier error que cometa, porque usted es mujer, y aparte bonita. Era de esperarse.”

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Para romper con la maldición del “ser bonita” en la política, el tema fundamental es llegar a la comprensión fundamental que las mujeres que han sido electas para un cargo público, y en general, cualquier mujer en una posición de poder, es un ser humano. Una persona que cuenta con capacidades intelectuales, profesionales y de carácter que la hacen (o no) idónea para asumir una responsabilidad. No es ni un objeto para el disfrute de los hombres, ni es tampoco un ser exento de responsabilidades meramente por razón de su género.

Si nuestro objetivo es valorar a la mujer en la política como líder y funcionaria, apoyemos su participación desmarcándonos tanto de la objetivación como del paternalismo condescendiente. Alabemos sus logros en favor del pueblo y ejerzamos crítica honesta e informada cuando sea necesario. Aprovechemos los espacios que tenemos para comunicar nuestras inquietudes y acuerpemos las iniciativas que propongan. Demos honor a las buenas gestiones sin olvidarnos de la rendición de cuentas y responsabilidades, porque estamos hablando de profesionales electas por el pueblo, no de muñecas de vitrina.

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