LA MUERTE DE ALFONSO GUILLÉN ZELAYA

EGO5 agosto, 2016

Texto de Óscar Acosta con poemas de Guillén Zelaya.

A las dos de la tarde del día 4 de septiembre de 1947 dejó de existir en la ciudad de México, víctima de un ataque cardíaco, el poeta hondureño Alfonso Guillén Zelaya.

Guillén Zelaya había nacido en Juticalpa, Olancho, el 27 de junio de 1887 y realizó estudios de Derecho en Tegucigalpa. En su ciudad natal dirigió el periódico El Tacoma y posteriormente fue Director de El Pueblo y El Cronista de la capital hondureña.

Residió durante muchos años en los Estados Unidos de América y viajó por algunos países de Europa, acompañando como secretario al doctor Policarpo Bonilla a las conferencias de Ginebra.

Durante varios años fue Canciller del Consulado de Honduras en Nueva York. En 1933 abandonó Honduras para no volver jamás.

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VENDRÁN LOS NUEVOS DIAS

Vendrá el mañana libre. Vendrá la democracia,

no por mandato extraño, ni por divina gracia;

vendrá porque el dolor ha de unirnos a todos

para barrer miserias, opresores y lodos.

Vendrá la libertad. Sobre el pasado inerte

veremos a la vida derrotando la muerte.

Tendremos alegría, tendremos entusiasmo,

la actividad fecunda sucederá al marasmo,

y en la extensión insomne de todos sus caminos,

se alzarán majestuosos tus cumbres y tus pinos.

Pinares hondureños, pinares ancestrales,

enhiestos, eminentes, serenos, inmortales,

bandera de victoria contra las tiranías,

vendrán los días de oro, vendrán los nuevos días.

Los restos mortales de Guillén Zelaya descansaron en la casa ubicada en la Calle Champotón número 17 de la colonia Roma de la capital azteca y de allí salieron para ser sepultados al día siguiente, 5 de septiembre, en el Panteón Español, a las 17:40 de la tarde.

Asistieron al velorio y al entierro de Guillén Zelaya sus compañeros de trabajo del diario El Popular y de la revista Futuro, publicaciones que dedicaron a su persona y obra destacados espacios.

En el sepelio de Guillén Zelaya pronunciaron sentidas oraciones fúnebres los intelectuales hondureños Rafael Heliodoro Valle y Porfirio Hernández (Fígaro), así como el sociólogo salvadoreño Dagoberto Marroquín.

En su edición del 5 de septiembre de 1947 el diario El Popular llamaba a Guillén Zelaya «el gran revolucionario centroamericano, hombre íntegro y patriota ejemplar que consagró su vida a la defensa de los derechos de su pueblo».

ÉCHAME A LA SENDA

Señor, dame un camino y empújame a la mar,

mándame a todo rumbo por bosques y desiertos,

por llanos y guijarros o por floridos huertos

que me siento cansado de tanto descansar.

Dame cualquier camino para peregrinar

hoy tengo los impulsos de la marcha despiertos;

échame a todos los mares, guíame a todos puertos,

que amo la incertidumbre y no puedo esperar.

Sólo tu voz espero para hacerme a la marcha;

no temeré la espina ni me helará la carcha

y gustaré el sustento que me quieras brindar.

Me ofreceré de báculo si encuentro algún caído,

de padre si hay un huérfano, de esperanza si olvido:

pero échame a la senda que yo quiero rodar.

Al sepelio de Guillén Zelaya, que encabezaba su viuda, la señora Isabel (Chavelita) Alger de Guillén Zelaya, asistieron y montaron la última guardia frente a su ataúd sus amigos los ciudadanos mexicanos Vicente Lombardo Toledano, Presidente de la Confederación de Trabajadores de América Latina; Alejandro Carrillo, Secretario General del Distrito Federal; Antonio Castro Leal y Manuel O. Padrés, Director—Gerente del diario El Popular.

Decenas de ciudadanos hondureños e iberoamericanos residentes en México se hicieron presentes en el Panteón Español para despedir el cadáver del escritor hondureño desaparecido, entre ellos Gregorio Reyes Zelaya, su primo hermano y en ese entonces Embajador de Honduras y Decano del Cuerpo Diplomático, Clementina Suárez, Maria Luisa Herradora Alcántara, Félix Canales Salazar, Andrés García, Gerardo García, Ricardo Diego Alduvín, Isidoro Acosta, Guillermo Alvarado Levaire, Manuel Cárcamo Lardizábal, Gustavo Gómez, José Alvarado, Carlos Illescas, Julio Estrada de la Hoz, Francisco Lino Oseguera, Roberto Bermúdez, José T. Ruiz, Gregorio Rosa Herrera y Francisco Mayo, éste último periodista de El Popular.

En Honduras le dedicaron sentidos artículos los escritores Céleo Murillo Soto y Jaime Fontana, los que fueron publicados en la revista Tegucigalpa de Alejandro Castro hijo.

Desde entonces han escritos ensayos y extensas notas sobre el autor de «La casita de Pablo» los hondureños Medardo Mejía, Pafael Paz Paredes, Víctor Cáceres Lara, Eliseo Pérez Cadalso, Felipe Elvir Rojas, Oscar Castalleda Batres, Tomás Erazo Peña, Ramón Oquelí, Julio Rodríguez Ayestas, Juan Ramón Martínez, Mario Argueta, José Gonzales y Segisfredo Infante, entre otros.

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La casita de Pablo

La casita de Pablo, era verde y tendida

como un ala en el mar;

y en las grandes mareas semejaba una vida

que por miedo al naufragio se pusiera a rezar.

La casita de Pablo, siempre estuvo vestida

de bejucos del monte y en flor: era el altar

donde el sol y los pájaros en cada amanecida,

celebraban la misa primera del lugar.

La casita de Pablo, después quedó desierta,

sin misas y sin flores ¡Como una rosa muerta!

De Pablo ahora dicen que yerra sin parar.

Y del espacio humilde donde hicera su nido,

que perduran apenas, impidiendo el olvido,

cuatro postes rebeldes a los golpes del mar.

Lo Esencial

Lo esencial no está en ser poeta, ni artista, ni filósofo.

Lo esencial es que cada uno tenga la dignidad de su trabajo, la conciencia de su trabajo el orgullo de hacer las cosas bien, el entusiasmo de sentirse satisfecho de querer lo suyo.

Es la sana recompensa de los fuertes, de los que tienen el corazón robusto y el espíritu límpido.

Dentro de los sagrados números de la naturaleza, ninguna labor bien hecha vale menos ninguna vale más, todos somos algo necesario y valioso en la marcha del mundo.

El que construye la torre y el que construye la cabaña, el que teje los mantos imperiales y el que cose el traje humilde del obrero, el que fabrica las sandalias de seda imponderables y el que teje la ruda suela que defiende en la heredad el pie del trabajador.

Todos somos algo, representamos algo, hacemos vivir algo, en la siembra del grano que sustenta nuestro cuerpo vale tanto como el que siembra la semilla que nutre nuestro espíritu, como que en ambas labores hay envuelto algo trascendental noble y humano: dilatar la vida.

Tallar una estatua, pulir una joya, aprisionar un ritmo, animar un lienzo son cosas admirables, hacer fecunda la heredad estéril y poblarla de florestas y manantiales, tener un hijo inteligente y bello y luego pulirle y amarle; enseñarle a desnudarse el corazón y a vivir a tono con la armonía del mundo, esas son cosas eternas.

Nadie se avergüence de su labor, nadie repudie su obra, si en ella a puesto el afecto diligente y el entusiasmo fecundo, nadie envidie a nadie, que ninguno podrá regalarle el don ajeno, ni restarle el propio, la envidia es una carcoma de las maderas podridas, nunca de los árboles lozanos, ensanche y eleve cada uno lo suyo, defiéndase y escúdese contra toda mala tentación.

Que si en la palabra religiosa de Dios nos da el pan nuestro de cada día, en la satisfacción del esfuerzo legitimo nos brinda la actividad y el sosiego, lo triste, lo malo, lo dañino es el enjuto del alma, el que lo niega todo, el incapaz de admirar y de querer, lo nocivo el es necio, el inmodesto, el que nunca ha hecho nada y lo censura todo, el que jamás ha sido amado y repudia el amor; pero el que trabaja, el que gana su pan y nutre su alegría, el justo, el noble, el bueno, para ese sacudirá el porvenir sus ramajes cuajados de flores y rocíos, ya tale montes o cincelé poemas.

Nadie se sienta menos, nadie maldiga a nadie, nadie desdeñe a nadie, la cumbre espiritual del hombre ha sido el retornar al abrazo de las cosas humildes.

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