CRISIS DE PAÍS Y DE PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO

EGO5 julio, 2016

…Por Manuel Torres Calderón

Pienso en el conflicto actual y me preocupa la universidad, pero más me preocupa el país. En otras palabras, no es la sombra agrandada la que me asusta, sino el cuerpo que la proyecta.

Dos preguntas inquietan alrededor de los acontecimientos que vivimos estos días, la primera es ¿qué tipo de sociedad somos? Y, la segunda, ¿para dónde vamos?

Previo a intentar responderlas, hay otra pregunta que debe servir de punto de partida: ¿Se encuentra la universidad nacional en crisis o qué pasa?

Es innegable que la universidad atraviesa tiempos difíciles, convulsos, incluso de perplejidad; sí; pero el conflicto actual no surge por un colapso institucional interno o por el descrédito del gobierno que encabeza la Rectora Julieta Castellanos o por la cantidad de problemas pendientes de solución.

Nadie acusa al gobierno universitario de corrupto, clientelismo político en la designación de su personal o de inefectividad en el ejercicio de sus funciones, que son males que aquejan al Estado hondureño y están en la base de la debilidad institucional que lo caracteriza.

Al contrario, la gobernabilidad universitaria está afincada en el combate frontal contra la corrupción y búsqueda de la eficiencia en sus múltiples manifestaciones: desde el manejo presupuestario hasta el hecho de que cada funcionario o trabajador cumpla debidamente sus responsabilidades.

La UNAH ha llegado a un punto en el saneamiento de su administración que es capaz de realizar, como en efecto ocurre, dos millones de transacciones diarias con un alto margen de transparencia y rendimiento. Eso explica, por ejemplo, que cada fin de mes la Tesorería deposite puntualmente sus sueldos y salarios a los empleados (en el contexto de un Estado nacional insolvente) o que se hayan construido tantas obras de infraestructura (que son académicas) con el presupuesto que años atrás era dilapidado o embolsado por manos particulares o gremiales.

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Foto: elheraldo.hn

La institucionalidad universitaria, para no ahondar en detalles, se ha tratado de manejar con tanta responsabilidad y respeto a lo público que no tiene “deuda externa”, contratada con bancos dentro o fuera del país, y que, en lugar de pagar intereses, los recibe – unos 20 millones de lempiras anuales- por los bonos del Estado que tiene en cuentas debidamente acreditadas y supervisadas. ¿De cuántas instituciones públicas podemos afirmar lo mismo?, ¿Tiene eso algún valor o mérito en el debate nacional o es intrascendente?

La Rectora tomó posesión, de su primera gestión, a inicios del 2009, año de la “tormenta institucional perfecta” por el Golpe de Estado, y una vez le escuché decir que ella se sintió verdaderamente rectora hasta que avanzado el 2010 pudo tomar control del manejo del presupuesto de la UNAH, que estaba en otras manos. De hecho, un informe sobre la corrupción universitaria elaborado por una comisión académica independiente en 2004 reveló que había más de una planilla laboral y que se desconocía el dato exacto de cuántos empleados tenía la universidad o de quiénes cumplían con su trabajo.

Lo que se rompió con la reforma universitaria, que no se limita a lo académico y que siempre será inconclusa y de largo plazo, fue una cadena de privilegios y abusos extendidos de tal manera que la “estabilidad” interna descansaba en una red de complicidad, lucro e indiferencia tolerada por muchos, incluyendo varios que con sus propias agendas se suman hoy a las tomas y claman por privilegios del pasado.

En ese sentido, la conflictividad actual es, precisamente, consecuencia del cambio, no del estancamiento. El desmantelamiento de la zona de confort ha sembrado de adversarios la reforma, que no descansan en su labor conspirativa. El Director de Flacso Honduras, el historiador Rolando Sierra, me cuenta haber escuchado a ciertos maestros de Ciencias Sociales precisar las tres primeras medidas que tomarían una vez asuman el control de la universidad: eliminar los tres períodos de clases y volver a dos, “por mucho trabajo”; suprimir “la marcada”, es decir, desmantelar los relojes para marcar horas de entrada y salida; y, tres, reivindicar “la libertad de cátedra”, entendida como el derecho que tienen a decidir dentro de sus aulas, sin supervisión o evaluación de otros. Claro, seguro estoy que no todos los docentes piensan lo mismo.

Dicho lo anterior, y retomando las dos preguntas de partida, en mi lectura la crisis que se advierte no es propiamente de la universidad, sino que refleja una problemática mayor; una crisis de nación, una crisis de convivencia ciudadana y, sobre todo, de pensamiento democrático. Como sociedad hemos llegado a un momento histórico en el cual lo anormal se acepta como normal, donde los discursos y apologías al odio se consideran derivaciones “naturales” del ejercicio de la libre expresión, donde los “memes”, que se producen y multiplican profesionalmente, sustituyen las ideas y los argumentos por descalificaciones e insultos, o donde la capucha, que ha sido símbolo de impunidad y abuso, se legitima como revolucionaria.

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Foto: ultimahora.hn

Entristece confirmar como amigos, estimados y queridos, con quienes se han compartido largas jornadas de lucha por un verdadero Estado de Derecho, puedan asistir impávidos a linchamiento mediáticos sabiendo que las acusaciones que se lanzan no son ciertas. ¿Qué tipo de sociedad somos o en qué nos hemos convertido? ¿Se puede ser permisivo con la infamia sin volverse infame? Digo lo anterior no como una queja o resentimiento personal o en defensa de alguien; no, no es necesario, cada uno sabe quién es y si sus acciones responden o no a su ética; más bien lo expongo en función de la segunda pregunta: ¿Para dónde vamos como nación?

Bajo esa perspectiva, lo que se tramó políticamente contra la universidad preocupa, pero más preocupación e incertidumbre crea pensar en lo que deviene al país para lo que resta del año y dos o tres años más a futuro, que será el tiempo mínimo para consumir los carbones encendidos del proceso electoral y la polarización fratricida que se advierte. Como recién dijo Manuel Zelaya Rosales: “la política es la extensión de la guerra en otros escenarios”. ¿La política como “guerra”? ¿Es así? ¿Debe plantearse así el presente y el futuro de una Honduras que aún no supera el simbolismo brutal que Pablo Zelaya Sierra pintó en su cuadro “Hermanos contra hermanos”?

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En esta coyuntura electoral, de reconfiguración política, la universidad es una pieza apetecible. La reforma, a la que muchos detractores -de diversas ideologías- niegan su existencia, la volvió atractiva con sus logros institucionales. En el 2015, por ejemplo, el presupuesto asignado a la UNAH fue de 3, 227.3 millones de lempiras y 1,372.1 millones para el Hospital Escuela Universitario, cuenta con unos cinco mil empleados, moviliza 82,000 estudiantes por período, posee nueve centros regionales, telecentros en diversos puntos del territorio, dispone de medios públicos de comunicación social que antes no tenía, entre ellos un canal de televisión, tiene más de 500 proyectos registrados de vinculación universidad-sociedad, y una credibilidad e influencia sin precedentes, entre otros aspectos.

¿Qué otra institución ofrece tal atractivo como mecanismo para la presión electoral, sobre todo cuando en los últimos años por sus propios errores, por la acción-represión gubernamental y por manipulaciones políticas internas y externas se desmovilizaron las organizaciones magisteriales y se envejeció prematuramente a los jóvenes indignados?

En ese contexto, lo que hay detrás de los liderazgos estudiantiles es un proyecto político más que académico, incluso se advierte en varios de ellos la búsqueda de una legitimación que les permita superar el perfil de cierta marginación que tienen en sus respectivos partidos o movimientos políticos. Si fuera alrededor de los estudiantes y los temas académicos (varios de los cuales son válidos o discutibles), el diálogo sería factible, propositivo y constructivo, pero no lo es. De allí que el MEU va sumando demandas tras demandas; primero era el 70% y cuando el Consejo Universitario lo redujo a 65%, entonces no bastó y se planteó la anulación total de las normas académicas. Las normas académicas incluyen más de 300 artículos que suman derechos y deberes de estudiantes y docentes. Cada uno de esos artículos puede ser analizado y reformado si la agenda académica, que es la que interesa a los estudiantes, se impone a la política; pero hay una notable diferencia entre discutirlas y reformarlas, manteniendo su vigencia; o suprimirlas de raíz para crearlas o negociarlas partiendo de cero.

Todos sabemos que el sistema de impartición de justicia en Honduras es ineficiente, pero a nadie se le ocurre reformarlo a partir de eliminar primero los tribunales de justicia y dejar sin valor o efecto el Código Procesal Penal hasta que la sociedad se ponga de acuerdo en un sistema mejor. Desde esa perspectiva, suprimir las normas académicas es suprimir el Estado de Derecho en la universidad. El asunto es que no se puede construir ciudadanía universitaria democrática a partir de desmantelar derechos y crear miedos y prejuicios. Esa estrategia, en realidad, enfila a una meta clara, la destitución de la Rectora Castellanos y lo que llaman “la toma del poder universitario”.

Ese es un trasfondo que no se puede negar y obviar en las valoraciones que cada uno haga de los acontecimientos y que dificulta que diálogos y negociaciones fructifiquen, sobre todo porque en río revuelto surgen muchos pescadores, algunos de los cuales se frotan las manos por el trabajo que les hacen otros. En una coyuntura de este tipo siempre es previsible la convergencia entre los adversarios ideológicos, políticos, institucionales y los que actúan motivados por ánimos revanchistas, por hondos resentimientos y rencores.

Con todo lo anterior, ¿hay un espacio para una solución negociada al conflicto o no lo hay? Yo creo que sí, y esta es una opinión personal, pero con dos condiciones previas: que la agenda sea académica-institucional y no política-partidarista, y que se reconozca el derecho del pueblo hondureña a las ciencias, y a que las mismas sean de calidad y pertinencia para que contribuyan al desarrollo justo de la sociedad. Que el pueblo hondureño (que es quien paga la universidad, no el costo de la matrícula) tenga derecho a las ciencias consiste no sólo en la adquisición de conocimientos y títulos por los estudiantes, sino en la formación de un sujeto plenamente legitimado del saber y la sociedad.

La gran tarea política de la universidad nacional no es volverse a favor o en contra de un presidente o de un caudillo, de un partido o de otro. Su función es garantizar el conjunto de conocimientos para que haya una vigencia integral de los derechos humanos, se reduzcan las desigualdades sociales, económicas y culturales, se impulse la democracia y hacer que aparezcan los principios éticos al mismo tiempo que los fundamentos de todo saber. Esa es la única manera en que puede ser un importante factor de progreso, construir ciudadanía y la convivencia democrática que tanto necesitamos como nación.

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Manuel Torres Calderón.

Periodista, miembro de la Junta de Dirección Universitaria

 

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