«Saqqara»: Un cuento del Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa 2015

EGO22 junio, 2016

Julio Escoto opina que Kalton Harold Bruhl cuenta con «sorprendentes calidades literarias, particularmente en cuento y microrelato. Generador de historias con múltiples registros culturales, es habilidoso en el dominio del oficio de narrar, de ingenio creativo…»

«Saqqara» se adscribe al género de ciencia ficción y está ambientado en el año 2098. Sociedad caótica cuyos avances tecnológicos jamás llegaron. Tampoco la ciencia llegó a descubrir las curas de las enfermedades mortales como el SIDA y el cáncer. Su visión es escéptica con respecto al futuro: «pensaste que en el algún lugar, cubierta por una gruesa capa de vegetación, debía existir una enorme etiqueta con la fecha de expiración del planeta». El acaparamiento de recursos naturales que en tiempos pasados fueron detonantes de las guerras mundiales como la explotación de petróleo y agua fueron sustituidos por las drogas. Se invierte el orden natural del mundo y los muertos no son más los latinoamericanos sino «rubios» y de «piel blanca» pertenecientes a los países del primer mundo: «todo iba bien mientras los muertos los proporcionaran los países del Tercer Mundo». La ONU retomó su papel «importante» en la humanidad y una vez legalizada la droga se encargó de su producción, distribución y venta, lo que llevó a un conflicto de intereses entre diferentes organismos internacionales: OEA, OTAN y ONU. Los cascos azules se convirtieron en paramilitares y luego en un Cartel.

El personaje principal es un sacerdote (hermeneuta cuasi filólogo) jubilado contratado para convencer a las masas de viajar a Marte. En un imaginativo despliegue de humor se abordan temas como el racismo, religión, historia y política exterior. Sin duda un texto breve no carente de irreverencia y herejía…

Un cuento que solo pudo haberlo escrito alguien inmerso en un país violento, cuyo humor es permisible porque es su país «quien pone los muertos».

El Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa 2015, Kalton Bruhl, nos entrega a través de El Pulso una versión humorística del narcotráfico y del crimen organizado en sus niveles más altos e impensados.

Kalton Harold Bruhl, Premio Nacional de Literatura, 2015
Kalton Harold Bruhl, Premio Nacional de Literatura, 2015

SAQQARA

Ocho años en el seminario. Luego, dos más antes de ser ordenado sacerdote. ¿Y todo para qué? Para que te asignaran a una parroquia perdida en las montañas de América Central y en donde, luego de ver morir de hambre a tres niños, te hiciste LA PREGUNTA. Sí, así en mayúsculas, ya que te preguntaste por qué Dios permite el sufrimiento. Hablaste con el obispo, aunque ya sabías lo que iba a responderte. Te dijo que no era Dios el que permitía el sufrimiento, que Él le dio libre albedrío a los hombres y que éramos nosotros, con nuestras propias acciones, quienes provocábamos todos los males que aquejaban al mundo. Sonreíste condescendiente, pensando si en realidad el párroco era tan idiota para creerse toda esa basura. Vamos, si Dios era omnipotente y nos amaba tanto, ¿por qué no hacernos las cosas un poco más fáciles? No es que no lo hubiera hecho nunca. Según la Biblia, los israelitas se alimentaron durante cuarenta años con el maná que hizo llover sobre el desierto. ¿Por qué, entonces, no hacía llover un poco de maná sobre África? Seguro que no era tan complicado.

Ese día decidiste que el sacerdocio no era lo tuyo. Claro, sin dudar nunca de la existencia de Dios. Sólo de sus intenciones. Debías creer que había un Dios, lo necesitabas para mantener intacta tu cordura, ya que te resultaba imposible imaginar que todo lo malo que sucedía se debía al azar. Tenía que existir un bastardo que lo planeara todo.

Y debías reconocer que las cosas iban realmente mal. Estabas en el año 2098 y no había gente siempre amable y siempre sonriente enfundada en ridículos trajes plateados. No había autos voladores, ni energía limpia. En ese sentido, los avances sólo se habían producido con relación a los viajes espaciales. No había seguridad social ni trabajo para todos. Nadie había descubierto la cura para el cáncer o para el VIH, o al menos eso era lo que decían las compañías farmacéuticas, las que seguían considerando que era más lucrativo tratar los síntomas de una enfermedad que curarla. No se había acortado la brecha entre los países ricos y los países pobres. A decir verdad, de lo único que podías estar seguro era que cada día habría más pobres y que muy pronto, si podías confiar en los noticieros, estallaría la Tercera Guerra Mundial.

Contra todos los pronósticos de los expertos a lo largo de los años, la guerra no se produciría por el petróleo (los yacimientos petrolíferos en el lago Maracaibo y en Siberia durarían otros cien años) o por el agua potable (hacía décadas que las plantas desalinizadoras se habían vuelto operativas) o por cuestiones ideológicas o religiosas (los duelos ideológicos y religiosos siempre han terminado en una coexistencia algo tirante, pero relativamente estable). Por lo tanto, la única causa posible era, lisa y llanamente, el comercio de drogas. La historia era sencilla. En 2025 la violencia de los carteles se volvió insostenible. Todo iba bien mientras los muertos los proporcionaran los países del Tercer Mundo. No obstante las alarmas se activaron cuando comenzaron a aparecer docenas de cuerpos desmembrados en las calles de los Estados Unidos y Europa. De nuevo, todo habría seguido igual si los cuerpos hubieran tenido la piel y el cabello oscuros, pero, para el terror de la población, casi todos tenían la piel blanca y el cabello rubio. Así que, ante esa evidente distorsión del orden natural de las cosas, no quedó más remedio que legalizar el tráfico de drogas.

Por unos años creyeron que el problema estaba resuelto. La ONU era la encargada de la producción, distribución y venta de toda la droga existente en el mundo. Sin embargo, muy pronto, los países miembros de la OEA se preguntaron por qué tenían que entregarle la droga a la ONU, si eran ellos los que tan arduamente cultivaban la materia prima. No era justo. Ellos deberían tener el derecho a venderla. Luego los países de la OTAN llegaron a la conclusión de que si ellos tenían un buen porcentaje de los consumidores, ¿por qué no podían también venderla? Después, como era lógico que sucediera, los «cascos azules» se sintieron de pronto bastante estúpidos al conformarse con proteger los cargamentos a cambio de un mísero salario. Lo correcto era que ellos también pudieran vender. Y de esa forma los carteles de Sinaloa, El Golfo y Los Zetas, fueron, simplemente, sustituidos por los carteles de la ONU, la OEA y la OTAN, con el agregado de que los “cascos azules” se habían transformado en una organización paramilitar que estaba a punto de convertirse, por derecho propio, en un nuevo cartel.

Ese era el mundo en que te había tocado vivir. Un mundo que jugueteaba inconscientemente al borde del precipicio. Pensaste que en algún lugar, cubierta por una gruesa capa de vegetación, debía existir una enorme etiqueta con la fecha de expiración del planeta. Seguro que los gobiernos lo sabían y por eso, desde el 2040, aunaron esfuerzos para crear la primera colonia humana en Marte.

Era difícil que existiera una frase más trillada, pero todos debieron reconocer que era cierto, que juntos todo era posible. En apenas cincuenta años la colonia estaba a punto de entrar en funcionamiento. Y ese día, precisamente, estaba a punto de despegar la nave con el primer contingente de «voluntarios».

Sonreíste, satisfecho, porque fuiste tú quien convenció a la mayoría de ellos.

Después de dejar el sacerdocio creíste que nunca encontrarías un buen trabajo. Enviaste cientos de ejemplares de tu hoja de vida, sin recibir siquiera una respuesta de cortesía. Sin embargo, para tu sorpresa, un día recibiste una llamada de una importante transnacional.

Fuiste a la entrevista sin muchas esperanzas. Y cuando te explicaron la naturaleza del trabajo perdiste las últimas que te quedaban. En poco tiempo, te dijeron, se inauguraría una colonia en Marte. Los problemas financieros y de logística fueron «pan comido» comparados con el problema al que se enfrentaban actualmente: nadie quería irse a vivir a otro planeta. Se habían acabado los tiempos de los grandes exploradores y de la búsqueda de aventuras. Así que ese sería tu trabajo: convencer a las personas que un peligroso viaje hacia lo desconocido era lo mejor que podría pasarles en la vida.

Necesitabas el dinero, pero se imponía tu honradez. Te excusaste diciendo que no estabas calificado para el empleo. Te pidieron que no te preocuparas, que por el contrario, eras la persona idónea para realizarlo. «Varias veces a la semana –te dijeron– usted convencía a una buena cantidad de personas que una hostia y un poco de vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Si es capaz de eso, por qué no habría de convencer a unos cuantos palurdos de que su futuro está en Marte».

Te encogiste de hombros. Quizás tenían razón.

En ese momento, cuando una vez más debías admitir que por lo visto tus jefes no se habían equivocado al contratarte, recibiste en tu ordenador un mensaje de otro de los reclutadores.

Desde hacía un par de días todos los reclutadores estaban compartiendo sus mejores anécdotas y este, en particular, aseguraba que a él le había tocado la más extraña de todas. Un tipo, decía, no sólo se había presentado por su propia voluntad, sino que, aunque no se lo creyeran, había estado dispuesto a pagar para asegurarse un lugar en la nave.

Le preguntaste por el nombre de aquel chalado y estuviste a punto de caerte de la silla cuando leíste que se llamaba Yehuda Saqqara.

De inmediato vinieron a tu mente los estudios del profesor Charles Cutler Torrey y del rabino Louis Ginzberg. Sus textos no formaban parte del pensum académico en el seminario; pero uno de los temas que trataban en sus libros te había interesado desde siempre.

Y ahora tenías aquel nombre frente a ti. Dudabas que se tratara de una coincidencia. Nadie más podría tener ese nombre.

De pronto te echaste a reír. Vaya que eras presuntuoso. Seguro que no eras el único que había leído esos libros. El tipo ese, evidentemente, también lo había hecho y había decidido, por alguna extraña razón, que aquel nombre era un buen seudónimo.

Seguías riendo cuando entró un nuevo mensaje de tu compañero. Decía que el tal Yehuda había pretendido pagar con unas monedas antiguas y adjuntaba la imagen de una de ellas. Abriste el archivo. A pesar de la pátina que cubría la moneda distinguiste de inmediato el rostro de César Augusto. No eras un experto en numismática, pero habías leído lo suficiente sobre las monedas utilizadas en los tiempos bíblicos para saber que aquella pieza era un estatero de plata acuñado en Antioquía.

Ese tipo de monedas eran mencionadas por los evangelistas. La que casi todos recuerdan, por las películas que todavía transmitían durante la Semana Santa, se encontraba en el capítulo séptimo del Evangelio de San Mateo. Cuando Jesús y Pedro llegaron a Capernaum, los cobradores de impuestos les pidieron un tributo equivalente a dos dracmas. Jesús le dijo a Pedro: “Ve al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti.”

Pero existía otra ocasión en que ese tipo de monedas no habían sido llamadas por su nombre y los evangelistas se habían referido a ellas, simplemente, como piezas de plata.

Sentiste la resequedad en la boca y una incómoda opresión en el pecho. Todavía podía ser una coincidencia. No, no sólo podía ser una coincidencia, debía serlo. Sin embargo, por tu tranquilidad, necesitabas aclarar algo.

Tecleaste la pregunta despacio: « ¿Cuántas monedas dijo que tenía?»

La respuesta tardó apenas un par de segundos.

Debía ser un error. Te frotaste los ojos y acercaste el rostro a la pantalla. El número se mantenía inalterable. Te mordiste el labio. Era evidente que sin importar desde qué ángulo lo vieras seguiría siendo un maldito treinta.

Todo parecía tan irreal. Primero el nombre, luego el tipo de moneda y ahora la cantidad. Tres coincidencias era demasiado.

Yehuda Saqqara. El primer nombre no era trascendente. Era bastante común entre los judíos. El problema era el segundo. Provenía del arameo «saqor». En un principio creyeron que significaba «rojo». Quizás por eso en la iconografía medieval representaron a ese hombre como a un pelirrojo. Luego descubrieron que la traducción correcta no era ser de «color rojo», sino «teñir o pintar rojo». En otras palabras, era el apelativo para un tintorero. Los evangelios al haber sido escritos en griego, cambiaron «saqor» por «Ikarioth», perdiéndose el verdadero origen de la palabra.

Así que tenías a un tal Yehuda Saqqara o Judas el Tintorero o Judas Iscariote, en posesión de treinta estateros de plata, para mayores señas de la época de Cristo, casi listo para largarse hacia Marte.

Sólo necesitabas hacer un par de llamadas para detenerlo. Claro que inventarías una explicación más creíble. Quizás dirías que se trataba de un terrorista (después de todo era un palestino), pero bajo ningún punto dirías que el infame Judas Iscariote buscaba ser parte de la primera colonia marciana. No querías perder tu empleo o, peor aún, terminar tu vida entre paredes acolchadas.

La mayoría de la gente te habría dicho que era imposible. Judas se había ahorcado. Estaba en la Biblia. Y tú habrías tenido que decirles que la realidad fue otra. Que sí fue castigado, pero no a morir, sino a vagar sobre la faz de la tierra hasta el final de los tiempos.

El judío errante no era Catafilo, el portero de la casa de Pilatos, como decía Mateo de París; ni Samer, en pena de haber fundido el becerro en tiempos de Moisés, como decía Fray Benito Jerónimo Feijoo; ni tampoco Asuero, el zapatero, y quien según Jacobo Basnage, había increpado a Jesús por haberse detenido a descansar frente a su tienda, en su camino hacia el Calvario.

Lo cierto era que Judas era el verdadero judío errante. La Biblia está llena de analogías. Las mismas historias del Antiguo Testamento se repiten en el Nuevo Testamento. El sacrificio frustrado de Isaac por parte de su padre Abraham, es similar al sacrificio de Jesús. José, el hijo de Jacob, también fue entregado por treinta piezas de plata. En ese mismo orden de ideas, Abel, el primer justo y el primer mártir, es comparado por los Apóstoles con Jesucristo. Consecuentemente, Caín, quien le causó la muerte, es comparado con Judas, quien propició la muerte de Jesús. Y así el castigo destinado a Caín, vagar por siempre sobre la tierra, se repite en Judas.

Tal vez, en ese punto, te habrían preguntado por qué demonios querría Judas llegar al planeta rojo. La respuesta no podía ser más evidente. Estaba implícita en su castigo. Si había sido condenado a vagar eternamente sobre la Tierra, lo más lógico era suponer que al llegar a otro planeta, la maldición perdería de inmediato su efectividad, permitiéndosele entonces, descansar por primera vez en dos mil años.

De nuevo sopesaste tus opciones. Denunciarle o permitirle que se marchara. Si le denunciabas cabía la posibilidad de que fuera un hombre inocente y que todas tus sospechas no fueran más que la peligrosa mezcla de una mentalidad paranoica y una educación religiosa. Por otra parte si te quedabas callado, qué mal podría causarte el hecho de que el Iscariote se marchara hacia Marte. Además, de acuerdo a tu modo de ver las cosas, sin importar lo que hubiera hecho, aquel hombre se merecía un descanso.

Cerraste los ojos y pensaste en el mundo en que vivías. Hambre, guerras y enfermedades. La humanidad entera se encontraba hundida hasta el cuello en el estiércol.

No te resultó muy difícil decidir que lo mejor era quedarte callado. Desde el principio de los tiempos Dios se había salido con la suya. No estaría mal ver cómo alguien, aunque fuera por una sola vez, le daba por el culo.

Acerca de El Pulso

Propósito: Somos un equipo de investigación periodística, que nace por la necesidad de generar un espacio que impulse la opinión sobre los temas torales de la política, economía y la cultura hondureña. Estamos comprometidos con el derecho que la gente tiene de estar verdaderamente informada.

Derechos Reservados 2019-2021