LA CONDEZA GRETA PROZOR

ALG8 junio, 2016

¿Acaso os interesa mi suerte misteriosa?

¡Buscadme en mi magnífico palacio de la Osa, 

o en mi torre de oro, junto a la Cruz del Sur!

Juan Ramón Molina,«Salutacion a los poetas brasileños»

Río, 1906

—Le ruego que se comporte poeta —suplicó el doctor Dávila, estirando con nerviosismo la solapa de su chaleco, visiblemente preocupado por la habitual irreverencia de Juan Ramón Molina; que por respuesta se limitó a encoger los hombros, viendo por la ventana del carro, el ocaso que caía sobre la ciudad imperial en la Serra dos Órgãos y cubría la arboleda con su manto dorado.

Íbamos el doctor Dávila, Juan Ramón y yo; Turcios decidió a última hora no asistir, argumentando que la lluvia de la víspera le causó una infección de garganta.

El carro atravesó sus ruedas por un enorme portón de hierro negro, sobre una calle empedrada bordeada con infantiles palmeras; en el inmenso jardín, entre cipreses y pinos romanos, varias estatuas de mármol de torsos desnudos jugaban estáticas a los costados, y media docena de magnolias ofrendaban sus tropicales copos de nieve sobre el pasto; arriba, rumbo a las montañas agrestes de verdor oscuro, el sol agonizante engullía una bandada de escandalosas loras.

—¿Dónde están los cisnes? —Preguntó el doctor Dávila al descender del vehículo, absorbiendo con los sentidos el embriagador paisaje.

—Son la cena —comentó Juan Ramón con una leve sonrisa, alzando la cabeza en dirección del palacio.

Era un edificio con motivos persas, de agujas decoradas como esgrimas soberbias en las esquinas superiores, un pórtico redondo de columnas talladas, ventanales de jambas ojivales y dinteles con bajos relieves de flores y escrituras árabes; alfeizares de mármol y una bóveda encebollada de color azul, erecta a uno de los extremos de la construcción, con decoraciones esculpidas, terminadas en un finial de bronce. Al ingresar, una enorme araña de luces eléctricas reflejada sobre cristales y espejos, finas alfombras de múltiples colores y estampas marcaban el inicio de un ambiente de ensueño; en la pared frente a la puerta principal, la pintura de una aborigen desnuda en la playa virgen, prendida con nostálgica mirada a una flecha de plumaje rojo y blanco clavada en la arena.

—Se llama Iracema —dijo una bella joven de unos 16 años que se acercó a recibirnos. —Y quiere decir: «Hecha de miel».

Era una joven de pupilas azules como los lagos de Nicaragua, niña aún, entre dos volcanes erguidos de musa. Una frescura primaveral bajo su falda larga hasta el tobillo, dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne, sus brazos blancos como cuellos de cisnes y sus hombros desnudos, ágiles mariposas que volaban bajo blondos cabellos oleados de oro.

—Es triste —comentó Juan Ramón, sin ver a la joven, su mirada puesta en la pintura de la pared—, para ella el mundo está terminando.

—Y para nosotros la noche está comenzando. Veo que ya conocéis a mi hija, yo soy Moritz, Moritz Prozor, a vuestras órdenes.

Con una formal reverencia se presentó ante nosotros el conde Prozor, anfitrión de la velada, representante diplomático del Zar Nicolas II, famoso por haber hecho la traducción de las obras del romántico Henrik Ibsen; y su encantadora hija Greta (inmortalizada años después en un retrato hecho por Matisse) quien nos llevó a la sala repleta de artistas, diplomáticos, millonarios industriales y oligarcas herederos de la era imperial brasileña, acompañados todos por sus bellas y elegantes mujeres de la alta sociedad.

Un ejército de silenciosos sirvientes negros vestidos con uniforme blanco repartía las bebidas en bandejas plateadas, mientras una banda de músicos —también negros— tocaba suaves melodías barrocas en instrumentos de cuerda, que apenas podíamos escuchar por el barullo de cristales, cubiertos y voces de los invitados, inmersos en las más variadas discusiones.

—¿Ya conocen ustedes al poeta Rubén Darío? —Nos preguntó el conde Prozor, presentándonos al laureado bardo, quien a su vez nos presentó a su amigo y secretario Julian Sedano.

Mucho había cambiado Rubén Darío en esos años desde la última vez que le vi, en una recepción en la casa del presidente Barillas Bercián en Guatemala, aquel 1891, cuando reunido el equipo de El correo de la tarde dieron despedida al joven Enrique Gómez Carrillo, que partió para Paris y no volvió más. Ahora la fama lo había engordado, resaltando sus neurastenias al punto de lo insoportable. Se rodeaba de oscuros personajes que no hacían sino drenar su celebridad, como Julian Sedano y Leguísamo, aquel hombre rubio y alto que murió fusilado por espía alemán al inicio de la gran guerra, que se presentaba a sí mismo como secretario del poeta y decía ser hijo ilegítimo del archiduque Maximiliano de Austria a su paso por Puebla, cuando se embarcó en el inverosímil proyecto de conquistar México, rescatarlo de las garras de los republicanos y establecer un orden monárquico —con él como Emperador— y que gritó antes de morir fusilado, un triste: ¡Viva México!, que no hizo eco entre el pelotón de indios y mestizos juaristas.

Juan Ramón Molina y Rubén Darío, que algunos llamaron «poetas gemelos», no podían ser más distintos el uno del otro. Compartían sí, desde su origen provinciano, la pasión y genio por la poesía, el saber disfrutar de los colores del arco iris, el temor a los rubíes artificiales y a los engranajes de hierro, el amor por las luciérnagas en el trópico y por las olas del mar en el pacífico, el vivir atrapados en las garras de la dipsomanía —quizás bajo el hechizo de un hada perversa, que les marcó un destino trágico—. Pero sus mundos eran opuestos: Darío, tímido y retraído, con una epidermis sumamente sensible a la crítica, amaba los salones aristócratas, donde cantó las melodías más dulces del idioma, al amparo de finos licores, cojines de seda roja y terciopelo azul, entre las piernas de blancas gaviotas y los senos de garzas morenas; mientras Molina, animal gregario y escandaloso, crítico implacable de todo y de todos, con un talento especial para caer mal y comprender la ironía del modernismo en las calles sucias de Tegucigalpa, gastaba sus días en los oscuros tugurios, con una corte de mugrosos pateros y prostitutas sin dientes ni pétalos rosas para besar en los labios.

Nunca, hasta ese día, se habían conocido. En algún momento llegué a acariciar la idea de una cooperación entre ambos genios, considerados a todas luces, los más grandes de Centro América, llegué a presentar a Máximo Soto Hall un proyecto de revista a cargo de los bardos, que afortunadamente no se concretó, porque cuando los vi juntos, ese día, comprendí, que tal empresa era imposible.

De entrada Darío pareció ignorar y hasta despreciar la presencia de Juan Ramón, al punto de molestarle. Varias veces le preguntó su nombre sin preocuparse por grabarlo en su memoria, encantado como estaba, con los tiernos hechizos de la joven Greta, a quien dedicaba las palabras más dulces de su lírica, invitándola a volar con él sobre el Pão de Açúcar en la bahía, entre la selva impenetrables del Amazonas, hasta las cataratas del Iguazú del río Paraná, bajo los túneles del Ouro Preto, entre topacios, diamantes y rubíes. Luego, en la medida que las bebidas subían el tono de las conversaciones, daba la impresión que se empeñaba en descalificar los argumentos de Molina, como cuando el conde Prozor preguntó al poeta por un artículo que escribió a razón de la muerte de Ramón Verea, conocido periodista e inventor, famoso por sus posturas anticlericales.

—Conocí a Verea, sí —dijo Juan Ramón—, en Guatemala, hace ya varios años. En aquel tiempo me gustaba leer todos los libros y periódicos que atacaban al catolicismo y más o menos me había convertido en un omnipotente librepensador, que hubiera certificado, llegándose el caso, que no había ni nunca había habido Dios y que era, a mi claro entender, un espantajo creado por el miedo y la superstición del hombre primitivo.

—En eso no puedo estar de acuerdo, mi estimado poeta —interrumpió Rubén Darío, acercándose al círculo que comenzaba a ampliarse en una esquina; llevaba en su mano una copa de vino, su rostro amarillento por la pobre iluminación—. Dios, —continuó Darío— lo es Todo: es la gran voluntad que penetra todas las cosas, el mar, los bosques, los animales, al hombre y a la mujer. Es la armonía del universo, y el mal surge cuando nos alejamos de esa armonía. Dios creó, nos creó a su imagen y semejanza, es por eso que en la unión de los sexos se encuentra al Creador.

Dijo eso último lanzando una intensa mirada a la joven Greta, que ignoró el comentario observando su reflejo en la ventana.

—Pues según Nitzsche —comentó Molina, viendo a Darío— es el hombre quien creó a Dios a su imagen y semejanza y si Dios es poeta, tendrá que ver con la imagen del que lo creó.

¡Del superhombre líbrame Dios! —ironizó Darío—, afortunadamente, Dios no muere, ni morirá nunca, como anunciara el filósofo de Sils.

—¿Y qué es más adecuado para comprender el universo entonces         —interrumpió el conde Prozor—: el arte o la filosofía?

—El Arte claro está —se apresuró a responder Darío—, ¿qué mejor forma de conocimiento que la tragedia?

—Lo mismo decía Nitzsche —comentó Molina—, él decía que el arte es más sabio que la filosofía.

—Y si lo dice un filósofo es cierto —increpó Darío.

—¿Y usted que cree poeta? —preguntó Julian Sedano, viendo a Molina con sus intensos ojos azules.

—Yo, no estoy seguro la verdad, para mí la filosofía ha sido el elixir triste que me vació el cielo, y sin cielo, no hay poesía.

—Pues yo prefiero el arte y más la poesía —dijo la joven Greta—, pues el artista da color a las palabras grises del filósofo, y el poeta da cuerpo a las ideas que no existen, sino hasta que se las nombra. Ahora si nos disculpan, hay algo que quiero mostrar al poeta.

Y tomando a Juan Ramón del brazo, lo sacó del círculo de intelectuales. Él, sorprendido por la invitación de la joven, se dejó llevar por Greta Prozor, que lo condujo por las habitaciones de la casa.

En los ojos de Darío pude ver la luz de la envidia, él, más que nadie en aquella sala, deseaba los brazos de la joven musa. El Conde Prozor, magnífico conversador, supo desviar la atención del portalira preguntándole por sus impresiones de los simbolistas en París.

Portrait Of Greta Prozor Henri Matisse, 1916
Portrait Of Greta Prozor
Henri Matisse, 1916

***

La velada transcurrió sin mayores incidentes, acompañando las exquisitas discusiones —subidas de tono por el vino y el calor del trópico—, con los exquisitos versos compartidos por Rubén Darío, que fueron acogidos con emoción, especialmente por las bellas damas, que suspiraban con las metáforas idílicas del bardo.

En algún momento el doctor Dávila quiso presentar públicamente a Juan Ramón Molina, lucirlo ante todos como un adalid de los versos, en un especie de duelo lírico con Rubén Darío, pero ni Molina, ni Greta Prozor aparecían por la sala.

—Ojalá no me salga con una de las suyas —dijo el doctor Dávila, cuando se resignó a no lucir al poeta.

Al final de la noche, al momento cuando los carros comenzaban a salir por la calle empedrada y nos preparábamos para despedirnos del conde Prozor, la joven Greta entró a la casa empapada de pies a cabeza. Su padre, intentando ocultar su sorpresa, hizo un comentario sobre el hábito de Greta de nadar bajo la luz de la luna. Ella, disculpándose por haberse ausentado tanto tiempo, se despidió de nosotros, subiendo luego a sus habitaciones, ante la mirada estática de Rubén Darío, que por poco se desmaya cuando vio entrar a Molina, al igual que Greta, completamente empapado.

—¿Está listo para irse poeta? —Preguntó el doctor Dávila, ocultando su molestia con Juan Ramón.

—Sí doctor. —Dijo Juan Ramón, viendo como Greta subía las gradas del palacio.

No fue sino años después cuando supe lo que pasó esa noche. Juan Ramón nunca habló de ello. Cuando le preguntábamos, daba respuestas evasivas, cambiando la mirada hacia algún punto en la pared o en el cielo.

Una mañana en París, la final de la gran guerra, visitando a Enrique Gómez Carrillo, tuve la suerte de encontrarme con la bella Greta Porzor, ya toda una elegante mujer de la socialite parisina. Cuando me preguntó por Juan Ramón y le conté las condiciones de su muerte, pude ver sus ojos llenarse de lágrimas.

—Le pido me disculpe —me dijo enjugando sus lágrimas— aunque solo le vi una vez, guardo un muy lindo recuerdo del poeta.

Fue cuando le pregunté por esa noche.

—Yo noté que el poeta se sentía fuera de lugar, —comenzó a contar Greta Prozor— le vi desde que entró en la casa aquella tarde, cuando se prendió con la mirada del cuadro de Iracema. «Es muy triste», me dijo, y era como si fuera él el que lloraba. En el transcurso de la noche le vi conversar con los demás invitados, respondía a las preguntas de mi padre con toda cortesía, pero él no estaba allí, él andaba en otra parte, en un lugar oscuro, frío como el invierno.

—¿Frío como la muerte?

—Frío, aún no se si la muerte es fría… Fue cuando se acercó Rubén Darío, que toda la noche había estado tratando de llamar mi atención. Yo les vi que hablaban de Nitzsche, de arte y de filosofía. Recuerdo que tuve la impresión de que Darío no sabía de lo que estaba hablando, pero comprenderá usted si no dije nada, siendo aún una niña, todavía no desarrollaba el placer de meterme en las conversaciones de hombres adultos. Luego vi la luna por la ventana. Era una luna llena, brillante, melancólica, que parecía dar vida a las estatuas de mármol del jardín. «Para mí la Filosofía ha sido un elixir triste que me vació el cielo», dijo el poeta. Lo recuerdo muy bien porque en ese momento yo miraba la luna y me imaginé mi vida sin aquel hermoso satélite. Entonces me decidí a sacarlo de allí, llevarlo a conocer las hadas, los duendes, los elfos… las ninfas.

»—¿A dónde vamos? —me preguntó al salir de la casa. Parecía que estaba nervioso, como un niño que se escapa de la escuela.

»—Tu ven —le dije, tomándolo de la mano.

»Siempre me han gustado las manos de los poetas, a diferencias de las de los pintores que son ásperas y gruesas, la de los portaliras son finas, delicadas, pequeñas, como manos de mujer. Rubén Darío tenía unas manos muy lindas, también Juan Ramón.

»Lo llevé por el jardín. Las estatuas de mármol resaltaban como criaturas de hielo, brillaban pálidas entre las sombras. Los pétalos blancos de las magnolias eran como copos de nieve sobre el pasto, o como pedazos de terciopelo que la luna soltara sobre el mundo.

»—¿De dónde sos poeta? —le pregunté.

»—Tegucigalpa —me dijo, saboreando el nombre como se come el dulce de leche.

»—¿Y esa ciudad cómo es?

»—Aburrida. —Respondió y dijo—: Por la mañana, las campanas de la iglesia suenan monótonas: Tin… Tan… Tin… Tan… es como el péndulo maldito de un reloj desapacible. Se ve por las calles alguna devota asmática o alguna niña en sus floridos abriles, luciendo todos sus alfileres. Luego, al medio día, da ganas de suicidarse. Las calles vacías parecen lamidas por el sol cenital en un deslumbrador de ascuas, los negocios cerrados o si están abiertos adentro es oscuro y mal oliente, como la cueva de un jabalí.

»—¿Qué haces entonces?

»—Nada. Meterme a las cantinas a beber cerveza o tomar whiskey barato, muy malo. Por la noche, los jóvenes salen con lo mejor de sus guardarropas, se pasean en el Parque Morazán, en rebaño, fuman detestables pitillos y plebeyos cigarros puros, hacen la corte a las muchachas lindas, meticulosas y mal trajeadas, todo al son de los cobres de la banda marcial. A las nueve y media, Tegucigalpa duerme el pesado sueño de las ciudades vegetativas.

»—¿No hay mucho entones?

»Él negó con la cabeza, quizás buscando algo en su recuerdo.

»En ese momento pude ver como miles de luciérnagas se levantaban formando constelaciones en el pasto, eran como átomos desprendidos de la luna.

»—Me gustan las luciérnagas —me dijo el poeta, agachándose para tomar una con la mano, llevándola luego a su rostro, como queriendo besarla o susurrarle algún secreto. Su rostro se iluminó suavemente con la luz de la luciérnaga, pude ver en sus mejillas, una brillante lágrima caer a las sombras.

»—¿Te gusta nadar poeta? —le pregunté. Y lo tomé de la mano sin esperar su respuesta, halándolo entre risas hasta un pequeño estanque hecho durante los años del Emperador Pedro I.

»—Hace calor —le dije, quitándome la ropa y saltando desnuda al agua.

»Él al principio no quería meterse, recuerdo que le rogué varias veces que se quitara la ropa y se zambullera. Al final lo convencí, haciéndole ver que no eran muchas las oportunidades que tenía en Tegucigalpa para nadar desnudo con una condesa.

»—En eso te equivocas —me dijo al salir de fondo del estanque—, en Honduras también tenemos una corte real.

»—¿A sí?

»—Sí. Tenemos al duque Benito Pelusanga, al Conde Próspero Bambita, al Marqués don Cruz Managua y al Barón Chepe Pelo´echampa.

»—¿Y esos quienes son?

»—Unos borrachos inadaptados, delincuentes de pacotilla que viven de la la limosna.

»—¡Igual que en Rusia! —dije y ambos reímos.

»Fue cuando lo besé. Nadé hasta él sobre el reflejo de la luna, acerqué mi pecho desnudo al suyo, flaco y pálido, y lo besé. Tenía unos labios suaves, carnosos, como dos duraznos maduros, su bigote húmedo me hacía cosquillas, me gustaron sus ojos claros. Yo hubiera querido besarlo más, amarlo bajo aquella luna mágica. Pero él parecía nervioso, incómodo. Inmediatamente nadó a la orilla y comenzó a vestirse. Yo le seguí, con miedo quizá de haber hecho algo inapropiado.

»Allí estuvimos largo rato, en silencio, sentados bajo la luna llena. Luego él comenzó a recitar aquel poema.

—¿Recuerda el poema?

—¿Qué si lo recuerdo? Claro que sí. No todo, pero lo recuerdo en esencia. Era oscuro y triste, como una cueva de arañas y escorpiones. «La copa de mi vida, donde escanciaba mieles, llena está hasta los bordes de ponzoña y hieles…» Lo cantó con una voz dulce y suave, casi en susurros. Quizá no era a mí a quien cantaba, sino a aquellas pequeñas luciérnagas que cubrían la arboleda. «Ansiosamente espera mi corazón, que llegue ese glorioso instante en el eterno círculo del inmortal cuadrante…»

—¿Y qué pasó después?

—Yo lloraba como una chiquilla. Sentía vergüenza por mi frivolidad, por estar allí, con aquel hombre que sufría tanto, por ser joven, ignorante aún de lo que es el dolor. Me acerqué a él y lo abracé con fuerza, quería cuidarlo como una madre cuida a un hijo. Él me abrazó, pero ya no estaba allí, se había ido. Luego cambiamos de tema de conversación, le hablé de mis lecturas de Nitzsche, hablamos del amor.

»—El amor es un sentimiento de propiedad —le dije.

Él me comentó que el amor era crear.

»—Es hacer que lo más vulgar se convierta en joyas preciosas.

»—¿Crees que se pueda amar y respetar a una persona a la vez? —le pregunté.

»—El respeto está basado en el temor, en el poder que esa persona ejerce sobre nosotros. En cambio en el amor no hay poder, no hay jerarquías. Cuando amamos, ocultamos nuestros defectos, no por temor a esa persona, sino porque no queremos que ella sufra por culpa nuestra.

»—¿Qué se siente perder a alguien amado? —le pregunté.

»El poeta suspiró profundo, vio la luna como pidiendo permiso para traer a él todos esos recuerdos.

»—Es como ir en un barco sin dirección, a la deriva. Esperas que la próxima ola termine tu viaje y te hunda, porque a lo menos la profundidad es un destino.

»Luego se levantó y se sacudió la ropa.

»—Es hora de irnos —me dijo, extendiendo a mi su mano caballerosa.

»Al levantarme aproveché para halar de él y empujarlo nuevamente al estanque, riendo, feliz. Él, al salir me reprochó por la traición y se acercó a mí, yo me quedé allí, esperando con los ojos cerrados. Me besó nuevamente. Recuerdo ese beso con cada detalle, su aliento, el agua que caía sobre mi rostro, su piel fría. Luego me arrojó al agua.

—Fue cuando volvieron a la fiesta.

—Así es.

Me despedí de la condesa en aquel café parisino, consciente que nunca más la volvería a ver. Cual fue mi sorpresa cuando luego, en Nueva York, conocí el retrato que Matisse le hizo.

—Una cosa me llamó la atención esa noche —me dijo la condesa, antes de salir por la puerta del café—, luego que él me arrojó al agua, entre risas y palabras dulces. Él me llamó Lola.

—¿Lola? —pregunté.

—Sí, Lola. Yo no le corregí, estaba seguro que él no estaba conmigo.

*«La condeza Greta Prozor», fragmento de la novela inédita El Pescador de Sirenas

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