MI SUEÑO Y MI CANTO: CLEMENTINA SUÁREZ

ALG17 marzo, 2017

La agilidad de gacela es solo un recuerdo

en el zapato vacío a la orilla de la cama.

La poeta Clementina Suarez comprendió aquella mañana de diciembre de 1991, que poco faltaba para terminar su tiempo de vida. Tenía años de estar esperando ese día, quizás en algún momento pensó que la muerte se había olvidado de ella y la condenaría a deambular opaca entre las paredes de su casa, con su cuerpo viejo y diminuto, hasta que algún gitano le mostrara el camino a la parca; pero reconoció desde su ventana, con una mezcla de alivio y resignación, aquellas señales que el universo le mandaba y que le indicaban, sin lugar a duda, que su vida estaba terminando: el vendedor que con el dorso de la mano secaba el sudor salado de su frente y arrastraba un troco de madera pintado con los colores de la bandera nacional, pregonando con voz cansada las baratijas que nadie compraba; la orilla del río Chiquito, a donde decenas de buses y taxis destartalados circulaban levantando una nube tóxica; y el ruido de los niños en la escuela vecina que hacía el canto de una bardada de pájaros, un alegre paraguas estridente que cubría el molesto chirrido del timbre de la puerta. Bajó las gradas, su vestido blanco y largo con unas enormes flores de colores amarillas la hacía parecer el decorado de una mesa de restaurante. Abrió, reprochándole al visitante el haber llegado tan tarde. Sus greñas alzaban un nido deplorable en su cabeza, como de quien no ha dormido en varios días y con sus dedos ya viejos y retorcidos lanzó a la calle una colilla de cigarrillo a medio terminar, abriendo una sala excesivamente decorada.

En las ventanas de la casa la poeta sembraba un jardín vertical que filtraba la luz y creaba una atmósfera tropical y apacible. Habían libros y papeles regados por todas partes, como de quien lee varios textos a la vez. Decenas de botellas de licor apiladas en las esquinas, unas vacías y otras por la mitad, y ceniceros llenos de colillas de cigarrillos con olor a vainilla.

Clementina arrastró sus pasos levantando un siseo sobre las lozas e invitó a pasar al visitante, que estático contemplaba el lienzo de tamaño natural de la poeta desnuda sobre su indiscutible trono de bohemia.

Adentro de la sala las esculturas y retratos pintados por cualquier cantidad de artistas parecían mirarlo todo desde otra dimensión. Eran los regalos hechos por muchos amigos y amantes de la poeta a través de su larga vida, que ella estudiaba con regular nostalgia. El visitante contempló sin prisa los tesoro, como Clementina solía llamar a su colección de cuadros, sin temor a que la gente carentes de metáforas tomara aquello de forma literal, haciéndola parecer una pirata holandesa, creando historias inverosímiles de botines de joyas y dineros guardados en los gabinetes de la casa, bajo los colchones, entre los libros o atrás de los cuadros. ¿Acaso tiene Clementina —pensó el visitante—, otorgado por el mismo Dionisio, como el rey Midas de Frigia, el poder de convertir todo lo que toca en oro? ¿Es natural pensar, que con la fama le ha llegado, además, la fortuna?

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La poeta pidió permiso para prepararse un café. Mientras encendía otro cigarrillo con la llama de la estufa pensó en su vida, tan rica como sombría, tan suya como de todos, que ahora estaba terminando. Con movimientos suaves se sirvió una tasa y la endulzó moviendo la cuchara en círculos negros, golpeando la china entre las paredes de aquella casa, ajena ya al ruido de la calle que conoció por primera vez hace ya tanto tiempo, cuando su padre fue electo diputado al congreso nacional de 1908, siendo ella apenas una niña oligarca de provincia, consentida por su familia al punto de la desidia y que volvió a ver después, en 1923, luego de la muerte temprana de su progenitor que la obligó a huir de la modorra provincial de Juticalpa.

Era Tegucigalpa entonces un caserío de callejones serpenteados, hediondos a meados y a estiércol de burro, con casas de adobe, oscuras y mal ventiladas, y decenas de iglesias y cantinas que pululaban como salpullidos lúdicos. Era la poeta nueva entre las sombras, chica de ojos grandes como guacales de melaza y sonrisa fresca como mañana de febrero que llegó a ser quien fue sin necesitar jamás de su personalidad histriónica —aunque eso tampoco le faltaba— y conquistó un pequeño espacio en un mundo de hombres aguerridos y machos ignorantes, enfrentando a brazo partido a treinta o más gigantes, como aquel gran caballero de la triste figura, entre aburridos soliloquios, chismes románticos, intrigas políticas y supersticiones decimonónicas.

Se levantó la anciana de su silla, arregló su vestido y fue a la cocina para servirse, ahora, un vaso de agua. Disfrutaba de hacer tiempo burlando a la muerte, como burló siempre a las familias aristócratas de Tegucigalpa que la miraban como una Salomé cualquiera, sin comprender su magnitud de Titana.

En la pared de la cocina el cuadro firmado por Augusto Monterroso, de Clementina retratada como cabaretera de los años veinte, con pelo liso y aceitoso, los hombros desnudos y el pecho puntiagudo, como fue quizás cuando conoció a Antonio Rosa en uno de esos bares bohemios de principios de siglo. «Se va a resfriar usted señorita», le dijo el joven, bello y galán. Había llovido, el vestido húmedo de Clementina le exponía el cuerpo. Antonio se quitó su gabán para ofrecerle algo de abrigo y cubrir la desnudez de aquella niña de corazón sangrante —lirio encendido en el altar de fuego— que no podía apartar la vista de su hermoso bigote.

Clementina recordaba aquella fiesta de disfraces del «Club Internacional» frente al puente Mayol, cuando Antonio llegó vestido como centurión romano. Ella lo vio pasar frente a su casa en el parque Valle, montado en su caballo brioso de crin negro y reluciente. ¿Cómo no iba a enamorarse de él, si él era Adonis y ella, Afrodita? Y como la diosa griega, la poeta, consciente de que su libertad era mucho para la familia de Antonio —que hizo lo imposible para que aquella relación no prosperara— aceptó compartir a su amado y verlo solo los fines de semana. Él se casó con otra mujer y ella le dio dos hijas. Sus dos Rosas, «esas dos muñecas de aserrín que suavizaron un poco mi dolencia». Hasta que todo terminó, como terminan también los días de fiesta y entre los dos creció un abismo grande como el Tártaro de los Titanes. Él era un hombre que se dedicaba a vender y ella, poeta, consideraba que el mostrador era la cosa más abominable del mundo. Un sábado llegó armado de silencio a su pequeño cuarto en el barrio Abajo, ese sería el último sábado que lo vería.

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Clementina se sentía orgullosa de saber que nunca detuvo a ningún hombre. Si el amor decidía irse, ella le abría la puerta sin dudarlo. Así fue con Guillermo Bustillo Reina, su primer esposo, una pequeña isla en medio del mar de su vida, quien pensaba que le estaba haciendo un favor al desponsarla. Con sus besos intentó atar sus alas y al verse inútil, cómo Hércules alzó su mano contra Mégara, intentó alzar la suya en contra de ella. Más de alguna vez empuñó un revólver para impedirle presentar en el Teatro Nacional. Llegó incluso a disparar. Clementina sabía que era cuestión de tiempo para estar, finalmente, en su línea de fuego y se fue. Guillermo se disolvió años después entre el alcohol y la amargura. Lo último que dijo antes de morir fue: Clementina.

En la pared del pasillo afuera de la cocina había un retrato de Frida Kahlo y Diego Rivera, sobre la imagen una dedicatoria hecha a mano: «A mi amiga Clementina Suárez». En una repisa de madera de las gradas del patio habían souvenirs de varios países. El visitante tomó el de Cuba, una pequeña muñeca negra con dos maracas. La poeta se le acercó y le recordó que desde niña soñó con ir por el mundo, embarcarme como Mercurio y descubrir continentes vírgenes. Viajó a Nueva York, la ciudad de hierro que tanto enfermó a Dario y como Lorca, ella, sintió que se ahogaba: el tamaño, el frío, la alienación de aquella gran ciudad que hablaba un idioma que nunca pudo aprender. Vivió en Cuba, esa bella isla que comenzaba a calentarse con la lucha antimachadista y aunque el intercambio intelectual fue lo que había estado buscando, era un paisaje circular rodeado de agua que imponían una muerte lenta bajo el sol del Caribe. Fue a México y allí encontró sus sueños. Entre pintores y poetas armó una pequeña galería que se convirtió en refugio de exiliados, hasta que comprendió que no importaba el esfuerzo que hiciera, en México, siempre sería extranjera. Con los años logró comprender que si en algún país fue feliz fue en El Salvador. Allí llegó con Chepe Mejía Vides, su segundo esposo. Pero ella, que nunca fue mujer para la sala y a quien el matrimonio ahogaba como una margarita sin sol, un día le escribió una carta desde Honduras diciéndole que ya no volvería a casa y él no respondió.

El visitante miraba el retrato hecho por Chepe Mejía, estaba en una pared en el segundo piso, en él Clementina vestía un huipil, su cabello partido a la mitad y una trenza indígena que cae sobre el hombro.

—¿Puede imaginarse usted la vida miserable de un pintor ciego? —Dijo Clementina, viendo el cuadro de Mejía— ¿Qué clase de karma habrá pagado Chepe, para terminar así su vida?

Los libros en los estantes de la pequeña sala del segundo piso estaban colocados sin ningún orden, las revistas apiladas en una columna sobre una mesa de mimbre y los pequeños adornos de cristal, hacía parecer Real aquella galería imaginaria de la poeta. En algún momento se supo que ella se dedicaba a vender arte, negocio que aprendió en su tiempo de la «Galería de Arte Centroamericano» en México y que perfeccionó en el «Rancho del Artista» que montó con Chepe en San Salvador; que usaba las conexiones hechas en su tiempo de agregada cultural de la embajada hondureña en El Salvador o las que cultivó cuando trabajó en el ministerio de Cultura de Ramón Villeda Morales, para promover a los jóvenes artistas del país, vendiendo cuadros y esculturas a diplomáticos y coroneles, y que no siempre les pagaba las ventas ni devolvía las piezas. Eso la hizo acreedora del afecto de los jóvenes que buscaban hacerse su vida en el mundo de la plástica, pero también la animadversión de otros, que en más de alguna ocasión la acusaron de ladrona. Ella no les respondía, consideraba que debían estarle agradecidos por ponerlos a la altura de Pablo Zelaya Sierra y Diego Rivera, quienes también la pintaron.

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—Yo soy un poeta, un ejército de poetas… —murmuró Clementina viendo uno a uno los cuadros de la pared: el óleo del costarricense Francisco Amighetti, en donde ella está sentada frente a un escritorio, sus brazos sobre la mesa, el pelo atado en un moño, los labios rojos y su mirada melancólica en algún punto fijo a la izquierda; el óleo del mexicano Jorge González Camarena, donde ella aparece con cara redonda, su cabello suelto sobre los hombros que cae en olas, los pechos que se confunden con las montañas del fondo, su brazo apoyado en las piernas cruzadas en horizontal hacia la derecha; el cuadro firmado por Electa, donde la poeta aparece vieja, sentada con las rodillas en el pecho, viendo de frente con una expresión dura; el óleo de Miguel Angel Ruiz, donde viste un huipil blanco, su cabello casi rubio atado sobre la cabeza, sus manos cruzadas y su mirada triste; el de María Talavera, donde la pintó anciana, de pelo corto, con una blusa rosada, sus brazos también cruzados, atrás de ella un grupo de girasoles marchitos y, otra vez, la mirada triste. Álvaro Canales la captó en esa imagen familiar de los que alguna vez la vieron al final de su vida: la anciana de rostro grueso y anteojos de carey, cabello pintado en rojo y en el fondo, lo que parecen ser portadas de libros o cuadros de la poeta. Luis Padilla pintó su rostro maniquéo, una mitad iluminada y la otra en una sombra verde, su expresión es triste, como de quien lamenta la agilidad perdida de gacela…

«Los días, las horas, van cerrando mis rutas». —Pensó Clementina, recordando las fiestas en donde después de varios tragos, toda su gracia y amabilidad parecía esfumarse, quedando en su lugar una mujer amarga y desdeñosa, que reaccionaba a ofensas reales o imaginarias con los gritos más escatológicos y obscenos, corriendo a medio mundo de su casa. O cuando para demostrar que su piel aún estaban firmes a pesar de su edad, se levantaba el vestido descubriendo todos su cuerpo, invitando a los mirones a tocar sus pechos, recordando con amargura que su sexo fue lirio, flor divina. «¿A quién quería engañar?» —se preguntó al llegar a la ventana del cuarto—. «¿Quién de todas estas mujeres fui?»

La ventana estaba abierta y daba a la calle, el ruido del barrio entraba como un estridente canto. La poeta calculó la altura de la ventana, apenas un par de metros y supuso que por allí escaparía el visitante.

Ella tomó una de las muchas botellas de licor a medio vaciar que habían por la sala, sin recato la abrió y tomó un trago directamente del pico de la botella.

—¿Y la japonesa que vive acá? —preguntó el visitante.

—Ella no vuelve sino hasta mañana —respondió Clementina al entrar al cuarto y comenzar a revolverlo todo. Sacó de una gaveta la placa de reconocimiento que le diera la Universidad y la arrojó al suelo con desprecio: «como me pueden dar un premio por ser lo que siempre fui» —pensó; desperdigó sobre la cama las joyas de piedras preciosas mezcladas con baratijas de plástico que guardaba sin jerarquía en una caja de puros junto a la mesa de noche; revisó la libreta de banco Sogerin y contó el efectivo que tenía a mano, como quien piensa en una compra de último momento.

—Tome —dijo, ofreciéndole el dinero al visitante, que guardó el efectivo el bolsillo y le pidió que bajaran.

—Vamos abajo.

La poeta soltó un vestido amarillo que había levantado del suelo y respiró profundo.

—Vamos —respondió.

En la cocina se sentó en frente a la pequeña mesa redonda. Vio por última vez los cuadros como queriendo grabarlos en las pupilas.

—¿Mi Galería, aún existirá en el futuro? —preguntó sin esperar respuesta.

Clementina sonrió, sintió pena por las flores que comenzaban a marchitarse. Estaba preparada para recibir el primer golpe en el cráneo, lo estuvo desde siempre. Al caer volteó la mesa derramando el florero. La sangre de la poeta se dispersó como un tsunami sobre el suelo de la cocina. El visitante le dio varios golpes, muchos, le rompió las costillas frágiles perforándole los pulmones. Ella se arrastró hasta el patio, buscando inútilmente escapar. Intentó balbucear unas palabras de auxilio que ahogó en su néctar sanguíneo. Por la tarde vendría la sirvienta de la vecina con una docena de huevos para la poeta, la encontraría aún agonizante y daría la alarma. En la calle el tráfico continuaba sin descanso, los buses circulaban por el barrio y los peatones iban y venían como diminutas hormigas.

Fin

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