Las lágrimas del Alfil

ALG15 julio, 2016

Alfil C8 a G4 —dije, orgulloso de mi movimiento, poniendo en riesgo el caballo G1 que posaba en F3.

Carlos miró el tablero por un momento estudiando mi jugada y continuó con su conversación con Jorge.

—Vivir estos tiempos es interesante —dijo, con la mirada puesta sobre las piezas blancas con las que jugaba.

Carlos era mi vecino nicaragüense, recién mudado al barrio a una casa de la mía y por cuya amistad aprendí, que la muerte es una partida de ajedrez y que habita mas allá de nuestra calle.

—No podes decir eso —comentó Jorge, mientras armaba un porro de mariguana a unos metros de nosotros.

—Sí puedo —respondió Carlos y luego movió su pieza: Caballo G1 en F3, come peón E7 en E5.

Yo sentí que me desmayaba de la alegría, el movimiento de Carlos abría espacio para que yo comiera la reina blanca con mi alfil.

—No, no podés, porque no has vivido en otra parte, nunca, ni en otro momento. —Respondió Jorge— ¿O creés que vivir en Singapur, en el siglo XVII no era interesante?

Carlos guardó silencio como pensando en las palabras y me miró.

—¿Vas a comer mi reina? —preguntó.

—Sí —le respondí, victorioso.

Jorge sonreía, su argumento parecía ser irrefutable.

—Pero si bien crecer en otra parte del mundo ha de ser interesante —dijo Carlos, de repente, señalando con el índice de su mano derecha, mientras miraba su dedo como recordando algo que había olvidado—, lo cierto es que no hay nada, como vivir en Honduras en estos años, una época en donde el más pequeño aspecto de nuestras vidas esta ligado al más global de los acontecimientos. —Remarcó, tronando sus dedos frente a mi cara.

Jorge también era de Nicaragua. Aseguraban ser estudiantes de medicina, aunque nunca los vi estudiando, ni habían en su casa aquellos libros gruesos y aburridos que cargan consigo los estudiantes galenos.

Era el mes de enero de 1989 y Carlos tenía 25 años; yo aún no cumplía los 15. A mi me gustaba el ambiente de aquella casa. Era un lugar relajado, como de gente que no tiene que trabajar. Se pasaban los días hablando de filosofía y política, recordando amigos o personas importantes, mientras fumaban mariguana o bebían Flor de Caña. Yo llegaba y me sentaba con ellos, y sonreía como un idiota escuchando sus historias.

No interactuaban con los demás vecinos del barrio, sino para lo estrictamente necesario. Su única interacción era conmigo, a través de las clases de ajedrez que me daba Carlos todos los días.

Cuando no estábamos jugando, Carlos disfrutaba de la lectura y Jorge de escuchar música ranchera en un radio transistor negro que tenía una pequeña luz verde.

—Paremos acá, estudiá bien esta jugada y seguimos mañana —dijo Carlos, guardando las piezas en una caja de cartón.

Yo asentí y le ayudé a juntar los peones y alfiles para luego revisar las jugadas apuntadas en el cuaderno.

Marina era la novia de Jorge, o la de Carlos —la verdad nunca lo supe—. Era una mujer bella. Yo la miraba pasar al salir del cuarto camino al pequeño baño en el patio de la casa; la miraba desde mi ventana, cuando venía de comprar en la pulpería y traía entre sus manos los plátanos para la cena; la miraba desde el techo de mi casa cuando tendía su ropa en el patio, su camisa mojada por el lavandero, sus pechos erectos y firmes. Me gustaba verla, pero temblaba de miedo cuando se acercaba a mí y nunca hablé con ella, o si lo hice fue muy poco.

A veces Jorge se ponía violento, gritaba tirando las cosas de la casa: las puertas, las ventanas, los puños. Maldecía «la guerra» y lloraba por nombres que yo desconocía. A veces la cargaba conmigo, me acusaba de estar cortejando a Marina o de ir a su casa para espiarlos y hablar de ellos con los demás vecinos. Yo sabía comprender que ese era el momento para dejar el juego y volver a casa.

—Nos vemos mañana chavalo —decía Carlos sin perder la calma, mientras guardaba las piezas.

Así pasaron varias semanas.

Cuando Carlos y yo estábamos solos, él hacía preguntas: «¿Qué hace tu mamá? ¿Qué hace tu papá? ¿Quién era esa persona que vino a tu casa ayer? ¿Qué piensa tu mamá de esto? ¿Qué pensás vos de aquello? ¿De verdad no tenés ninguna relación con tu papá? ¿A dónde vive él?…»

Yo no entendía muy bien el fondo de todas sus preguntas, ni sospechaba de ellas. Mi madre en cambio, miraba con desagrado los juegos de ajedrez y un día me prohibió visitarlo. Prohibición a la que no hice caso.

—Son Contras —me dijo en susurros una tarde, pensando que con eso yo entendería su preocupación.

—¿Contras de qué? —pregunté.

—Contrarrevolucionarios, unos asesinos malditos. Si seguís yendo a esa casa te vas a meter en problemas y nos vas a meter en problemas a todos. Alejate de ellos, quién sabe qué hacen acá.

Mi padrastro también me prohibió ir a visitarlos.

—¡Son unos vagos mariguaneros y te van a terminar de arruinar! —gritó.

Yo ignoré también sus advertencias y amenazas. Seguí con mis clases de ajedrez, con las conversaciones sin trascendencia y con las preguntas para las cuales no tenía respuestas.

Cuando mi padrastro supo de mi contravención, me castigó, pero contrario a otras ocasiones, en donde soltaba su discurso de «así me crió mi madre y así te voy a criar yo» mientras descargaba golpes con lo que encontraba a su paso moliendo a palos mi espalda, o cualquier otra parte de mi cuerpo, hasta caer rendido del agotamiento con una expresión casi orgásmica en el rostro y me dejaba acurrucado en una esquina cubriendo con mis manos los moretes y heridas, sobándome —como que al sobar la piel se pierde el dolor—, esa vez no fue un castigo tan severo. Fue más bien un castigo suave, un «no vas a salir de la casa durante una semana» o, «no vas a ver televisión hasta segunda orden».

Así que yo seguí yendo a mi clase de ajedrez, que recibía en un ambiente cada vez más tenso. Notaba en mis vecinos cierto desorden en los horarios, a veces pasaban afuera de la casa por días y otras veces no salían. Sólo Marina, que compraba los cigarros y la comida en la pulpería, se dejaba ver en el barrio.

—Alfil F1 en C4, come Peón en F7. —Dijo Carlos, cerrando con un «jaque» su jugada.

Yo no podía sino mover mi Rey a E7 y ponerlo a salvo del alfil.

Una mañana supe la noticia de la muerte del General Álvarez Martínez, el ex «hombre fuerte del país», comandante de las Fuerzas Armadas y fundador de los escuadrones de la muerte que aterrorizaban a mi madre y a sus amigos. El General había vuelto meses antes, luego de pasar varios años en el exilio buscando la santidad. Llegó al país y revolvió las fuerzas oscuras como quien golpea un avispero.

—Lo van a matar —dijo mi madre sin ampliar más información.

—¿Quién? —pregunté.

—No se, cualquiera. Ese hombre tiene demasiados enemigos.

La muerte del general estaba avisada desde que llegó y todos sabíamos  —menos él— que era sólo cuestión de tiempo para que la parca le visitara.

—Cuando se ocupan puestos en las Fuerzas Armadas, a uno siempre le cargan el muertito. —Dijo el General, días antes del atentado—. Eso a mí no me preocupa. A todos los que me hicieron daño quiero decirles que yo ya los he perdonado, así como Dios me perdonó a mí por mis pecados. Yo no tengo que ser juez de nadie. Regreso a Honduras, como un cristiano que recibió a Jesucristo como su Señor y Salvador.

El día anterior a la muerte del General, yo llegué a la casa de Carlos con la idea de jugar ajedrez, pero el ambiente era angustiante. Carlos estaba como distraído y se levantaba con cada ruido a ver por la ventana. Jorge estaba de mal humor y no ocultaba su incomodidad con tenerme en la casa y Marina se había encerrado en el cuarto y escuchaba música de Luis Miguel.

—¿Ya sabés que pieza voy a mover al fin? —me preguntó, viendo el tablero.

Yo asentí con la cabeza.

—Caballo B1 en C3, a D5. Jaque Mate. —respondí.

Carlos sonrío, luego comenzó a guardar las piezas.

—Es mejor que te vayas ahora —me dijo.

Yo tomé mi libreta, vi por última vez la mesa con las fichas de ajedrez y salí.

Después de las cinco, yo estaba subido en el techo de mi casa, a dónde me subía para ver las estrellas en la madrugada —o a la vecina que se bañaba desnuda en su patio— y vi que llegaron dos carros oscuros. Se bajaron dos hombres que tocaron a la puerta de la casa de Carlos y Marina les abrió. Entraron, hablaron un rato y luego salieron. Quise bajar y saludarlos, presentí que no volvería a verlos. Pero no lo hice, me quedé quieto sobre el techo y los vi subir a los carros con un par de maletas en las manos. Los carros se fueron y la casa quedó vacía.

El General Álvarez Martínez fue un hombre poderoso. Quizás el hombre más poderosos de su época. Tuvo a Honduras en la palma de su mano y hacía temblar a medio país con su mirada esquizoide. El día de su muerte iba camino a una tienda de Biblias evangélicas. Le acompañaban su chofer y un amigo. Tomó la salida de la colonia Florencia y se detuvo en el semáforo, intentó ver a los lados como si él fuera el conductor y vio a un grupo de trabajadores de la Empresa Nacional de Energía Eléctrica que lo recibieron con metralletas y lo perforaron con 18 proyectiles.

—¡Ay por dios, no hagan esto conmigo! —lloró el general, segundos antes de morir.

En la prensa se informó que el asesinato fue responsabilidad de un comando sandinista.

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