LA MUERTE TAMBIÉN ES UN VIAJE

EGO4 septiembre, 2016

Mi primer shock lo recibo muy temprano, poco antes de las siete de la mañana, al llegar a lo que yo recordaba como la estación de Transportes Ulúa, cerrada ahora por amenazas y extorsión, como parte del impuesto de guerra, ese peaje extra que pagan los negocios para poder facturar a fin de mes ante los recaudadores de impuestos del Estado hondureño. Ahora convertida en un centro de salud, la antigua estación de bus, luce los pálidos rótulos que delatan su pasado inmediato.

Aquí es un centro de salud. Me increpa un enfermero, yo lo veo como se ve el desconcierto.

Luego me explica que la empresa ahora se llama Kamaldy, yo creo que está confundido, siempre fueron dos empresas completamente distintas, pero me dejo guiar por su explicación, que debo ir hacia donde están los Norteños y a la par de estos encontraré la nueva estación. Llego, no hay nada. La extorsión ha barrido con todo. El bus que va hacia Trujillo podría dejarme en El Progreso pero ha salido hace treinta minutos, así que debo tomar una decisión pronto o esperar dos horas a que salga el próximo. Decido abordar el más inmediato, un Norteño que deberá dejarme en La Barca, allí tomaré uno a El Progreso y con eso bastará. Mi esquema mental parece funcionar, abordo, el bus sale poco después de las siete y media de la mañana. En la radio, la bachata es todo lo que existe, respiro profundo.

Nunca encontré mayor hipérbole que la de haber nacido en un lugar que lleva por nombre El Progreso, porque en realidad el progreso es una metáfora, una imagen confusa del pasado, una promesa incumplida, algo a lo que los progreseños nos aferramos pero de lo que en realidad no sabemos nada.

A mi lado, como compañero de viaje, un chico que quizá tenga unos veinte años, su gorra de los Astros, su camisa imitación de Caterpillar, su jean desteñido, sus tenis –seguramente– imitación de Adidas. Todo él es el producto del incipiente capitalismo en el que está sumergido el país. El detalle: un arete en su oreja derecha que quizá sea de fantasía, con un diamante falso como todo lo demás. Entre sus piernas una mochila roja, rota y descolorida. Mi mente empieza a divagar, podría ser un marero, podría no serlo también. Apenas el bus comienza a subir la cuesta de El Durazno mi compañero de viaje recibe una llamada, no puedo saber de lo que habla porque sólo me llega la mitad de la conversación, el resto debo imaginarlo. «Sí, ya salí, voy en el bus a San Pedro, ajá, no vos, todo tranqui… (ríe) ¿entonces ya tenés los controles bien armados? Cheque pués…» es todo lo que dice y parece ensimismarse en el paisaje a través de la ventana. Lo veo inquieto, viendo hacia la derecha, veo también. En el otro extremo, otro chico, con un jean azul y un suéter verde, en sus brazos una mochila pequeña de esas que son en realidad unas bolsitas que se cierran al jalar del cordón. No se dicen nada, sólo se ven. Todo me parece un ritual ensayado. Una puesta en escena de la que me voy enterando. Entonces el temor me invade, siento frío el estómago y me mareo un poco. Hemos ido más allá de Tamara. Vamos en carretera abierta y pienso que debo buscar la manera de bajarme lo antes posible. Comayagua estaría bien, allí es un lugar seguro para mí y para mi equipo: una computadora, una grabadora de audio y una cámara fotográfica con dos lentes. Me preocupa más el equipo que mi propia integridad. Reflexiono al respecto pero eso no me calma y aunque el chico a mi lado se ha dormido y parece roncar no lo veo sino como una amenaza latente, temo de un chico de veinte años con pinta de hiphopero. El bus avanza, lentamente el país empieza a abrirse en la carretera y el paisaje se vuelve rural. Un apacible sopor invade el interior del bus que me adormece. Lucho por no quedarme dormido porque no quiero que cualquier cosa que pase me tome por sorpresa.

El bus llega a Comayagua y valoro mis opciones, el chico de la derecha ha aprovechado que el bus se detuvo para subir y bajar pasajero y se ha comprado una pepsi. Se quita el suéter, el calor empieza a ajustar una nueva temperatura. Mi compañero mantiene la mirada en la ventanilla y cada tanto voltea hacia el chico al otro extremo. Decido arriesgar y seguir con el viaje hasta Siguatepeque, allí, cuando el bus pare en el comedor me bajo y listo. Si para entonces no ha pasado nada habré sobrevivido al miedo.

El bus retoma su viaje, comenzamos a dejar atrás a Comayagua, el playlist ha cambiado y desde la radio del bus me golpea El extraño de pelo largo, una canción ya muy vieja pero que reconozco, son La joven guardia, una de esas bandas que hoy entran en la categoría de «música del recuerdo». Me invade la imagen de mi madre en su máquina de costurar, aquella Regina con pedal eléctrico que muchas veces nos dio algunos pesos para poder comer. El calor es cada vez más intenso, el sueño me vence.

Abro nuevamente los ojos, y aunque confundido entre el letargo del adormecimiento y esa lenta transición en la que se incurre al despertar de pronto producto de algo repentino, en mi caso, ha sido una vuelta que el bus ha tomado a cierta velocidad que me ha sacado de mi confort. Confirmo entonces que las cosas en el interior de este pequeño bus en el que viajo siguen cierta normalidad, la normalidad del tránsito. Mi compañero sigue viendo la ventana como escrutando lo efímero del exterior que resulta de ir viajando en este cajón metálico que podría fácilmente ser en lugar de bus, un congelador de carne o un contenedor de basura. Nos acercamos hacia Siguatepeque y se me presenta una oportunidad nueva de bajarme del bus, y me decido, más empujado por el temor a estos dos jóvenes que por el intenso calor que se acumula como se acumula la gente en el interior de lo que por nave intergaláctica tenemos en este viaje.

El bus se estaciona con parsimonia, al bajar negocio con el ayudante para que me regrese parte del pago porque no haré completo el viaje hacia La Barca con ellos. El ayudante consulta con su piloto y jefe, este conductor enchorizado en una camiseta tipo polo de color blanco, con una enorme barriga, una barriga sánchezca. Asiente y el ayudante regresa y me devuelve treinta lempiras de los cien originales.

Esos otros buses te van a cobrar más caro. Me dice.

Seguro, pero debo bajarme aquí. Le digo intentando mi mejor sonrisa.

No te bajés, no hay máquina más rápida que ésta. Me regaña y señala el bus. Este coaster blanco con rayas negras en los laterales, y el nombre de la compañía en la parte trasera de los laterales. Por un momento dudo y me replanteo todo el asunto pero finalmente recuerdo mi miedo a los chicos y decido continuar con mi plan de escape.

Los chicos, también se han bajado, pero no entran al restaurante, imagino que es porque no llevan suficiente dinero para comprar comida, los veo fumando, comparten el mismo cigarro y conversan pero desde donde estoy no escucho nada más que el motor de otros buses que están estacionados esperando a sus respectivos pasajeros. Dejo de prestar atención a los chicos. Me dirijo a la fila del bus de Transportes El Rey, trato de convencer a la chica que hace el chequeo de los boletos a la larga fila de viajeros.

No, este bus es directo. Me dice.

Me hago hacia atrás, y un poco resignado bajo mis maletas y saco un cigarro. Lo enciendo. Un garífuna en una calzoneta larga jean negra y una camiseta de tirantes roja, con aretes como los del chico del otro bus y una gorra que usaría 50 Cent me pregunta en inglés hacia dónde voy. Lo veo, le digo que no hablo inglés, que soy hondureño y que voy hacia El Progreso. «¿Y vos?» Le pregunto. El garífuna ignora mi pregunta y sigue el ritmo de la fila hacia el bus. Lo veo con desdén, se me ocurre que pensó que yo era extranjero y que sólo quería decirme que él también estuvo en Nueva York.

¿Para dónde vas? Me pregunta un hombre de unos treinta y cinco años, que bebe agua apretando muy rápido la bolsita y que se seca el sudor de la frente con una toallita.

Voy para El Progreso, necesito llegar hasta La Barca. Le digo

Este bus es directo.

¿Usted es el conductor? Le pregunto ansioso.

Sí. Me dice a secas.

¿Me podría llevar?

No, este bus es directo. Me repite.

Termino mi cigarro. No me queda más que entrar al restaurante y buscar algo de comer. Un sandwich y un bote con agua. Gasto en ello unos sesenta lempiras. Reviso los mensajes que me entran, me fijo que hay wifi. Escribo a la gente que me espera en El Progreso, les explico que me he bajado del bus y que ahora me siento varado en Siguatepeque, lo lamentan y lo lamento. Le envío un mensaje por Telegram a Óscar, le explico el asunto, primero se ríe de mí y luego me da la razón, que es mejor a veces hacerle caso a los presentimientos, me desea suerte. En el televisor del restaurante transmiten un partido de la liga alemana de fútbol, el Bayern contra Leverkusen, gana el Bayern dos a cero. A mí me gana el sandwich que era una porquería.

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Cerca de mi mesa hay una chica con el uniforme de Transporte Mirna, me dirijo a ella, le pregunto si en el próximo bus que viene de Tegucigalpa habrá un cupo que pueda venderme, me dice que debe confirmar, que llamará y que me avisa en diez minutos. Pasan los diez minutos y me levanto de nuevo de mi mesa y voy hacia ella. Me dice que sí, que hay espacio. Le digo que sólo voy a El Progreso. Ella me dice que está bien, que son doscientos diez lempiras. Le digo que muy caro. Me dice que lo sabe y encoge los hombros. No lo compro y vuelvo a mi mesa, me invade la desesperación de la espera, del naufragio, de estar allí sin poder avanzar o retroceder.

Cuarenta minutos han pasado y un nuevo coaster de los Norteños se estaciona. Me levanto muy rápido de mi mesa, tomo mis maletas y me ubico en la entrada del busito. Espero. La gente, luego de un rato, comienza a entrar nuevamente para ubicarse en sus asientos. Han pasado unos siete minutos y el intenso calor cae sobre el pavimento y sobre mí, sudo como nunca antes sudé. Identifico al ayudante y como si fuese a Caronte a quien tengo enfrente le hablo con respeto, le pregunto si hay espacio, me dice que sólo parado, le digo que está bien. Me toma la maleta y la mete al baúl del bus. Me subo. Al cabo de unos tres minutos el bus retoma su viaje, el sopor me adormece nuevamente, cabeceo tomado del tubo pasamano del techo del coaster. En Taulabe alguien se baja y el asiento frente a mí queda libre. Me siento, y me dejo caer en un sueño ligero del que sólo despierto cuando el bus toma la recta después de Yojoa hacia La Barca.

El bus llega a La Barca y la hora de bajarme me ha llegado, cerca del mediodía. Caronte me devuelve mi maleta y le pago con mis dos monedas de oro modernas, cincuenta lempiras que cubren mi pasaje desde Siguatepeque a La Barca. Frente a mí veo el escenario del transito y la ruta se bifurca, de una lado la carretera que va hacia San Pedro Sula y la carretera que va hacia Santa Rita. Un bus, un enorme galeón amarillo, que tiene pintada la ruta El Progreso-Santa Rita-La Barca y yo lo abordo. Se suben los vendedores de refresco, agua de coco, horchatas y agua. Compro una agua. Se suben los demás viajeros, una pareja joven, muy joven, casi dos niños, la chica lleva en brazos a quien es su hijo que por estar cubierto con un trapo blanco asumo que es un recién nacido, el chico, su pareja, viste una camiseta rosada un jean a la cadera con unas zapatillas negras. Se sientan a un asiento de distancia de mí. Otras personas, unas cuantas apenas se suben. Este galeón de cuatro llantas comienza el viaje, el ayudante, este nuevo Caronte me cobra el pasaje y le pregunto cuánto es hasta El Progreso, él me dice que este bus sólo llegará hasta Santa Rita, me cobra ocho lempiras. Me sumerjo en el paisaje, en uno donde de repente comienzan a asomarse las plantaciones de caña de un lado y del otro los terrenos usados para la ganadería.

En Santa Rita nos hacen bajar para abordar el bus en el que haré el último tramo de mi viaje, el que finalmente me llevará a El Progreso. Bajamos todos y todos nos subimos nuevamente a otro de estos buses amarillos. En la radio suena una canción de un reguetón desconocido. Ya estoy en la zona norte, y aunque no termino de llegar a mi destino siento la atmósfera que recordaba como natural de la zona. La del intenso calor y que danza al son del perreo intenso.

El costo del pasaje de Santa Rita a El Progreso es de diecisiete lempiras. Lento, avanza. Al entrar a El Progreso mi mente se dispara. Han pasado tres años desde la última vez que estuve en el pueblo y en la primera parada en El Progreso se sube un vendedor de agua, le pido una y él se dirige a mí imitando un español mal pronunciado, como lo haría un estadounidense, me asume turista, me dice que le de propina y me pide que le muestre mis converse, yo veo mis zapatos que no son los que él asume que llevo puestos. Le digo que me termine de vender el agua, que tengo sed y que le agradecería si dejara de hablarme así, él se ríe de mí, se burla, le digo que soy progreseño pero no me cree, rompe en risa y sigue hacia atrás intentando vender sus bolsas con agua. El bus atraviesa la entrada principal, pasa frente al cementerio y la posta policial. Veo los edificios de los negocios locales. Siento tristeza, la misma tristeza profunda que sentí hace tres años. Los lugares han perdido color y el sol es imponente, tanto que nubla el campo de visión. Llega finalmente a una gasolinera, tengo suerte que a dos cuadras está el hotel donde me quedaré dos días. Llego al hotel andando. Hago shecklist y me dirijo hacia la habitación treinta cuatro, me quito la ropa y me doy un baño. Me tiro sobre la cama y pienso en los chicos del primer bus que abordé para poder llegar. Pienso en ellos y pienso en el largo viaje que hice de más de cinco horas desde Tegucigalpa, recuerdo lo que una vez en Guatemala me dijo un tata, que «la muerte es también un viaje».

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