LA CIUDAD QUE NOS COME POR DENTRO

ALG3 febrero, 2017

¡Saludos le mandó mi mami! —me dijo Isaac la última vez que lo vi, cuando ambos hacíamos parada en el semáforo de la primera avenida.

Habían pasado diez años desde que conocí aquel niño curioso, el orgullo de su madre, en aquella colonia pedregosa con nombre de pantano que aún guarda la fragilidad de un suspiro.

Su madre, Sara, es quizá la mujer más fuerte del universo. Una mezcla de partera, curandera, masajista, activista ambiental, vendedora de confites en una chiclera frente al colegio de los curas y madre soltera de tres hijos. Le enseñó a Isaac, comiendo hojas silvestres y batallando con la policía en los desalojos de su colonia, a sobrevivir en este monstruo gelatinoso que es Comayagüela y eso es quizá, lo mejor que puede enseñarnos un padre o una madre.

—No quiero que andés de pendejo tirándotelas de valiente —le decía—, si ves que se suben al bus a asaltar, tené listas tus cosas para darlas, que nada de lo que tenemos vale mas que tu vida.

Isaac asentía con la cabeza y le daba un abrazo.

—No se preocupe Mami, que nada me va a pasar —le contestaba calmándola.

Una vez la policía cerró la calle del billar en la colonia de Isaac, a cien metros de su casa. Se bajaron de la patrulla con pasamontañas y sacaron a los cinco jóvenes que estaban adentro, hablaron con ellos, quién sabe qué preguntas hicieron, les ordenaron un registro y no encontraron más que unos porros de mariguana.

—¿Qué putas están viendo? —preguntaron los policías a la gente que pasaba y todos los ojos vecinos desaparecieron.

—¿Qué putas están oyendo? —volvieron a preguntar como ángeles del demonio y no hubo oídos para escuchar la ráfaga de disparos que mató a los cinco jóvenes.

—Yo me salvé de milagro porque hacía poco tiempo había pasado por allí —me contó Isaac—, si me hubiera quedado, me matan los chepos.

Su madre, orgullosa de él, que era su esperanza en la vida, le recordaba lo peligroso de salir de casa a cualquier hora.

—No quiero que te maten —le decía—, no sé que haría si algo te pasara.

Isaac sabía moverse entre la mierda sin salir pringado.

A los doce años terminó la primaria y quiso internarse en un colegio a ochenta kilómetros al norte de Comayagüela. Quería ser ingeniero en computación, pero su madre no tenía como pagarle los estudios. Se matriculó en un colegio vocacional propiedad de los jesuitas, con una rígida formación moral/religiosa y aguantó dos años entre talleres de carpintería y rezos del rosario; luego volvió a la casa en un bus amarillo para ayudar a su madre a buscar la comida para mantener a sus hermanas.

—Si yo no trabajo mis hermanas no tienen comida —decía a sus quince años.

Era el hombre de la casa. El que todo lo podía, el que nunca dijo «NO», cuando de construir algo se trataba. Con esfuerzo terminó la secundaria. —Que fácil es decirlo sin saber nunca lo que realmente significa—. Entró a la universidad en un momento que aún era posible para los más pobres de los pobres. Se ubicó como conserje en una farmacia y en moto rompía el tráfico del Trébol, El Prado, La Bolsa, La Granja llegando al mercado por la cuarta avenida hasta terminar en los puentes sobre el río Choluteca.

Tenía una novia, Rebeca, con quien comenzaba a hacer su vida en una pequeña cuartería a dos cuadras de la casita que con sus propias manos construyó para su madre. Era orgulloso y humilde. En las manos de Isaac cabía un mundo pequeñito.

Le gustaba su vida, la pobreza tiene algo de bello que él sabía reconocer.

—Lo único que no me gusta de acá, es que nunca hay agua —decía cuando llenaba los barriles con agua sucia, que compraba de los camiones cisterna, que venden el líquido a un exagerado precio en los barrios pobres.

Una tarde llegó temprano al cuarto que comenzaba a compartir con su mujer. Llevaba las encías sangrantes. Le dolía todo, los huesos parecían partírsele por el cuerpo. Tenía fiebre, dolor de cabeza, nauseas y dolor abdominal.

El ministro de salud había advertido a la prensa de una posible epidemia de dengue y llenó la ciudad con imágenes —de sí mismo— dando instrucciones de cómo lavar pilas, piscinas, toneles, cubetas y todos los demás lugares en donde la gente pobre almacena el agua que no tiene.

—Para nosotros no hay problemas con el dengue porque no tenemos agua —decía Isaac sonriendo.

Cuando llegó a su casa ese día, no avisó a su madre y se fue a dormir.

«Con algo de descanso seguro me sentiré mejor en poco tiempo» —pensó.

Rebeca tampoco se alarmó por la fiebre de su marido, pues las cosas suceden como Dios dispone.

Por la noche vio que Isaac no despertaba, preocupada pidió dinero prestado, llamó un taxi y lo llevó al Hospital Escuela.

Comayagüela tiene muchas salidas. Uno puede tomar el bus a otra ciudad y verla desaparecer, poco a poco, hasta que se pierde por las ventanas entre cerros pelados y suspiros, o tomar un avión a otro país y sentir que se surge de una ciudad que sólo existe en historias de terror; uno puede también sumergirse entre los oscuros estancos de alcohol o ver al cielo, esperando que algo pase y te saque de esa vida miserable. Pero de todas las salidas, el Hospital Escuela es quizás la peor de todas. Allí están los inservibles, los menesterosos dueños de su cáncer, hombres y mujeres, cuerpos sin rostro que sólo sirven para llenar estadísticas, rostros sin dientes cuyo olor se mezcla con el aroma nauseabundo de la muerte.

Adentro del Hospital Escuela los pasillos son largos y laberínticos, de azulejos claros en las paredes y flechas que van a todas partes. Las salas oscuras y silenciosas, separadas por sexo; las almas alzan la cabeza para ver quién llega —siempre esperando a alguien— y envidian a los que salen, porque tendrán la oportunidad de morir en otra parte.

—No puede irse hasta que un familiar suyo done sangre para el hospital —dicen las sombras en la puerta a las personas que han logrado burlar la muerte.

En el Hospital Escuela la atención se paga con sangre.

—No puede llevárselo hasta que pague el precio de la atención que (no) le dimos —dicen a los familiares que aprietan entre sus brazos el cadáver frío y querido.

De vez en cuando, jóvenes bellos, vestidos de blanco y olorosos a poder, atraviesan las paredes y extienden sus manos para tocar con la punta de sus dedos luminosos a los infortunados que sonríen con los ojos llorosos ante el milagro de ser salvados. Son los ángeles que los acompañan al inframundo, que ríen llenos de vida porque comprenden su labor no es curar, sino burlar la muerte.

—Sáquele estos exámenes y vuelva mañana por la mañana —dijo el joven médico luego de ver a Isaac.

El doctor escribió una receta con su mal lograda caligrafía, extendió el papel a Rebeca y pidió por el siguiente, como quien pide una ronda en un bar.

—¡Siguiente! —dijo sin levantar la vista.

—¿No me va a dar una pastilla o algo doctor? —preguntó Rebeca.

—Allí tiene algo para el dolor, dele líquido y que descanse.

Isaac apenas pudo levantarse. Con dificultad salió del hospital apoyado en los hombros de su mujer.

En el camino vio a un hombre acostado en una camilla, tenía el rostro desecho, la piel le caía como concha de mínimos y su camisa servía como pañuelo para contener la sangre.

—¿No le dolerá? —pensó Isaac.

Afuera la noche fresca de febrero, el tráfico que indiferente comenzaba a disolverse y un ligero olor a flores le llegó quién sabe de dónde.

—Huele rico —dijo antes de subir al taxi.

—¿Querés un poco de jugo? —preguntó su mujer.

—No, dame agua mejor —pidió Isaac.

Sintió que se dormía, recordó una vez, hace ocho años un día también de febrero, cuando hizo barriletes con sus amigos y los fue a volar a la orilla de la represa, la misma represa que en verano se seca y los cipotes aprovechan para recoger pescados inmóviles en el lodo. Isaac vio al cielo azul, las nubes blancas a lo lejos con formas de elefante que casi podía tocar con su papalote.

—¡Vengan a ver esto! —gritó uno de sus amigos en la represa.

Isaac bajó su cometa enrollando el hilo negro que robó a su madre, tomó el juguete en sus manos y bajó al barranco en dirección de la voz de sus amigos que gritaban cada vez con más urgencia.

—¿Están muertos? —preguntó al llegar.

—Bien muertos —dijo alguien mientras tocaba con un palo las manos atadas del cadáver de uno de los dos jóvenes, casi niños, que nadie supo nunca su nombre, ni su origen.

—Parece que los tiraron desde allá arriba —dijo uno de los amigos de Isaac, señalando con las manos el risco donde jugaban.

—¿Qué hacemos?

—Vámonos de acá mejor —dijeron y comenzaron a correr la pendiente huyendo de los muertos.

Cuando finalmente llegaron a la cima, Isaac se detuvo y vio al fondo del barranco. Allí seguían los dos jóvenes, con las manos atadas a la espalda y el rostro enterrado en el lodo de la represa. Arriba, la nube del elefante se había deshecho.

—Me dijo que la llamara —dijo Rebeca a Sara cuando esta llegó alarmada a ver el estado de salud de su hijo.

—¿Y por qué no me avisaron antes? —preguntó la madre.

—Porque no pensamos que fuera tan grave —dijo la mujer de Isaac.

Sara revisó la temperatura de su hijo, le habló, como sólo las madres saben hablar e Isaac abrió los ojos para verla.

—¿Dónde está la nube? —preguntó.

—¿Cuál nube mi amor? —dijo Sara llorando.

—La que vi en la represa.

—Allí debe estar todavía, después si quieres te ayudo a buscarla.

—Tengo sed.

—Rápido cipotas, traigan agua para Isaac —dijo Sara a sus hijas que lloraban aterrorizadas en una esquina del cuarto—. ¿Qué dijo el doctor? —preguntó luego a Rebeca.

—Me dio una lista de exámenes que se debe hacer.

—¿Te dio algún medicamento?

—No.

—Llámense a un taxi cipotas, tengo que llevarlo otra vez a emergencia.

Y entre las cuatro mujeres tomaron a Isaac para sacarlo del lecho y meterlo al taxi que afuera esperaba con el conductor medio borracho.

Sara lloraba y maldecía por no haber sido llamada antes. Ofrecía su vida a Dios si le salvaba a su niño. Pero cuando se llega dos veces al infireno, sólo se sale una.

Isaac murió de hemorragia cerebral antes de llegar al hospital y lo último que recordó fue la tarde que recogió pescados en la represa.

—¡Mire mami lo que traje! —Dijo Isaac a su madre, cuando en sus manos llevaba una bolsa repleta de pescados de varios tamaños.

—¿Y eso de dónde los conseguiste vos? —Preguntó Sara.

—En la represa, estaban otando a la orilla —dijo el niño.

—Andá bota eso afuera, que los peces no mueren de gusto —ordenó su madre.

El niño, sin comprender aún la orden, salió al patio y arrojó los pescados al suelo. Los perros se apilaron para tomar alguno y luego huir.

—¿Y para qué mueren los peces si no mueren por gusto? —preguntó después.

Sara, que echaba tortillas en el comal, le respondió sin siquiera voltear a verlo:

—Porque esta ciudad intenta matarnos.

[Octubre de 2011]

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