JULIO VERNE FUE UNA ÉPOCA: LITERATURA DE CIENCIA FICCIÓN CENTROAMERICANA EN EL SIGLO XIX

ALG19 diciembre, 2018

Francisco Lainfiesta y su novela A vista de pájaro (1879).

La literatura es el mejor reflejo de una época y una cultura. Lo que se escribe es siempre en relación a lo que nos rodea. Nadie escribe sobre algo que no conoce, nadie imagina algo de la nada.

En el caso de la ciencia ficción, esa creación de mundos fantásticos y futuros maravillosos (buenos o malos) se hace siempre en relación de los problemas que en ese momento histórico nos preocupan.

Así, no es lo mismo hablar de Julio Verne y su optimismo tecnológico, que hablar de Harry Harrison con su Soylent Green  o Ursula Le Guin y su antropología del futuro. Las preocupaciones de la sociedad cambian y también cambian nuestra forma de procesarlas en la literatura.

En el caso de Centro América, la ciencia ficción es una rama muy antigua de nuestra literatura, lamentablemente no muy explorada en la actualidad. Él único caso que recuerdo en este momento es Waslala de Gioconda Belli.

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Francisco Lainfiesta es un hijo de su época. Nació en la ciudad de Salamá, Baja Verapaz el día 23 de Septiembre de 1837, hijo de dos inmigrantes españoles: Francisco de Enfiesto y doña Eulogia Torres que establecieron un negocio en Rabinal. Su padre fue uno de los soldados que en 1870 defendieron la plaza de Salamá contra las fuerzas del general Rafael Carrera.

Se trasladó a la ciudad de Guatemala en donde se graduó de bachiller a los 14 años. Prosigue sus estudios en la Universidad de San Carlos en la escuela de leyes, sirvió como meritorio en la secretaría de la corte suprema de Justicia; más tarde fue tercer escribiente de la Secretaría de relaciones exteriores, donde se desempeñaba como subsecretario del escritor don José Milla y Vidaurre.

Se casó en Noviembre de 1860 con la señorita Luz Saravia, hija del famoso historiador Alejandro Marure y doña Tadea Saravia.

Fue tendero del libro de la firma Larrondo y Samayoa; continuó como Abogado y Notario.

Abrazó con vehemencia la causa libertadora de la revolución Liberal de 1871, don Justo Rufino Barrios lo envió a Estados unidos de América con dos encargos: Hacer grabar en aquel país los billetes de papel moneda que pondría en circulación el Banco Nacional de Guatemala, cuyo creación formaba parte de la organización económica que necesitaba el país, también llevaba como tarea comprar una imprenta para instalar en Guatemala Tipografía “El Progreso” donde Lainfiesta editó un periódico con el mismo nombre.

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En 1890 planeó la unidad centroamericana -si, él hizo un plan- y en 1892 aspiró a la presidencia. Tuvo cargos diplomáticos y escribió varias comedias. Como novelista, publicó en 1879  su novela (que el calificó como cuento fantástico) A vista de pájaro, firmado con el seudónimo Paulino.

En las doscientas dieciocho páginas, Lainfiesta vierte el espíritu liberal y progresista de los positivistas de la segunda mitad del siglo XIX. Para encontrar antecedentes del genio mordaz del autor, hay que remontarse a Irisarri y a Voltaire.

Al mismo tiempo que ataca severamente al catolicismo, Lainfiesta hace una defensa elocuente del indio que no había de ser repetida en la novela guatemalteca por más de cincuenta años.

A vista de Pájaro, que él consideró un librito sin pretensiones, tuvo resonancia en su época.

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Un hombre, que en el cuerpo de dos zopilotes –sí, dos zopilotes, no hay mejor vehículo para ir el futuro que ese-, logra viajar por 200 años para ver los avances que la tecnología y el liberalismo han traído para Guatemala y Centro América, ahora parte de la gran nación Hispanoamericana.

Con un fundamento anticlerical y un profundo optimismo del futuro, Lainfiesta recoge en su libro el espíritu liberal del siglo XIX.

Francisco Lainfiesta procreó con su esposa 4 hijos: Margarita, Maximiliano, Joaquín y Adriana. Falleció en la ciudad de Guatemala el 20 de junio de 1912.

Casasola Editores, como parte de la Colección de Clásicos Centroamericanos nos presenta la obra A vista de pájaro, escrita por Francisco Lainfiesta y publicada en Guatemala en 1879. Una obra sumamente interesante que esperamos colocar en el sitial que merece en la literatura centroamericana.

Acá un fragmento:

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Capítulo XLIV.

El correo.

Nos anunció el Cóndor que había algo que observar en el espacio antes de volver por la ciudad, anticipándonos que dispusiésemos bien las fuerzas porque la jornada sería recia y larga.                                                         

Levantó su vuelo sin causarnos esta vez susto alguno, pues estábamos prevenidos, y le seguimos con algún trabajo, describiendo en los aires una espiral inmensa, para llegar a una altura, la más elevada que hasta entonces habíamos alcanzado.

Nuestra respiración era dificultosa en aquellas regiones y grande el cansancio; pero compensaba esta molestia, el rico panorama que se ofrecía en torno bajo nuestros pies. Contemplábamos un valle que, a nuestra vista perpendicular, parecía enteramente plano en un gran espacio central, poblado y cultivado en toda su extensión.                                                                                          

Innumerables trenes de carros se veían cruzar por diferentes rutas, en vertiginoso movimiento.                               

Las listas de ambos mares, Atlántico y Pacífico se adherían al cielo en la línea superior, mientras se marcaban en la tierra, rielando como hilos de plata, los ríos y canales que la hicieran fértil.                                      

El Cóndor volaba tan cercano a nosotros para mantenerse al habla, que casi rozaba  con sus alas nuestras cabezas.      

–No me había equivocado, exclamó a poco rato: el correo viene. Observad en dirección al Sur un punto negro que se dibuja en el espacio a la altura en que nos hallamos. Es el globo-correo que debe haber salido ayer del cabo de Hornos y hace su carrera hasta el estrecho de Bering, tocando en todas las ciudades del Continente.                  

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Consulté con mi pasado, para saber a qué asunto se refería el gran compañero; y me llené de suma alegría al encontrar que se trataba, nada menos que de la realización del sueño de los aeronautas; sueño que había costado tantas vidas y desvelos, así en Europa como en América, en los pasados tiempos.           

Mi compañero batía sus alas contentísimo y me aplicaba buenos picotazos en señal de plácemes, por  tan famosa novedad, asegurándome que la resolución del problema de navegar por el aire  aereal  navigation”,  como se decía en el inglés de entonces, era un triunfo debido a las investigaciones de un portentoso talento misceláneo, centroamericano, que desde Guatemala había sorprendido a la Inglaterra, enviando la clave del enigma.                

El Cóndor que lo escuchaba todo, se río de la ocurrencia de mi compañero, pareciendo disimular de buena gana aquel inocente arranque de patriotismo, cuyo fundamento era dudoso. Fijando la vista detenidamente y con cuidado pudimos distinguir al fin en la dirección señalada por el Cóndor, una pequeña mancha de forma irregular, pendiente en el espacio, que parecía adelantar con increíble celeridad.                                                          

A pocos instantes vimos claramente desprenderse de la mancha unos pequeños bultos que descendían a tierra poco a poco. Pregunté al compañero el objeto de aquella operación, me contestó:                                                         

–Es el despacho de la correspondencia, pasajeros y mercancías que el globo va dejando por medio de paracaídas en los puntos correspondientes del tránsito.    

–Pero ese medio de descarga -observó mi pasado-, debe ofrecer grandes peligros. Mejor sería que el globo tocase en tierra.         

–No, porque se le ocasionarían largas demoras, mientras que, por el medio adoptado lo verifica sin parar la marcha. Es verdad que hay el peligro de que se rompa un paracaídas y en consecuencia se rompa las costillas un viajero; pero esto es remoto. También hay el peligro de que al practicarse el descenso, descargue un aguacero y el aeronauta tome tierra, con más prisa de la conveniente, oprimido por el peso del agua; pero en tales casos, la descarga se verifica en el punto claro más próximo que se descubra en la atmosfera, pues el globo camina siempre por encima de la región de las nubes.

Bajamos un tanto de la altura en que nos hallábamos para tomar en vista horizontal al monstruo de los aires que ya pasaba delante de nosotros.                                               Futuro-5

Observando aquella marcha tan veloz, quise indagar cuál fuera la distancia que por hora recorría el globo, y el Cóndor se apresuró a satisfacer mi curiosidad informándome  que hacía una carrera de trescientas millas por hora, noticia que dejó absorto a mi compañero, pues al punto hizo la cuenta de que con semejante andar de vehículo, podía darse la vuelta en noventa horas.

Por lo demás vi que mi viejo compañero no mostraba mayor asombro contemplando aquel buque del espacio tan complicado en apariencia.

Sin embargo, se divertía bastante observando el descenso de los pasajeros que aquí y allá se echaban de la barca a volar, suspendidos algunos por lujosísimos paracaídas que despedían brillos de colores al vislumbrar de nuestros días.

Bajaban en confusión y algazara moviendo alegremente brazos y piernas y conversando con los viajeros cercanos.                                                     

Picados de curiosidad, llegamos hasta muy cerca de algunos de ellos, no sin temor de que nos saludasen con una máquina eléctrica.   

Los insolentes se reían al vernos y nos dirigían palabras en tan rara lengua, que nada pudimos comprender.                

Observamos que el pudor no se descuidaba por los aires, pues las señoras descendían cubiertas con sacos de telas lujosísimas, cerrados por la parte de abajo y recogidos a la cintura. Seguramente que aquella era una deliciosa manera de viajar.                                                                              

El buque aéreo se alejaba de nosotros a todo escape; y siguiéndole de cerca todo el tiempo que las fuerzas de mi pasado y mías lo permitían, nos apresuramos a completar nuestras inquisiciones referentes a su forma y construcción.

Constaba el aparato, de un globo cuya tela formaba con hilos de acero y de otros metales elásticos, y también con lino y ceda, podía resistir una fuerza de mil caballos, según luego nos lo aseguró el Cóndor. La figura de globo era oval; y la barca que suspendía, era, por lo menos, tres veces mayor que aquel.

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La barca llevaba en sus costados dos hélices, cada una con tres grandes y muy anchas alas, que daban vuelta sobre un eje con movimiento acelerado, y llevaba además algunas velas desplegadas y otras recogidas, tanto en la parte de proa como a popa.

Cuando el globo estuvo lejos de nosotros y mi compañero cansado de mirarlo, quiso que yo le pidiese al Cóndor algunas explicaciones sobre la manera o base en que el problema se había resuelto, si era que conocía el secreto.                                               

Mi pasado pretendía confirmar seguramente, la esperanza que halagaba respecto a que, para la dirección de los globos, hubiese prevalecido el sistema de nuestro compatriota, descansado en la exactitud de aquel refrán que decía “donde menos se espera salta la liebre”.            

El gran compañero, prestándose a mi súplica, comenzó a hacernos su explicación, al mismo tiempo que entrábamos lentamente a nuestro espiral descenso:                      

–La resolución del problema –dijo–, que con tanto afán se buscó por vuestros contemporáneos, consistía únicamente en recoger una fuerza de ascensión poderosa en el espacio más reducido posible; fundándose en que un globo pequeño, presenta menos resistencia a las corrientes de aire que cruzan el vacío. Por medio de esa fuerza, se elevaría a cierta altura una barca cuyo peso estuviese en relación con la fuerza del globo para equilibrar en tres cuartas partes la del primero; debiendo proveerse dicha barca, de las velas o de las grandes alas o hélices, que habéis visto en la que paso. Colocado el globo en la altura  conveniente por medio de toda su fuerza de ascensión; se disminuye entonces esta fuerza en términos que el globo solo preste a la barca un punto de apoyo contra la atracción terrestre; y hecha esta operación, se ponen en juego las alas y las velas, las primeras a la velocidad que convenga para mantener el equilibrio, según fuere mayor o menor la resistencia que las capas de aire ofrezcan a todo el aparato y especialmente al asiento de la barca, que es ancho y plano. El aparato marcha entonces como un buque en la mar, conservándose su posición sobre el punto o línea de altura por medio del globo, al cual se aumenta o disminuye la fuerza ascendente.

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A vista de pájaro, Francisco Lainfiesta 1879 publicado por Casasola Editores.

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