José Emilio Pacheco: La edad de las tinieblas o la hora de la destrucción.

EGO15 julio, 2016

…Por Roberto Carlos Pérez

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La imagen va más allá de lo que sugiere: en un país protestante llamado Inglaterra, una familia se reúne junto a la chimenea a leer la Biblia. Son las primeras décadas del siglo XIX. Los niños absorben las historias, las imprimen en su código genético y sin quererlo asimilan las dimensiones rítmicas del versículo.

En Francia se leen otros textos, aquellos que aún hacen eco de la Ilustración, cuyos significados los niños quizás no entienden pero que seguramente los remite a la guillotina. Allí, las paredes del mundo católico se han cuarteado. No así en España, mucho menos en América, dónde la potestad de leer los pasajes bíblicos e interpretarlos le sigue perteneciendo al sacerdote.

En 1551 Robert Estienne (1503 – 1559) dividió el Nuevo Testamento en versículos tal como antes lo hizo Isaac Nathan ben Kalonymus (c.1440) con el Antiguo Testamento. Ambos siguieron las pausas orales que los lectores de la sinagoga le imprimían al entonces conocido texto masorético, es decir, el texto sagrado oficial que usaban los judíos. Kalonymus lo había editado en versos.

Aún no acabamos de medir la magnitud de tal iniciativa, pero entre quienes sí lo hicieron se encuentran Casiodoro de Reyna (1520 – 1594) y Cipriano de Valera (1532 – 1602), los primeros en ofrecernos una traducción completa de la Biblia en español, ya con las divisiones mencionadas.

Cinco siglos más tarde, un poeta mexicano, José Emilio Pacheco (1939), nos enseñó que nada de esto quedó en el olvido. Fue él mismo el primero en plantearse el papel que juega la Biblia en el ámbito anglosajón donde, con gran naturalidad, entra el poema en prosa a través de Walt Whitman (1819–1892).

Por el contrario, la Francia de finales del XIX, desprovista de la tradición del versículo y las libertades rítmicas que éste otorgaba, buscó exceder sus limitaciones métricas, mucho más rígidas en comparación a las de nuestro idioma. Tales intentos desembocaron en Gaspar de la noche (1834), de Aloysius Bertrand (1807–1841) y en Los pequeños poemas en prosa (1855), de Charles Baudelaire (1821–1867), quien bautizó oficialmente el género. Sobre esta cadena de paradojas y extrañezas, afirma José Emilio Pacheco, se sustenta el poema en prosa.

El género, asegura, «surge en sus vertientes lírica y narrativa cuando los poetas franceses quieren desbordar las restricciones de la versificación clásica, mucho más estricta en su idioma que el lengua castellana, y a la literatura industrial oponen una forma no-utilitaria. A diferencia de los anglosajones lectores cotidianos de la Biblia, carecen del instrumento del versículo que no llegará a Francia hasta fines de siglo, gracias a los simbolistas y su empleo del verso libre». (Hacia “Piedra de sol”: Proceso, Mayo 2, 1998).

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El milagro del modernismo no comenzó en América, sino en Francia. Fueron los simbolistas quienes anegaron el corazón de jóvenes como Rubén Darío (1867–1916), impulsándolos a embarcarse en aventuras retóricas ajenas a la tradición literaria hispana. Entre las grandes lecciones que los simbolistas les dieron a los poetas hispanoamericanos está, por supuesto, la del poema en prosa. Darío lo cultivó y a su vez le pasó la antorcha a Juan Ramón Jiménez (1881–1958), con quien definitivamente se aclimató el género a la lengua española.

Ya en el siglo XX, sobre todo en sus manifestaciones surrealistas, el poema en prosa se aseguró un sitio estelar en nuestras letras. Entre los poemarios escritos enteramente en prosa se destacan Pasión de la tierra (1935) de Vicente Aleixandre (1898–1984), Ocnos (1942) de Luis Cernuda (1902–1963), ¿Águila o Sol? (1954) de Octavio Paz (1914–1998), Espacio (en su versión definitiva de 1954) de Juan Ramón Jiménez y Diario semanario (1961) de Jaime Sabines (1926–1999). Se contaron casi cuatro décadas para que otro gran poeta nos regalara un libro completo de poemas en prosa de igual envergadura: La edad de las tinieblas (2009). Con tal llave de oro José Emilio Pacheco abrió las puertas del poema en prosa al siglo XXI hispanohablante.

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Remitámonos a juzgar las evidencias: una jauría de leones en África busca agua y no la consigue. La comida escasea, los humanos hemos reducido a cero sus posibilidades y en las últimas dos décadas su estirpe se ha extinguido en un cincuenta por ciento. El círculo ártico, cada vez más desprotegido a causa de una capa de ozono que en 2011 alcanzó su punto más delgado, sigue derritiéndose y con él sus glaciares. En décadas venideras los osos polares permanecerán sólo en la memoria.

Al paso que vamos, los humanos también pereceremos en cataclismos de magnitudes insospechadas. Los potentes terremotos que el planeta está padeciendo son apenas un aviso. Con tal terrible perspectiva caemos en cuenta de que la felicidad es esquiva y habla en susurros, en cambio el dolor y el sufrimiento lo hacen a gritos.

Hay verdades como éstas grabadas en piedra y José Emilio Pacheco nos las ha confesado en más de cincuenta años dedicado a la escritura. ¿Pesimista crónico o visionario? En La edad de las tinieblas explota y se exacerba una aterradora percepción del ambiente que nos circunda. No hay que olvidarlo: despedimos el siglo XX –el siglo de las guerras, Auschwitz y el hongo atómico– peor de como lo recibimos y de igual forma le dimos la bienvenida al XXI. Los acontecimientos del World Trade Center y el Pentágono en 2001 fueron un amargo bautizo. De vivir, T.S. Eliot (1888–1965) diría que septiembre (y no abril) es el mes más cruel.

Dueño de un virtuoso oído musical que ostentaron maestros como Lope de Vega (1562–1635) y Rubén Darío, José Emilio Pacheco es Orfeo y Mozart a la vez. Y aunque se le imputan hondos sentimientos de desesperanza, ninguno de sus poemas –aun el más apocalíptico– deja de ser una pieza maestra. Con ellos nos ofrece visiones nada despreciables de un mundo que vive entre el pavor y el desquicio.

Pero la literatura, como la vida, está llena de dolor y lágrimas.

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La vanguardia despojó al verso de la rima pero no de la opulencia musical que debe fluir en su interior y que a veces pasa desapercibida. Los poetas contemporáneos –Pacheco es uno de ellos– esconden o atenúan los complejos sistemas musicales de la poesía para acercarse más a una audiencia que va de prisa. La razón es paradójica y está vinculada a la percepción común de hoy en día: la musicalidad demasiado obvia impide que el lector profundice en el mensaje poético.  Así, el poeta contemporáneo compone sus poemas con líneas que aparentan ser meras frases y no versos. Sin darnos cuenta, nos toman por asalto.

Vistos de cerca, los versos de José Emilio Pacheco son una caja de resonancias de cuyas vibraciones emergen ritmos saturados de energía. A pesar de surgir en una época en que la poesía parece haber sido humillada por la indiferencia del lector, los poemas de Pacheco son flechas musicales de profundos contenidos que, portadoras de amargas noticias, inevitablemente dan en el blanco. ¿Cuántas veces no se ha escuchado en el habla cotidiana del México actual palabras como «No amo mi patria./Su fulgor abstracto/es inasible»? O ¿«Ya somos todo aquello/contra lo que luchamos a los 20 años»?

Lo mismo puede decirse de sus poemas en prosa, los cuales viene cultivando a partir de poemarios como Desde entonces (1979) y la Arena errante (1999). Aunque con variaciones, contienen el mismo complejo sentido musical que sus poemas en versos.

Sin embargo, para apreciar la magia de Pacheco en cuanto al poema en prosa, basta  detener la mirada en cualquiera de los cincuenta poemas que componen La edad de las tinieblas, el más trascendental ejercicio que nos ha ofrecido hasta la fecha en el género, no sólo por ser éste el primer libro de poesía donde reinan exclusivamente sus formas, sino por el solemne rigor con que éstas portan imágenes y melodías.

 «Del edén sólo quedan ruinas humeantes. En el agua, en el aire y en la tierra los otros animales se han extinguido. Nuestros descendientes viven en guerra perpetua y en coito que no cesa. Su auténtico placer es destruir y matar».

(Inocentes en el jardín).

Las imponentes pausas, las rimas (quedan, guerra, tierra, cesa), las anáforas (en el agua, en el aire y en la tierra… en guerra perpetua y en coito) y las sutiles aliteraciones crean un nivel de musicalidad sólo comparable a los giros que un músico le imprime, digamos, a una sinfonía o una pieza de cámara. José Emilio Pacheco concluye cada oración con graves cadencias, lo que en términos musicales equivaldría a la parte final de una idea cuyo desenlace se anuncia a través de acordes que el oído percibe como una terminación tajante y absoluta. En esto el poeta mexicano es un maestro. Por tanto, no sería arriesgado decir que lo que en su época representaron Richard Wagner (1813–1883) y Pyotr Tchaikovsky (1840–1893) en la música, Pacheco lo es hoy para la poesía.

Veamos otro ejemplo, con ciertas variaciones, en La edad de las tinieblas: el quinqué, poema que da título al libro.

«El quinqué se extinguió hace millones de años. Su luz más submarina permanece. Esta noche su olor ha regresado bajo el violento aroma de la selva.

Tal vez nosotros, sus animales y sus árboles también seremos combustible de una futura edad de las tinieblas».

Aquí, la magnitud acústica es intachable: los plurales y todas las palabras que terminan o comienzan a partir de la fricativa letra «s», crean un ritmo desbordante el cual remata con frases paralelas (endecasílabos) que riman entre sí: «…bajo el violento aroma de la selva… de una futura edad de las tinieblas». No acabaríamos de enumerar tantos aciertos en un poemario cuyo más alto valor es su lirismo.

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¿Cómo logra José Emilio Pacheco penetrar tan profundamente en el alma del lector, a pesar de transportarlo al mismo Apocalipsis? Una de las claves yace en los tiempos verbales. Todos los poemas están escritos en presente. Es decir, un presente que nos afecta y nos produce angustia.

De acuerdo al filólogo alemán, Herald Weinrich (Estructura y función de los tiempos del lenguaje, 1964) se distinguen dos tiempos de escritura que él mismo clasifica como «mundo narrado» y «mundo comentado». El primero es un mundo lejano, distante, mucho más relajado en el que pueden enmarcarse, digamos, la novela y el cuento. En cambio, el segundo está en presente y toca de cerca al lector. En tal situación comunicativa, afirma Weinrich, «el hablante está en tensión y su discurso es dramático porque se trata de cosas que le afectan directamente.

Si bien el poema en prosa suele estar en presente, no tiene reglas con respecto a los tiempos verbales. Existen muchísimos poemas en prosa en el pasado. Sin embargo en La edad de las tinieblas, el «ahora» se suma al «aquí», al espacio del lector, pues quien ha conocido algunas ciudades hispanoamericanas u otra cualquiera, incluyendo las más desarrolladas, entiende que la ciudad de México es omnipresente con sus calles llenas de basura y sórdidas ventas ambulantes. Al «aquí» se suma todo cuando Pacheco describe. Y si no fuera por la musicalidad de sus poemas, pensaríamos que estamos leyendo un tratado del más cruento realismo. La edad de las tinieblas nos sumerge en un mundo asfixiante y enrarecido por la violencia que el hombre, como especie, ha engendrado.

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Cuando a principios del siglo XX Rubén Darío publicó Cantos de vida y esperanza (1905), quizás nadie supo que también eran cantos de muerte y desesperanza. El ya casi adolescente siglo XXI ha encontrado el homónimo para el libro de Darío en La edad de las tinieblas. Porque aun cuando el nicaragüense mostró asomos de optimismo, en su libro impera la aterradora noción de la muerte y de un mundo que cada día escalaba un peldaño hacia el inconcebible desastre simbolizado por la Primera Guerra Mundial (1914–1918).

Más de cien años después, el hombre sigue siendo responsable de su caída y no hay figura salvadora que lo socorra ante su inmensa capacidad  de destrucción. Darío increpa al Mesías diciéndole: «¡Oh, Señor Jesucristo!, ¿por qué tardas, qué esperas/para tender tu mano de luz sobre las fieras/y hacer brillar al sol tus divinas banderas?».

José Emilio Pacheco, sin embargo, no espera nada en un mundo desprovisto de inocencia y en el que la ley del más fuerte habla a truenos. No existe un solo poema en La edad de las tinieblas que no esté directamente ligado al inevitable destino que el ser humano se ha labrado desde que vio la luz en las cavernas hasta la edad de la electrónica.

Quién iba a decir que los hallazgos llevados a cabo en la segunda mitad del siglo XIX por el científico inglés Charles Darwin (1809–1882), serían poetizados de un modo nunca antes visto quizás en ninguna lengua. Somos una especie más entre muchas y también la más exitosa en relación a las otras por la violencia que generamos. Así, las contradicciones en que incurre la naturaleza, la cual en su tiempo los griegos creyeron perfecta, ya no sólo caben en el rango filosófico, sino que entran al plano poético. Con aturdidora franqueza el poeta mexicano pone el Origen de las especies (1859), libro seminal del naturalista inglés, en íntima relación con el poema en prosa.

Sobre el canto de los pájaros, José Emilio Pacheco dice en el poema La primavera en Maryland:

«Hablo con el ornitólogo y me echa a perder la ilusión. Lo que veo es otro Auschwitz y una escenificación poética de lo que el hiperrealismo de las pantallas  arroja como noticias de todos los días. El concierto no representa sino la trágica supremacía del más fuerte».

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Pero no sólo los animales, el hombre y el resto del mundo natural han muerto, están en ello o morirán. Inevitablemente, también los versos han de terminar en polvo y ceniza. Nada ni nadie se exime de ataúd y mortaja, mucho menos la poesía, aún la de José Emilio, ésos versos que son tan reconocibles en México y en otras partes del mundo hispanohablante. La razón es que apenas un siglo atrás, el poema era un medio altamente efectivo para comunicarse. Y hasta no hace mucho aprendíamos a leer y a enriquecer nuestro lenguaje recitando poemas.

Hoy parece ser lo contrario. La destrucción ha socavado el sitio privilegiado que el poeta alguna vez tuvo. Tomemos por ejemplo las palabras que José Emilio Pacheco ha dicho sin reparo y que bien valdrían de modelo: «Puedo decir “soy ajedrecista” y ser mirado con respeto. Si me atreviera a decir “soy poeta” provocaría risa». (Ovidio en el iPod: Letras Libres, enero 2008).

Nada en contra del ajedrez, en donde se juntan la diversión y la guerra, pero todos los días asistimos, entre otros, a un funeral de versos. Así, las palabras de José Emilio Pacheco se diluyen en silencio y tras ellas comienza la hora de la destrucción:

LOS VERSOS DE LA CALLE

 «Los veo formarse indefensos y salir en busca de alguien que los resguarde. La inmensa mayoría les da la espalda. Cuando ellos se acercan a las personas desvían la mirada y hacen como si los versos no existieran…Sólo hay algo seguro: dentro de poco ellos también se habrán evaporado».

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Roberto Carlos Pérez (Granada, Nicaragua, 1976). Autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012). Ha publicado cuentos y ensayos críticos para revistas nacionales e internacionales como  eHumanista, revista especializada en temas cervantinos y medievales, Carátula, revista cultural centroamericana, Círculo de poesía, revista electrónica de literatura, El Hilo Azul, revista literaria del Centro Nicaragüense de Escritores, Lengua, revista de la Academia Nicaragüense de la Lengua, La Zebra, revista de letras y artes, El pulso, periódico de investigación y El Sol News, periódico de noticias de Nueva York, entre otros. Ha sido incluido en las antologías Flores de la trinchera. Muestra de la nueva narrativa nicaragüense  (2012) y Un espejo roto (2014). Su cuento «Francisco el Guerrillero» fue traducido al alemán y apareció en la antología Zwischen Süd und Nord: Neue Erzähler aus Mittelamerika (2014). Estudió en la escuela de bellas artes Duke Ellington School of Arts y se licenció en música clásica por Howard University. Investigador de la obra de Rubén Darío (ha participado en festivales y homenajes dedicados a preservar la memoria del poeta nicaragüense), es máster en literatura Medieval y de los Siglos de Oro por la Universidad de Maryland.

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