Jazz en «Cien años»

EGO7 abril, 2017

Hace poco menos de un año mi amigo Hugo Bastidas, un ecuatoriano que vivió los últimos 25 años en el Canadá y que trabaja en el país con temas de pedagogía, me invitó a tomar unas cervezas y a escuchar un poco de música en vivo a sólo unas cuadras de mi antigua casa. El hecho se daría un jueves por la noche en el bar del popular hotel Excélsior del centro de Tegucigalpa. Hasta ahora, no recuerdo haber disfrutado tanto de un concierto de Jazz, y a decir verdad, ignoraba que existieran  grupos tan geniales en el ámbito cultural hondureño.

Desde entonces quedé maravillado al escuchar las hermosas, inspiradores y muy bien logradas piezas musicales interpretadas por los músicos, pero debo reconocer que mi amigo Hugo no se equivocó en lo más mínimo cuando me advirtió que esa noche vería un joven pianista hondureño con un genio y una calidad musical única.

—Es un genio —me dijo—, te lo dice alguien que puede jactarse de haber visto y escuchado el mejor Jazz del mundo durante treinta años, es más, vengo aquí para escucharlo a él, sentenció.

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Fotografía de Josué Orellana.

Aquella fue una noche corta, pues ambos habíamos trabajado hasta tarde y nos retiramos pronto. No obstante, quizá sin que él lo recordara, me acerqué al chico del piano, José Antonio Velázquez —homónimo de nuestro gran pintor primitivista— para expresar mis felicitaciones y decirle que me gustaría escribir una pequeña crónica sobre sus trabajo para la prensa o El Zángano Tuerto, la revista cultural que dirijo hace unos años.

Hace un par de semanas, siete u ocho meses después de aquella conversación efímera, mi querido amigo Josué Orellana y yo entramos a las instalaciones del popular bar capitalino “La casa de los Cien años”, un sitio donde convergen la alegría, la juventud, la música y el arte, que demás se ha convertido en un espacio para las ideas y el florecimiento de nuevas voces de la cultura hondureña.

Eran cerca de las 8:30 de la noche. Entramos al lugar todavía vacío. Pedimos cerveza y nos sentamos a esperar: esa noche tocaría de nuevo, como casi todos los “miércoles de Jazz”, el mismo grupo que había descubierto junto a Hugo aquella noche del Excélsior. Nos sentimos muy bien y bebimos.

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Fotografía de Josué Orellana.

Cerca de las 9: 20, los instrumentos estaban instalados y listos para la función. La gente comenzó a apostarse alrededor de la sala principal del bar y muy cerca del escenario. Los músicos salieron y tomaron posición. Particularmente me sentí muy emocionado: el jazz ha sido siempre mi música predilecta, y además, por fin volvería a escuchar uno de gran calidad, al mismo tiempo que tendría la oportunidad por fin de conversar con los músicos.

Los ritmos comenzaron a sonar. En la batería el conocido baterista Jonathan Alarcón acariciaba suavemente los platillos con las baquetas, mientras el contrabajo y el piano —ejecutados por los maestros Roberto San Martín Dipardi y José Antonio Velázquez—   comenzaban a unirse paulatinamente a los ritmos.

El público cayó en un silencio sepulcral. Las luces y los motivos coloridos que decoraban la escenografía entraron en perfecta amalgama con los vinos y las notas. La música entró hasta los tuétanos del público.

Fotografía de Josué Orellana.
Fotografía de Josué Orellana.

De pronto entró en escena un cuarto músico. Era el singular Rolando “Chichimán” Sosa, un experimentado músico garífuna que le dio a la escena entera un nuevo toque de tradición y música popular garífuna al evento.

En el intermedio me acerqué a los músicos para conversar, tomar algunos tragos y para que Josué les hiciera unas fotografías. Hablamos de su música, sus propios gustos musicales (Thelonious Sphere Monk, por ejemplo) sus aspiraciones y sobre todo de la música como un lenguaje universal que puede ser entendido y disfrutado por todos.

El concierto terminó cerca de las 11:00. Una vez silenciados los platillos, las cuerdas, la teclas y los cueros, Josué y yo, complacidos con todo, nos retiramos del lugar menos cuerdos de lo que habíamos llegado. Eso sí, fascinados.

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