DE ODIOS Y ENVIDIAS

ALG21 septiembre, 2017

«El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos»

Proverbios 14:30

El Diccionario de la Real Academia de la lengua española define la envidia como la «Tristeza o pesar del bien ajeno; Emulación, deseo de algo que no se posee».

Esta definición, sin embargo, es insuficiente para entender la envidia. Pues una gran diferencia existe entre la «tristeza del bien ajeno» a la alegría que produce en el envidioso «el mal ajeno». 

El sicólogo dominicano Félix Larocca en su monografía «La envidia y el mundo sorprendente del sicoanálisis» nos explica que «hay muchas formas de envidia y los sentimientos de inferioridad constituyen sus fundaciones básicas».

«Las diversas modalidades de envidia no son sino un eco de los sentimientos de inferioridad y rivalidad sufridos por el niño en su desarrollo psicológico, con padres, hermanos y otras figuras importantes», afirma Larocca.

El sicólogo hondureño y catedrático universitario René Centeno San Martín define por su parte a la envidia como «una respuesta adaptativa al ambiente».

«Hay bienes, alimentos, circunstancias que el otro tiene que me gustaría tener», afirma Centeno San Martín en una entrevista para este artículo, remarcando que el cómo hacemos la envidia es algo aprendido socialmente.

El argumento de Centeno coincide con el expresado por Antonio Cabrales, Catedrático del Departamento de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid, en su tesis «El origen de la envidia», quien afirma que la envidia ha sido seleccionada evolutivamente. «La selección natural ha hecho que el ser envidioso suponga una ventaja», dice.

«Si existen unos recursos limitados (territorio, comida, pareja, etc) se intentará conseguir con mayor presión más que los demás para tener ventaja, pero no solo esto, sino que además se tenderá a que la diferencia entre ambos sea mayor. Esto provocará que ante un conflicto se tenga una gran ventaja, o ante una lucha (por ejemplo conseguir pareja) tendrá más posibilidades de ganar el que más recursos tenga y de perder el que tenga menos», afirma Antonio Cabrales.

El mundo moderno favorece a los envidiosos, dentro de esta «respuesta adaptativa del ambiente». Porque esa es la pulsión que nos lleva a querer destruir al envidiado, aniquilarlo, con la idea que «si tenemos lo que el otro tiene, seremos más felices».

Varios estudios en la materia coinciden al afirmar que las  manifestaciones de la envidia, generalmente, nos dicen más de los sentimientos de inseguridad del envidioso que de la personalidad del envidiado. Porque la envidia es la manifestación más cruda de la pequeñez del sujeto.

«En cada persona, la intensidad de la envidia estará presente en proporción a sus sensaciones reprimidas de la insignificancia e impotencia del ser niño», afirma Félix Larocca.

Reconociéndola natural y muy humana, las sociedades han creado mecanismos para controlarla, generalmente desde la moral religiosa.

El Cristianismo, la religión que mueve nuestra concepción de la moral, la considera como un pecado capital porque, explica, genera otros pecados. «Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?» —Proverbios 17:4.

Para el cristianismo la envida «corroe» los huesos y pudre el alma del envidioso que ve en el talento, la juventud, el renombre, la belleza, posesiones y hasta virtud del otro una fuente de su miseria e infelicidad.

En psicoanálisis, una forma de envidia muy estudiada es la referente a aquella percepción de inferioridad anatómica conocida como «La envidia del pene».

Sigmund Freud, en sus Teorías sexuales infantiles de 1908, habla de la envidia del pene que surge del descubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos. El diccionario de Psicología explica esta teoría como el momento cuando «la niña se siente lesionada en comparación con el niño y desea poseer, como éste, un pene.

Esta teoría actualmente se encuentra muy cuestionada, especialmente por mujeres y feministas que acusan a la tesis de Freud de misógina.

Existe sin embargo otra envidia del pene, quizás menos hablada en la academia, que es cuando el varón atribuye al pene, por sus peculiares sensaciones y funcionamiento, una importancia y unos poderes portentosos. Las fantasías y comparaciones envidiosas resultan entonces inevitables.

La envidia entre los seres humanos suele aumentar de modo directamente proporcional a la similitud de sus circunstancias. Sentimos envidia de aquellos que se parecen a nosotros. Del hermano o hermana, del amigo rico, del colega que acumula éxito profesional.

Es en el ambiente profesional sin embargo en donde más se manifiesta, pues es nuestro trabajo la ocupación que más acumula nuestro pensamiento.

Allí, en el ambiente profesional, la envidia deja grandes anécdotas, según nos recuerda Félix Larocca en su monografía «La envidia y el mundo sorprendente del sicoanálisis».

Recordemos, por ejemplo, a aquellos envidiosos astrónomos que no se dignaron siquiera a mirar por el telescopio de Galileo, o a aquellos científicos que rehusaron asomarse al microscopio de Malpighi, objetando que se trataba de un aparato para deformar la Naturaleza, obra de Dios. En Medicina, mencionemos el caso de aquellos médicos vieneses de finales del siglo dieciocho, que no sólo se negaron a examinar a los pacientes curados por Franz Anton Mesmer, sino que afirmaron públicamente que tales curaciones se debían a que los pacientes por él tratados ¡nunca habían estado enfermos! Mesmer recibió amenazas de muerte. El mismo decano de la Facultad de Medicina le aconsejó que, para aminorar la envidia que su fama producía, mantuviese secretas sus espectaculares curas. No le sirvieron a Mesmer de mucho las advertencias ni sus propias estrategias, y acabó tenido que huir de Austria (…)Cuando William Harvey comunicó en una conferencia sus revolucionarios experimentos, que más tarde publicaría en De Motu Cordis (1628), se previno de la siguiente manera: «Lo que ahora debo deciros a propósito de la circulación de la sangre es tan nuevo y tan inédito, que temo no sólo concitarme la envidia de muchos, sino que incluso tiemblo pensando que toda la Humanidad se revuelva contra mí». El descubridor de la circulación sanguínea se sintió atemorizado ante la posibilidad de que el cambio de paradigma científico que estaba propugnando desencadenase contra él el odio envidioso. No hace falta salir de nuestras fronteras para hallar ejemplos históricos de envidia entre médicos.

La envidia, al final es odio. De forma natural, sentimos odio hacia aquéllos que nos reducen o nos humillan. El odio es una pasión reactiva a una ofensa y, como tal, nos resulta más admisible que la envidia.

Quien tiene lo que nos falta, debe “morir», así siente el que envidia.

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