CUENTO: LAS HORAS DEL RELOJ.

EGO2 septiembre, 2016

6:37 de la tarde. Mientras se palpaba los gruesos canutos de la barba frente al espejo oxidado de la habitación del hostal, Mario Tártano se sintió contento de saber que en el bolsillo trasero izquierdo del verde pantalón a rayas que vestía, dormían silenciosamente los siete mil pesos que había trabajado en la Semana Mayor. Pensó inmediatamente en sus dos hijos, y en la lejana mujer en la que no reconocía nada de la niña bronceada de ojos tristes con la que se había acompañado desde los veintidós años. Aquella tarde era una tarde de domingo, y aunque jamás le habían gustado los domingos por cualquier razón, aquel no era en verdad cualquier domingo, sino el día en que por fin saldría con la guapa morena que bailaba a oscuritas en el  bar de en frente.

7:08 de la noche. Mario no percibió para nada que en aquella ocasión no se había enrabietado por tener que esperar tanto tiempo para cruzar una mísera callejuela que conocía de siempre. Tampoco había percibido —por la prisa de la cita— que el cinturón de cuero que lucía con aquellos zapatos de color café, que usaba para las salidas, no se había introducido cabalmente en todos los ojales de la pretina del pantalón; y así, mortalmente, siguió rápidamente su camino. No tardó en hacer una señal para tomar un taxi, pero pasaron tres de ellos y ninguno se detuvo. El cuarto taxi se estacionó en la mediana de la calle donde Mario esperaba. Lo abordó de inmediato.

En pocos minutos se encontraba en el lugar pactado, y más pronto que tarde apareció en el sitio la sonriente morena.

7:29. Se marcharon del lugar.

7:31. Tomaron otro taxi hasta un hotel del centro.

7:48. Llegaron al hotel que no tenía servicio al cliente de ninguna clase, más que los cuartuchos sin baño y con camas detestables que rentaba por un precio ridículo de «cinco dólares o cien lempiras la noche», anunciado en un trozo de papel pegado a la pared de la entrada. Allí, en la entrada del hotel, Mario le dio las llaves de la pequeña habitación a la morena, mientras él se dirigió con prisa hasta un taller de carros viejos, ubicado a unos minutos del hotel.

Al llegar al taller compró veinte cápsulas de cocaína, a petición de su cerebro acelerado y de la guapa morena que esperaba en el cuarto; que lo había persuadido de comprar todo lo necesario para evitar más salidas en el transcurso de la noche. Pagó dos mil pesos por las veinte cápsulas. Se las metió con cuidado en el ruedo de la camisa de vestir que se había doblado hasta los codos por cualquier percance, aunque el acto truculento no le resultó, pues al doblar la oscura esquina  del taller, lo detuvo de golpe una pareja de policías que lo revisó todo y le encontró la coca.

Al instante lo amenazaron de cárcel. Pero entonces recordó que traía el dinero entre las bolsas y la billetera, y de súbito les ofreció un arreglo a los dos oficiales que fingían no entender, hasta que él  se sacó dos mil pesos en billetes de cien y se los extendió con cuidado; librándose así de los motorizados que se quedaron con las cápsulas de coca y los dos mil pesos. Ahora había perdido cuatro mil billetes en sólo un instante. Se tomó la cabeza ya falta de algunos pelos. Se sentó un momento en la acera de un edificio. Pensó en regresarse hasta el hostal donde vivía. Se encaminó hacia él. Se arrepintió en seguida. Regresó al taller y volvió a comprar las veinte cápsulas prometidas a la morena. Las hizo un pequeño nudo en una bolsa de plástico y se las metió en los testículos —donde no revisarían—, en caso de que lo atrapara de nuevo otra pareja de policías corruptos. Se dirigió de vuelta hasta el cuarto de hotel donde lo esperaba la morena, se entretuvo un breve tiempo comparando dos botellas de ron nicaragüense en el Licor Store de la primera planta del hotel, y subió casi corriendo hasta la puerta de metal del cuartucho asfixiante.  Cuando abrió la puerta de la habitación vio a la morena quieta, desnuda entre las sábanas. Al ver aquella escena tantas veces recreada en su imaginación, su primera reacción fue aproximarse, pero ella lo detuvo convencida y decididamente. Ambos se sentaron en la cama. Se sirvieron incontables tragos de ron, y se metieron todo el polvo de las cápsulas por la nariz y las venas hasta la madrugada.

3:16 a.m. Después de múltiples intentos de hacer el amor y después que ella por fin se decidiera a hacerlo, el aguado pene de Mario —adormecido por la coca— no le respondió. La morena sonrió maternalmente al ver aquella lucha burda entre un hombre y su pene, y al momento, como para empeorarlo todo,  le exigió más cápsulas si es que quería, y si es que podía tener sexo en algún momento de la madrugada.

3:27. Luego de algunos regateos sobre la cuestión, y después de sentirse como el raro personaje de una novela fálica de Alberto Moravia que había leído en sus veinte años, Mario salió de la pequeña habitación hasta el taller, donde compró, a las 3:38, otras diez cápsulas de cocaína que volvió a meter entre sus gónadas.

3:56. Estaba de regreso en el hotel.

5:55. Cuando el alba le había ganado luz a la temeridad de la noche, la guapa morena cayó de bruces en el piso; desmayada de ron, cápsulas de coca y deseos de sexo. Unos segundos después él entró en pánico al pensarla muerta. Intentó confusamente despertarla. Corrió por más dinero para llevarla a un nosocomio, pero se dio cuenta que en verdad se había gastado todo en correrías por cápsulas, en botellas de ron nicaragüense, en taxis, en el cuarto de hotel y en policías corruptos.

6:03 de la mañana del lunes. Salió desesperado por toda la venida con el pesado cuerpo de la morena entre los brazos. En el camino, un sujeto bonachón que conducía un pequeño Starlet amarillo lo auxilió, y lo dejó en el hospital, donde antes de atender a la morena lo hicieron firmar una serie de papeles asumiendo el riesgo y la responsabilidad del delicado asunto. Firmó todo con recelo. Se sintió como un completo imbécil por tener que pasar por todo aquello a sus cuarenta y cinco años, y por saber que ni siquiera había tenido sexo con la puta morena; lo que en definitiva lo hizo sentir peor. Se tomó la cabeza y se sentó en un banco. Se arrepintió de todo y pensó en sus hijos.

Al momento apareció el doctor para decir que la morena se pondría bien, y al escuchar aquello, hastiado de sí mismo, Mario se largó a su casa como un niño burlado.

 Al llegar a su cuarto se durmió todo el día. Despertó casi llegada la noche.

6:16 de la tarde de un lunes. Mario Tártano se veía de nuevo ante el espejo oxidado del cuarto de hostal donde vivía, lleno de dudas y problemas, cortándose  canutos de la barba tan gruesos como en el día anterior, sintiendo el ego y el cuerpo temblorosos, sabiéndose solo, y sin un peso.

Bruno Fraño.

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