CETERIS PÁRIBUS

EGO27 diciembre, 2018

Por Julio Raudales

La anomia es un concepto utilizado por el sociólogo francés Emile Durkheim en su libro Le Suicide (París, 1897), para designar un orden social desarticulado con respecto a las normas y leyes. El término ha recobrado actualidad como consecuencia de la ya larga transición que se da entre el descenso del periodo industrial y el auge de modos digitales de producción, común en los albores del presente siglo. Como toda transición, el nombrado periodo produce desarticulaciones personales, pérdidas de identidad social y también desocupación laboral.

El término fue recogido más recientemente por Robert K. Merton en su libro “Social Theorie and Social Structure” (New York 1964) y llevado hacia el campo de la psicología social. Generalmente se usa como sinónimo de disociación de las personas o grupos con respecto al mundo real, por una suplantación de lo existente por lo simbólico y por la desviación de los deseos hacia objetos no equivalentes.

Tales características llevadas al ámbito de lo político designan a los movimientos o partidos cuando pierden relación con su contorno social y se transforman en entidades que, igual que los individuos disociados, tienden a sostener su vida sobre la base de rituales destinados a mantener una unidad ficticia entre sus miembros. Los resultados posteriores de las marchas de las antorchas en 2015, las manifestaciones estudiantiles en la UNAH y los llamados a la insurrección durante el presente año, son buenos ejemplos de un comportamiento político anómico.

En su forma más avanzada, la anomia – y este parece ser el caso de la oposición en Honduras- lleva a la disociación de la política entre y dentro de sus representaciones, los partidos políticos. Esta es la razón que explica por qué, bajo el influjo anómico, la unidad dentro y entre los partidos es casi una imposibilidad. La superación de la condición anómica solo puede ser alcanzada, en consecuencia, mediante un proceso de recuperación de la política. No hay otra alternativa.

¿Desde cuándo han extraviado su visión política los partidos de la llamada oposición en Honduras? Difícil decirlo. Quizás valdría la pena preguntarse si la han tenido alguna vez. Tanto en la psicología individual como en la social, el concepto de “trauma determinante” ha entrado en desuso. Puede ser que pertenezca a la literatura y a la cinematografía del siglo XX, pero pareciera evidente que la visión de nuestros dirigentes apuntó siempre a la bárbara idea de buscar el poder para usarlo al servicio de los grupos de interés que los llevan al pináculo

Sin embargo, hay hechos que para un científico social han de ser más significativos que otros. Más todavía si se tiene en cuenta que el extravío político no solo es propicio al inestable comportamiento de los partidos sino, además, ha sido inducido por el partido en el poder.  El gobernante actual y sus adláteres, quienes tienen un conocimiento intuitivo casi perfecto de la oposición, han tendido celadas a los partidos y estos han caído en ellas uno por uno como conejos.

Una trampa, quizás la más decisiva, colocada por el oficialismo, fue la instalada el 12 de diciembre de 2012. Luego de “casi” perder la elección primaria, el entonces precandidato nacionalista, aprovechó su condición de titular del Legislativo para destituir a cuatro de los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema. Con ello, no solo sorteó la posibilidad de admisión del recurso de amparo que había sido interpuesto por el alcalde Alvarez, en el cual se solicitaba la suspensión de la elección primaria, sino que le abría al legislador la posibilidad de colocar magistrados áulicos, que posteriormente sirvieran para validar algunos proyectos necesarios en su carrera.

Otro ejemplo interesante es la forma en que el partido en el poder y su máxima figura, han aprovechado la anomia de la oposición para consolidarse luego de la fuerte sacudida social ocasionada por los reclamos de fraude en el último proceso electoral. Luego del 26-11, los candidatos opositores pidieron apoyo a Naciones Unidas, con el fin de que se estableciera un “Dialogo” que permitiera la reversión de la decisión tomada el 17 de diciembre por el TSE. Por supuesto que el gobierno corrió a apoyar la iniciativa y no tardó en cooptarla para usarla al servicio de sus intereses. Nada mejor que un “dialogo” para legitimar lo acaecido en noviembre. Esto le sirvió para ganar el tiempo necesario y calmar la gélida situación que el país vivió a raíz del discutido proceso.

Lo demás es historia conocida. La oposición no pudo ni antes ni después de 26-11, detener aquel tsunami político que se llevó de encuentro, no solo las posibilidades de unidad entre quienes pretenden revertir la situación distópica que viven nuestras instituciones, sino que le ha abierto el camino al actual régimen para consolidarse, pese a sus claras muestras de debilitamiento. El 2018 cierra sin la reversión buscada por la oposición y sin las necesarias reformas políticas para evitar que se repitan las situaciones vividas en 2009, 2012 y 2017.

A la población, frustrada y encolerizada, no le queda más remedio que presenciar casi con parálisis, el sainete montado por gobierno y oposición, muchos, al no tener más esperanzas, se van del país. Esto quiere decir: el origen de las más grandes migraciones que ha conocido Latinoamérica, las hondureñas, no es solo económico. Hay también uno político. Al fin y al cabo, nadie se va de su país cuando hay esperanzas de cambio. Y esas esperanzas las anuló la oposición al caer en las constantes trampas colocadas por políticos evidentemente más taimados.

Parece difícil que la condición anómica padecida por la ciudadanía pueda ser superada con una simple retoma del camino electoral. La abstención ya no es el resultado de la frustración sino de la desconexión (anómica) entre pueblo y política. Es posible incluso que, bajo ese estado de decepción generalizada, aún si la oposición llamara a participar, se encuentre con la sorpresa de que ha dejado de ser mayoría frente a una mayoritaria abstención.

Es evidente entonces que la superación del estado anómico requiere de algo más que un simple llamado electoral. Antes que nada, es necesario que la práctica política recupere su credibilidad pública. Pero para que eso sea posible, los políticos deben reconocer los errores cometidos, no como un acto de contricción religiosa, sino trazando una línea divisoria entre una oposición dispuesta a recuperar las vías democráticas y una secta no solo anti-electoral, sino radicalmente antipolítica.

En otras palabras: Solo puede haber unidad política sobre la base de una ruptura con grupos y partidos que niegan a la política en nombre de actos simbólicos orientados a satisfacer su propia subjetividad onanista (comandos insurreccionales, por ejemplo). Así al menos ha ocurrido en todos los grandes procesos de democratización. Honduras no tiene por qué ser una excepción. La unidad no es ni será de todos ni tampoco es y será para todos.

La recuperación de la unidad política no será por lo tanto fácil. La condición anómica -lo hemos visto recientemente-  ha penetrado al interior de personas y partidos que en el pasado fueron reductos de centralidad y de cordura. Eso significa que la línea divisoria no solo deberá ser horizontal ni vertical, sino transversal.

Los bienintencionados llamados a una unidad por la unidad solo llevan a profundizar la condición anómica de la política hondureña. La verdadera unidad política es la que se alcanza a través de la lucha por la hegemonía, vale decir, a través de argumentos y debates que incitan y entusiasman a seguir a una opción y no a otra. La política, hay que aceptarlo, no es el lugar de la hermandad sino el de los antagonismos y de las diferencias.

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